Pbro. Lic. Salvador M. González M.
Durante
los 5 domingos siguientes interrumpiremos el evangelio de Marcos para hacer la
lectura del capítulo 6 de Juan. Hay que tener en cuenta que Juan es el
Evangelio de los signos, por tanto, los milagros no sólo indican la llegada del
Reino de Dios, sino que además, son signos que deben ser reflexionados para
descubrir su mensaje.
Jesús
pasa a la orilla opuesta del Mar de Galilea anunciando así su plan: abrir
camino para un nuevo éxodo, su pascua liberadora, que lleve al pueblo a una
nueva tierra prometida. Acude mucha gente, que ve en la predicación y actuación
de Jesús una esperanza. Jesús enfrenta a sus discípulos con el problema de la
subsistencia de los que lo siguen en su éxodo: La comunidad, en cuyo centro
está Jesús, poniéndose al servicio de los hombres, con su amor manifestado en
el compartir, multiplicará el pan y producirá la abundancia; así será señal en
medio del mundo.
La señal realizada por Jesús manifestaba el amor de Dios,
que da al hombre independencia y dignidad pero quieren convertirla en estrado
de poder y hacerse súbditos suyos proclamándolo rey. Jesús, para impedirlo, se
aleja. Los discípulos, defraudados, desertan; pero él los alcanza, manifestando
de nuevo el amor de Dios, que no quiere que nadie se pierda.
Frente a la confianza en el dinero (“Ni doscientos denarios alcanzarían para que a cada uno le tocara un
pedazo”), que rige la vida de la sociedad injusta, propone Jesús la
eficacia del amor, que multiplica la acción creadora y, con ella, los dones
creados. El acaparamiento, que se opone al amor, frustra la obra creadora y
crea la necesidad. El amor, expresado, en el compartir generoso, hace crecer al
hombre, devolviéndole su dignidad e independencia.
La
comunidad cristiana tiene como misión hacer visible la generosidad divina a
través de la propia generosidad. Tal es el sentido de su vida, que se expresa y
se celebra en la Eucaristía.
Sin
embargo, no hemos entendido el mensaje de Jesús ni la enseñanza que Dios nos ha
dado a lo largo de la historia de la salvación. Estamos muy acostumbrados a
confiar en nuestras propias fuerzas y en la seguridad del dinero. Egoístamente
pensamos en satisfacer solo nuestras necesidades y nos olvidamos de los demás;
nos ataca la idea de que es imposible poder remediar la indigencia de tanta
gente: “Tenemos cinco panes de cebada y
dos pescados secos; pero ¿qué es eso para tanta gente?”
La viuda
de Sarepta pensaba de igual forma cuando el profeta Elías le pidió un pedazo de
pan. “No tengo pan,” fue su
respuesta. “Voy a hacer un pan para mí y
mi hijo, nos lo comeremos y luego moriremos.” Elías la invita a ser
generosa, pues Dios tiene una promesa para los desprendidos: “La vasija de harina no se vaciará…” (cf.
1Re 17,12-14). La promesa de Jesús es la misma. Aunque sean pocos los bienes de
que disponemos, si somos generosos, comerán todos hasta saciarse y sobrará.
La
dificultad con que tropieza Jesús es la mentalidad de los que persisten en las
categorías de poder. Prefieren un Mesías-rey, un déspota bienhechor que les
asegure la vida imponiendo su régimen. La eficacia, sin embargo, no se
encuentra en el poder de uno que mande, sino en el amor de todos, que hace
presente a Jesús como aquel que se pone al servicio del hombre hasta dar su
vida.
La
comunidad cristiana debe encarnar en el mundo la generosidad divina. Dios nos
ha enseñado a compartir lo poco que tengamos. El amor solidario de los pobres
hará que la miseria desaparezca del mundo y comerán todos hasta saciarse: “Y llenaron doce canastos con las sobras de
los cinco panes.”
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