Pbro. Lic. Salvador M. González M.
Comienza
la explicación del episodio de los panes. Los que habían comido acuden a Jesús,
deseosos de continuar en aquella situación de éxodo, que les aseguraba el
sustento sin esfuerzo gracias a la acción de un líder.
Jesús
les explica entonces que no basta encontrar solución a las necesidades
materiales, sino que hay que aspirar a la plenitud humana y esto requiere la
colaboración del hombre. Para ello les propone la diferencia entre dos clases
de alimento, que producen dos clases de vida: la pasajera y la definitiva. La
condición para obtener la segunda, es creer en Cristo como el enviado del
Padre, el verdadero pan del cielo.
Al igual
que los judíos del tiempo de Jesús, son muchos los cristianos que buscan de
Dios el sustento diario sin esfuerzo ni compromiso. Ruegan, y hasta veladoras
encienden, sacarse la lotería, encontrar un tesoro o heredar al pariente rico.
Otros andan agobiados pensando que van a comer, a beber o a vestir, se van al
otro extremo, se afanan demasiado por esta vida cuando, por mucho esfuerzo que
hagamos, no somos capaces de añadir ni quiera una hora al tiempo de nuestra
vida. Hay personas que traban hasta dos turnos, para ellos no hay día descanso ni vacaciones; sólo
piensan en ganar y en ganar dinero. Están tan metalizados que hasta inventaron
un refrán: “El tiempo es oro.” Sus
triunfos o fracasos los cuentan de
acuerdo a las ganancias o pérdidas que tienen en sus negocios, sus alegrías y
tristezas están determinadas por lo mismo. Y lo que es todavía peor, hay
algunos que buscan el dinero fácil vendiendo droga, extorsionando,
secuestrando, cometiendo fraudes, robando y asesinando.
Hoy Jesús nos invita a reflexionar. Nos afanamos
demasiado por esta vida cuando un sola cosa es la importante: ganar la vida
eterna, esa vida que no se acaba, la única vida por la que realmente vale la
pena empeñar todo nuestro esfuerzo y dedicación y a la que, desgraciadamente,
le damos menos importancia.
“Cuentan
que había una vez un avaro que después de haber ahorrado cinco millones de
dólares se las prometía muy felices pensando en el estupendo año que iba a
pasar haciendo cálculos sobre el mejor modo de invertir su dinero. Pero,
inesperadamente, se presentó el ángel de la muerte para llevárselo consigo.
El
hombre se puso a pedir y a suplicar, apelando a mil argumentos para que le
fuera permitido vivir un poco más, pero el ángel se mostró inflexible. “¡Concédeme
tres días de vida, y te daré la mitad de mi fortuna!” le suplicó el hombre.
Pero el ángel no quiso ni oír hablar de ello y comenzó a tirar de él.
¡Concédeme al menos un día, te lo ruego, y podrás tener todo lo que he ahorrado
con tanto sudor y esfuerzo! Pero el ángel seguía impávido.
Lo único
que consiguió obtener del ángel fueron unos breves instantes para escribir
apresuradamente la siguiente nota: “A
quien encuentre esta nota, quienquiera que sea: si tienes lo suficiente para
vivir, no malgastes tu vida acumulando fortunas. ¡Vive! ¡Mis cinco millones de
dólares no me han servido para comprar ni una sola hora de vida!”
No de
balde el Señor Jesús no dice en el Evangelio de hoy: “No trabajen por el alimento que se acaba, sino por el alimento dura
dando una vida sin término, el que les dará el Hijo del Hombre” (Jn 6,27).
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