LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA
1. LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA: RASGOS GENERALES
1.1. La revolución científica: los cambios que produce
El período de tiempo que transcurre aproximadamente entre la fecha de publicación del De Revolutionibus de Nicolás Copérnico, en 1543, hasta la obra de Isaac Newton, cuyos Philosophiae Naturalis Principia Mathemarica fueron publicados por primera vez en 1687, se acostumbra a denominar en la actualidad como «período de la revolución científica». Se trata de un poderoso movimiento de ideas que adquiere en el siglo XVII sus rasgos distintivos con la obra de Galileo, que encuentra sus filósofos desde perspectivas diferentes en las ideas de Bacon y de Descartes, y que mas tarde llegará a su expresión clásica mediante la imagen newtoniana del universo concebido como una maquina, como un reloj.
En este proceso conceptual, resulta sin duda determinante aquella revolución astronómica cuyos representantes más prestigiosos son Copérnico, Tycho Brahe, Kepler y Galileo, y que confluirá en la física clásica de Newton. Durante este período, pues, se modifica la imagen del mundo. Pieza a pieza, trabajosa pero progresivamente, van cayendo los pilares de la cosmología aristotélico-ptolemaica Por ejemplo, Copérnico pone el Sol e lugar de la Tierra— en el centro del mundo Tycho Brahe, aunque es anticopernicano, elimina las esferas materiales que en la antigua cosmología arrastraban con su movimiento a los planetas, y reemplaza la noción de orbe (o esfera) material por la moderna noción de órbita. Kepler brinda una sistematización matemática del sistema copernicano y realiza el revolucionario paso desde el movimiento circular (natural y perfecto, según vieja cosmología) hasta el movimiento elíptico de los planetas. Galileo muestra la falsedad de la distinción entre física terrestre y física celeste, demostrando que la Luna posee la misma naturaleza que la Tierra y apoyándose —entre otras cosas— en la formulación del principio de inercia Newton, con su teoría gravitacional, unificará la física de Galileo y la de Kepler. En efecto, desde el punto de vista de la mecánica de Newton, con su teoría gravitacional, unificará la física de Galileo y la de Kepler. En efecto, desde el punto de vista de la mecánica de Newton se puede afirmar que las teorías de Galileo y de Kepler son correctas a determinados resultados obtenidos por Newton Sin embargo, durante los 150 años que transcurren entre Copérnico y Newton, no sólo cambia la imagen del mundo. Entrelazado con dicha mutación se encuentra el cambio —también en este caso, lento, tortuoso, pero decisivo— de las ideas sobre el hombre, sobre la ciencia, sobre el hombre de ciencia, sobre el trabajo científico y las instituciones científicas, sobre las relaciones entre ciencia y sociedad, sobre las relaciones entre ciencia y filosofía y entre saber científico y fe religiosa.
1) Copérnico desplaza la Tierra del centro del universo, con lo que también quita de allí al hombre. La Tierra ya no es el centro del universo, sino un cuerpo celestial como los demás. Ya no es, en especial, aquel centro del universo creado por Dios en función de un hombre concebido como culminación de la creación y a cuyo servicio estaría todo el universo. Y si la Tierra ya no es el lugar privilegiado de la creación, si ya no se diferencia de los demás cuerpos celestes, ¿no podría ser que existiesen otros hombres, en otros planetas? Y si esto fuese así, ¿cómo compaginarlo con la verdad de la narración bíblica sobre la paternidad de Adán y Eva con respecto a todos los hombres? ¿Cómo es que Dios, que bajó a esta Tierra para redimir a los hombres, podría haber redimido a otros hombres hipotéticos? Estos interrogantes ya habían aparecido con el descubrimiento de los «salvajes» de América, descubriendo que, además de provocar cambios políticos y económicos, planteará inevitables cuestiones religiosas y antropológicas a la cultura occidental, colocándola ante la experiencia de la diversidad. Y cuando Bruno haga caer las fronteras del mundo y convierta en infinito al universo, el pensamiento tradicional se verá obligado a hallar una nueva morada para Dios.
2) Cambia la imagen del mundo y cambia la imagen del hombre. Más aún: cambia paulatinamente la imagen de la ciencia. La revolución científica no sólo consiste en llegar a teorías nuevas y distintas a las anteriores, acerca del universo astronómico, la dinámica, el cuerpo humano, o incluso sobre la composición de la Tierra. La revolución científica, al mismo tiempo, constituye una revolución en la noción de saber, de ciencia. La ciencia —y tal es el resultado de la revolución científica, que Galileo hará explícito con claridad meridiana— ya no es una privilegiada intuición del mago o astrólogo individual que se ve iluminado, ni el comentario a un filósofo (Aristóteles) que ha dicho la verdad y toda la verdad, y tampoco es un discurso sobre «el mundo de papel», sino más bien una indagación y un razonamiento sobre el mundo de la naturaleza. Esta imagen de la ciencia no surge de golpe, sino que aparece gradualmente, mediante un crisol tempestuoso de nociones y de ideas donde se combinan misticismo, hermetismo, astrología, magia y sobre todo temas provenientes de la filosofía neoplatónica. Se trata de un proceso realmente complejo cuya consecuencia, como decíamos hace un momento, es la fundación galileana del método científico y, por tanto, la autonomía de la ciencia con respecto a las proposiciones de fe y las concepciones filosóficas. El razonamiento científico se constituye como tal en la medida en que avanza —como afirmó Galileo— basándose en «experiencias sensatas» y en las «necesarias demostraciones». La experiencia de Galileo consiste en el experimento. La ciencia es ciencia experimental. A través del experimento, los científicos tienden a obtener proposiciones verdaderas acerca del mundo. Esta nueva imagen de la ciencia, elaborada mediante teorías sistemáticamente controladas a través de experimentos, «representaba el certificado de nacimiento de un tipo de saber entendido como construcción perfectible, que surge gracias a la colaboración de los ingenios, que necesita un lenguaje específico y riguroso, que requiere para sobrevivir y crecer en sí mismo instituciones específicas propias (...). Un tipo de saber (...) que cree en la capacidad de crecimiento del conocimiento, que no se fundamenta en el mero rechazo de las teorías precedentes, sino en su substitución a través de teorías más amplias, que sean más fuertes desde el punto de vista lógico y que tengan un mayor contenido controlable» (Paolo Rossi).
3) Con la revolución científica «se abrieron camino las categorías, los métodos, las instituciones, los modos de pensar y las valoraciones que se relacionan con aquel fenómeno que, después de la revolución científica, acostumbramos a denominar ciencia moderna» (Paolo Rossi). El rasgo más peculiar del fenómeno constituido por la ciencia moderna consiste precisamente en el método: éste exige, por una parte, imaginación y creación de hipótesis, y por la otra, un control público de dicha imaginación. La ciencia en su esencia es algo público; es pública por razón de su método. Se trata de una noción de ciencia regulada metodológicamente y públicamente controlable, que exige nuevas instituciones científicas: academias, laboratorios, contactos internacionales (piénsese en la gran cantidad de importantes epistolarios). Es sobre la base del método experimental donde se fundamenta la autonomía de la ciencia: ésta halla sus verdades con independencia de la filosofía y de la fe. No obstante, esta independencia muy pronto se transforma en colisión, enfrentamiento que en el «caso Galileo» se convierte en tragedia. Cuando Copérnico publica su De Revolutionibus, el teólogo luterano Andreas Osiander se apresura a redactarle un Prólogo en el que afirma que la teoría copernicana, contraria a la cosmología que aparece en la Biblia, no debe considerarse como una descripción verdadera del mundo, sino más bien como un instrumento para efectuar previsiones. Tal será la idea que sostendrá también el cardenal Belarmino con respecto a la defensa del copernicanismo que realiza Galileo. Lutero, Melanchthon y Calvino se opondrán de forma tajante a la concepción copernicana. La Iglesia católica procesará en dos ocasiones a Galileo, quien se verá condenado y obligado a una abjuración. Entre Otros factores, nos encontramos ante un enfrentamiento entre dos mundos, entre dos modos de contemplar la realidad, entre dos maneras de concebir la ciencia y la verdad. Para Copérnico, para Kepler y para Galileo, la nueva teoría astronómica no es una simple suposición matemática, no es un mero instrumento de cálculo, útil en todo caso para perfeccionar el calendario, sino una descripción verdadera de la realidad, que se logra a través de un método que no mendiga garantías en el exterior de si mismo . El saber de Aristóteles es una pseudofilosofía y las Escrituras no tienen como función informarnos sobre el mundo, sino que se trata de una palabra de salvación cuyo objetivo es brindar un sentido a la vida de los hombres.
4) Junto con la cosmología aristotélica, la revolución científica provoca un rechazo de las categorías, los principios y las pretensiones esencialistas de la filosofía de Aristóteles. El viejo saber pretendía ser un saber de a ciencia elaborada con teorías y conceptos definitivos. En cambio el proceso de la revolución científica confluirá en la noción de Galileo, quien escribe: «El escudriñar la esencia, lo tengo por empresa no menos imposible y por tarea no menos yana en las substancias elementales próximas, que en las remotísimas y celestiales: y me parece que ignoro por igual la substancia de la Tierra y la de la Luna, la de las nubes elementales como la de las manchas del Sol (...). (Empero), aunque sea inútil pretender investigar la substancia de las manchas solares, ello no impide que nosotros podamos aprehender algunas de sus afecciones, como el lugar, el movimiento, la figura, la magnitud, la opacidad, la mutabilidad, la producción y la desaparición.» En consecuencia, la ciencia ya no versa sobre las esencias o substancias de las cosas y de los fenómenos, sino sobre las cualidades de las cosas y de los acontecimientos que resulten objetiva y públicamente controlables y cuantificables. Tal es la imagen de la ciencia que se configura al final del largo proceso de la revolución científica. Ya no se trata del «qué», sino del «cómo»; la ciencia galileana y postgalileana ya no indagará sobre la substancia, sino sobre la función.
5) Si bien el proceso de la revolución científica constituye asimismo un proceso de rechazo de la filosofía aristotélica, no debemos pensar en absoluto que carezca de supuestos filosóficos. Los artífices de la revolución científica estuvieron ligados también con el pasado, y de diversas formas: se remontan, por ejemplo, a Arquímedes y a Galeno. La obra de Copérnico, la de Kepler o la de Harvey, por ejemplo, están llenas de vestigios de la mística hermética o neoplatónica referente al Sol. Y el gran tema neoplatónico del Dios que hace geometría y que al crear el mundo le imprime un orden matemático y geométrico que el investigador debe des cubrir, caracteriza gran parte de la revolución científica, como por ejemplo la investigación de Copernico, Kepler o Galileo.
6) Por lo tanto, el neoplatonismo —podemos afirmar con cierta cautela— constituye la filosofía de la revolución científica. En cualquier caso, es sin duda el supuesto metafísico que sirve de eje a la revolución científica, es decir, a la revolución astronómica. Sin embargo, las cosas son aún más complejas de lo que hasta ahora hemos ido exponiendo. En efecto, la reciente historiografía más actualizada (Eugenio Garin, por ejemplo, O Frances A. Yates) ha puesto de relieve con abundantes datos la notable presencia de la tradición mágica y hermética en el interior del proceso que conduce a la ciencia moderna Sin duda alguna, habrá quien —como por ejemplo Bacon o Boyle— critique con la máxima aspereza la magia y la alquimia, o quien —como Pierre Bayle— lance invectivas contra las supersticiones de la astrología. Sin embargo, en todos los casos, magia, alquimia y astrología constituyen ingredientes activos en aquel proceso que es la revolución científica. También lo es la tradición hermética, es decir, aquella tradición que, remontándose a Hermes Trismegistos (recordemos que Marsilio Ficino había traducido el Corpus Hermeticum), poseía como principios fundamentales el paralelismo entre macrocosmos y microcosmos, la simpatía cósmica y la noción de universo como ser viviente En el transcurso de la revolución científica, algunos temas y nociones de carácter mágico y hermético —según el diferente contexto cultural en que vivan o revivan— serán utilizados en el origen y el desarrollo de la ciencia moderna. A pesar de todo, esto no siempre era posible o no siempre ocurría. La revolución científica, en resumen, avanza en un marco de ideas que no siempre resultaron funcionales o no lo fueron del todo para el desarrollo de la ciencia moderna. Así, por ejemplo, si Copérnico se remite a la autoridad de Hermes Trismegistos (y también a la filosofía neoplatónica) para legitimar su heliocentrismo, Bacon reprocha a Paracelso (que sin embargo, como veremos, posee ciertos méritos) no tanto el haber deserta do de la experiencia, como el haberla traicionado, el haber corrompido las fuentes de la ciencia y el haber despojado a las mentes de los hombres. De manera similar los astrólogos reaccionaron violentamente ante el «nuevo sistema del mundo». El mundo, gracias a los descubrimientos de Galileo, se volvió más grande, y la cantidad de cuerpos celestes aumentó de manera repentina y muy notable. Este hecho conmocionaba los fundamentos mismos de la astrología, y en consecuencia los astrólogos se rebelaron. Véase a este respecto la carta que el mecenas napolitano G.B. Manso, amigo de Porta, dirige a Paolo Beni, profesor de griego en la universidad de Padua, quien le había puesto al corriente sobre los maravillosos descubrimientos efectuados por Galileo con su telescopio: «Escribiré también un durísimo reproche que me manifiestan todos los astrólogos, y gran parte de los médicos; los cuales, al añadirse tantos planetas nuevos a los que ya antes se conocían, creen que por fuerza la astrología quedará destruida y gran parte de la medicina también caerá, puesto que queda rían eliminadas desde la raíz la distribución de los signos del Zodíaco, sus dignidades esenciales, la cualidad de las naturalezas de las estrellas fijas, el orden de las crónicas, el gobierno de las épocas humanas, los meses de la formación del embrión, las razones de los días críticos, y más de cien y más de mil otras cosas, que dependen del número septenal de los planetas » En realidad, la gradual consolidación de la visión copernicana del mundo reducirá cada vez más el espacio de la astrología. No obstante, también tuvo que luchar contra la astrología. Todo esto implica que la ciencia moderna, autónoma con respecto a la fe, con controles públicos, regulada mediante un método, perfectible y progresiva, con un lenguaje especifico y claro, y con sus instituciones típicas, es de veras la consecuencia de un proceso largo e intrincado, en el que se entrelazan la mística neoplatónica, la tradición hermética, la magia, la alquimia y la astrología. La revolución científica, en definitiva, no es una marcha triunfal. Y mientras se van distinguiendo e investigando sus senderos racionales, es preciso tener siempre en cuenta las eventuales contrapartidas místicas, mágicas herméticas y ocultistas de dichos senderos.
1.2 La formación de un nuevo tipo de saber, que exige la unión de ciencia y técnica
El resultado del proceso cultural que llamamos «revolución científica» es una nueva imagen del mundo que, entre otras cosas, plantea problemas y antropológicos de envergadura. Al mismo tiempo es la pro una nueva imagen de la ciencia: autónoma, pública, controlable va. Sin embargo, la revolución científica constituye precisamente un proceso, y para comprenderlo hay que distinguir en él sus diversos componentes: la tradición hermética, la alquimia, la astrología o la magia, que fueron siendo sucesivamente abandonadas por la ciencia moderna pero que para bien o para mal actuaron sobre su génesis y, por lo menos, sobre su evolución inicial. Empero, hay que seguir avanzando, porque otro rasgo fundamental de la revolución científica lo constituye la formación de un saber —la ciencia— que, a diferencia del saber precedente, el medieval, reúne teoría y práctica, ciencia y técnica, dando origen así a un nuevo tipo de sabio muy distinto al filósofo medieval, al humanista, al mago, al astrólogo, o incluso al artesano o al artista del renacimiento. Este nuevo tipo de sabio, engendrado por la revolución científica, ya no es el mago o el astrólogo poseedor de un saber privado y para iniciados, ni tampoco el profesor universitario que comenta e interpreta los textos del pasado, sino el científico que crea una nueva forma de saber, público, controlable y progresivo, una forma de saber que para resultar válida necesita un control continuo que proceda de la praxis, de la experiencia. La revolución científica crea al científico experimental moderno, cuya experiencia es el experimento, que cada vez se vuelve más riguroso gracias al empleo de nuevos instrumentos de medida cada vez más exactos. El nuevo sabio actúa muy a menudo desde fuera (si no lo hace en contra) de las viejas instituciones del saber, como por ejemplo las universidades. En efecto, «durante los siglos XVI y XVII las universidades y los conventos ya no son, como había sucedido en el medievo, las únicas sedes en las que se elabora y se produce cultura; el ingeniero o el artista-ingeniero que proyecta canales, diques, fortificaciones, llega a asumir una posición de prestigio igual o superior a la del médico, del astrónomo de la corte o del profesor universitario Las condiciones de existencia y el papel social de artistas, artesanos y científicos de diversas clases sufren, a lo largo de estos siglos, una serie de profundas modificaciones» (Paolo Rossi). Antes del período que estamos tratando, las artes liberales (el trabajo intelectual) se habían distinguido de las artes mecánicas. Estas últimas son bajas, viles, implican un trabajo manual y un contacto con la materia; se identifican con el trabajo servil constituido por las operaciones manuales. Las artes mecánicas son indignas de un hombre libre. No obstante, durante el proceso de la revolución científica desaparece tal separación: la experiencia del nuevo científico consiste en el experimento, y éste exige una serie de operaciones y de medidas. El nuevo saber y la unión entre teoría y práctica —que a menudo desemboca en una cooperación entre científicos por una parte, y artesanos superiores (ingenieros, artistas, técnicos en hidráulica, arquitectos, etc.) por la otra— son, por lo tanto, una misma cosa. Se trata de la misma noción de saber experimental, públicamente controlable, que modifica el status de las artes mecánicas.
1.3. Científicos y artesanos
E. Zilsel sostuvo que «durante el siglo XVI, bajo la presión del desarrollo tecnológico, comenzó a agrietarse el muro que desde la antigüedad venía separando las artes liberales de las mecánicas». El saber que posee un carácter público, participativo y progresivo, habría nacido primero entre los artesanos superiores (navegantes, ingenieros constructores de fortificaciones, técnicos artilleros, agrimensores, arquitectos, artistas, etc.) y, a continuación, habría influido sobre la transformación de las artes liberales. Ahora bien, el contacto o, mejor dicho, el enfrentamiento entre saber científico y técnico, entre el intelectual y el artesano, es un hecho que se da en la revolución científica. Lo que importa, sin embargo, es la naturaleza de dicho contacto. ¿Fueron los artesanos quienes brindaron el nuevo tipo de saber a quienes practicaban las artes liberales? O fue acaso la sociedad, es decir, la clase burguesa en ascenso, la que impuso como saber general el que era específico de los artesanos superiores? Por lo que se refiere al nexo entre ciencia y sociedad, sirve muy poco el proclamar su existencia, «y tampoco parece demasiado útil en vista de una posible solución el desenfado de quienes pretenden agotar todo trabajo posible en esta línea, etiquetando como «burgués» a cualquier intelectual que le haya tocado vivir en el amplio período de tiempo que transcurre entre Guillermo de Ockham y Albert Einstein. Investigar las conexiones entre la relatividad galileana, la doctrina cartesiana de los vértices o los axiomas newtonianos del movimiento, y las condiciones sociales y la evolución tecnológica de la sociedad italiana, francesa e inglesa del siglo XVII, carece de un sentido específico. La introducción de la pólvora y la aparición del cañón no sirven, sin duda, para explicar el nacimiento de la nueva ciencia dinámica, ni las necesidades de la navegación o las exigencias de la reforma del calendario dan razón de los siete axiomas de la astronomía copernicana, al igual que la revolucionaria novedad de las teorías de Galileo o de Newton no está motivada por las visitas de Galileo al arsenal de Venecia, por la constatación de que una bomba no puede elevar el agua por encima de treinta pies, o por la actividad de Newton en la casa de la moneda de Londres» (Paolo Rossi).
Examinemos la tesis de quienes afirman que la ciencia que halla en Galileo su típico investigador práctico y en Bacon y Newton sus teorizado- res metodológicos y sus filósofos, sería la ciencia del artesano o del ingeniero, del horno faber del renacimiento «dominador de la naturaleza», del hombre que coloca la vida activa en el lugar de la vida contemplativa. Esta tesis la defienden, en el marco de pensamientos muy diferentes, L. Laberthonni y Edgard Zilsel. A ella se opone otra tesis según la cual «la ciencia no fue hecha por ingenieros y por artesanos», sino por científicos: Kepler, Galileo, Descartes, etc. Esto es lo que afirma A. Koyré: «La nueva balística no fue inventada por operarios o artilleros, sino en contra de ellos. Y Galileo no aprendió su profesión de la gente que trabajaba en arsenales y en los astilleros de Venecia. Al contrario: se la enseñó a ellos.» Naturalmente, añade Koyré, «la ciencia de Galileo y de Descartes de una grandísima importancia para la ingeniería y para la técnica; en conclusión, produjo una revolución en la técnica; no obstante, fue creada y desarrollada por teóricos y por filósofos, no por técnicos e ingenieros». Al subrayar el papel de los artesanos en la formación de la noción de una ciencia perfeccionable (y por lo tanto, progresiva), que fue obra de generaciones enteras de investigadores, «Zilsel prestó (...) una escasa consideración al hecho de que esa misma idea se había ido consolidando a través de empresa con un carácter más académico» (A.C. Keller). En cualquier hipótesis, no fueron los técnicos del arsenal quienes crearon el principio duda, Galileo frecuentaba el arsenal, y las conversaciones con los técnicos que allí trabajaban —como dice él mismo— «me han ayudado en diversas ocasiones para investigar la razón de efectos no sólo maravillosos sino también recónditos y casi inimaginables». Las técnicas, los hallazgos y los procesos que se dan en el arsenal ayudan a la reflexión teórica de Galileo. Asimismo, le plantean nuevos problemas: «Es verdad que a veces me ha llevado a la confusión y a la desesperación el no darme cuenta de cómo puede ser aquello que, alejado de toda opinión mía, los sentidos me demuestran que es cierto.» Los ópticos fueron quienes descubrieron el hecho de que, si se colocan de forma oportuna dos lentes, las cosas que están lejos se acercan, pero por qué funcionan así las lentes fue algo que no descubrieron los ópticos, y tampoco Galileo: fue Kepler quien comprendió las leyes del funcionamiento de las lentes. Tampoco los técnicos que excavaban pozos comprendieron por qué las bombas no elevaban el agua por encima de los diez metros y treinta y seis centímetros. Tuvo que ser Torricelli quien demostrase que la longitud máxima de 34 pies (= 10,36 m) de la columna de agua en el interior de un cilindro revela sencillamente la presión total de la atmósfera sobre la superficie del pozo. ¿Y cuántos navegantes expertos tuvieron que luchar con las mareas altas y bajas? Sin embargo, únicamente con Newton se llegó a una correcta teoría sobre las mareas (Kepler, sin embargo, la había vislumbrado; hay que recordar que Galileo ofreció una explicación equivocada). Se trata, pues, de dos tesis sobre un solo hecho, la aproximación entre técnica y saber, entre artesanos e intelectuales, fenómeno típico de la revolución científica.
En nuestra opinión, esta aproximación, esta fusión entre técnica y saber, constituye precisamente la ciencia moderna. Una ciencia que se basa sobre el experimento exige, en sí misma, técnicas de comprobación, aquellas operaciones manuales e instrumentales que sirven para controlar una teoría. Requiere, por lo tanto, saber unido con tecnología. Entonces, empero, ¿quién creó la ciencia? La respuesta más plausible parece ser la de Koyré: los científicos fueron quienes crearon la ciencia. Sin embargo, ésta surgió y se desarrolló porque encontró también toda una base tecnológica, una serie de máquinas y de instrumentos que constituían para ella una especie de base empírica para la prueba, que ofrecían técnicas de comprobación y que en ocasiones planteaban nuevos problemas, profundos y fecundos. Galileo no aprendió la dinámica de los técnicos del arsenal, al igual que Darwin más adelante no aprenderá de los criadores de animales la teoría de la evolución. Empero, así como Darwin hablaba con los criadores, Galileo visitaba el arsenal. No se trata de un hecho banal. El técnico es aquel que sabe «qué», y a menudo, también sabe «cómo». EJ científico, sin embargo, es el que sabe «por qué». En nuestros días, un electricista sabe muchas cosas sobre las aplicaciones de la corriente eléctrica y sabe cómo construir un aparato, pero ¿qué electricista sabe por qué la corriente funciona como funciona o sabe algo sobre la naturaleza de la luz?
1.4. Una nueva forma de saber y una nueva figura de sabio
En sus Discursos en torno a dos nuevas ciencias, Galileo escribe: «i réceme, señores venecianos, que la práctica frecuente de vuestro famoso arsenal, abre un amplio campo al filosofar de los intelectos especulativos en particular en lo que se refiere a la mecánica; allí, gran número de artífices ponen continuamente en ejercicio toda clase de instrumentos y de máquinas, y entre ellos —gracias a las observaciones hechas por sus antecesores, así como a las que realizan continuamente por su cuenta— es obligado que haya hombres de enorme pericia y de un razonamiento muy perfeccionado.» De igual modo, «hombres de enorme pericia y de razonamiento muy perfeccionado» se ponen de manifiesto a través de «los escritos de Brunelleschi, Ghiberti, Piero della Francesca, Leonardo, Cellini, Lomazzo, las obras sobre arquitectura de Leon Battista Alberti, de Filarete y de Francesco de Giorgio Martini, el libro sobre máquinas milita res de Valturio de Rimini (impreso por vez primera en 1472), el tratado de Durero sobre las fortificaciones (1527), la Pirotechnia de Biringuccio (1540), la obra sobre balística de Niccoló Tartaglia (1537), los tratados de ingeniería minera de Georg Agricola (1546 y 1556), las Diversas y artificiosas máquinas de Agostino Ramelli (1588), los tratados sobre el arte de la navegación de William Barlow (1597) y Thomas Harriot (1594), la obra sobre la declinación de la aguja magnética del ex marino y constructor de brújulas Robert Norman (1581)» (Paolo Rossi). La ciencia es obra de los científicos. La ciencia experimental adquiere validez a través de los experimentos. Estos consisten en técnicas de comprobación como resultado de operaciones manuales e instrumentales que se llevan a cabo mediante objetos y sobre éstos. La revolución científica constituye precisamente un proceso histórico del que emerge la ciencia experimental, es decir, una nueva forma de saber, nueva y distinta del saber religioso, del metafísico, del astrológico y mágico, y también del técnico y artesanal. La ciencia moderna, tal como se configura al final de la revolución científica, ha dejado de ser el saber de las universidades, pero no puede reducirse tampoco a la mera práctica de los artesanos. Se trata de un saber nuevo que, uniendo teoría y práctica, sirve por una parte para poner en contacto las teorías con la realidad, volviéndolas públicas, controlables, progresivas y participativas. Por otro lado, introduce en el saber y en el conocimiento (en cuanto banco de pruebas de las teorías y de sus aplicaciones) diversos hallazgos de las artes mecánicas y artesanales, confiriendo a estas un nuevo status epistemológico e incluso social. Resulta evidente que la génesis, el desarrollo y el éxito de esta nueva forma de saber son paralelos a los Opios de una nueva figura de sabio y, asimismo, a nuevas instituciones que se proponen como mínimo controlar los diversos segmentos de este saber en formación «En aquella época, para llegar a ser ‘científicos’ no requerían el latín o la matemática, ni un conocimiento amplio de los libros, ni una cátedra universitaria. Publicar en las actas de las academias y la pertenencia a las sociedades científicas estaba abierto a todos, profesores, experimentadores, artesanos, curiosos y aficionados» (Paolo Rossi trata de un proceso complicado que a menudo se lleva a cabo fuera de las universidades, «ajenas —sigue diciendo Rossi— a las doctrinas de la nueva filosofía mecánica y experimental que iba difundiéndose a través de los libros, las publicaciones periódicas, las cartas privadas, las actas de las sociedades científicas, pero no ciertamente a través de los cursos universitarios. Los observatorios, los laboratorios, los museos, los talleres, los lugares de discusión y de debate a menudo nacieron fuera de las universidades y, en algún caso, en contra de ellas». Sin embargo, a pesar de esta ruptura no debemos olvidar aquellos elementos de continuidad que enlazan la revolución científica con el pasado. Se trata de un retorno a autores y a textos que resultan aprovechables en beneficio de la nueva perspectiva cultural: Euclides, Arquímedes, Vitrubio, Herón, etc.
1.5. La legitimación de los instrumentos científicos y su uso
El nexo que se establece entre teoría y práctica, entre saber y técnica, da cuenta de otro fenómeno evidente creado por la revolución científica y que en parte se identifica con aquél. Nos estamos refiriendo a aquel fenómeno mediante el cual comprobamos que el nacimiento y la fundamentación de la ciencia moderna se ven acompañados por un repentino crecimiento de la instrumentación, en el sentido de que a la fase de constante perfeccionamiento y de lenta evolución de los instrumentos (por ejemplo, el compás, la balanza, los relojes mecánicos, los astrolabios, los hornos, etc.) que había sido típica del pasado le sigue, en el siglo XVII, «de forma casi imprevista, una fase de rápida invención» (Paolo Rossi). A principios del siglo XVI la instrumentación se reducía a unos cuantos elementos liga dos con la observación astronómica y con los relevamientos topográficos; en mecánica, se utilizaban palancas y poleas. En pocos años, empero, aparecen el telescopio de Galileo (1610); el microscopio de Malpighi (1660), de Hooke (1665) y de van Leeuwenhoek; el péndulo cicloidal de Huygens se remonta a 1673; en 1638 Castelli describe el termómetro de aire galileano; en 1632 Jean Rey crea el termómetro de agua y en 1666 Magalotti inventa el termómetro de alcohol; el barómetro de Torricelli es de 1643; Robert Boyle describe la bomba neumática en 1660.
Empero, lo que interesa a efectos de una historia de las ideas no es tanto una enumeración de instrumentos —que podría ser muy larga— sino más bien comprender que los instrumentos científicos, en el transcurso de la revolución científica, se convierten en parte integrante del saber científico: no existe el saber científico por una parte y, junto a él, los instrumentos. El instrumento está dentro de la teoría; se convierte él mismo en teoría. En una nota manuscrita de Vincenzo Viviani, miembro de la Accademia del Cimento de Florencia, leemos lo siguiente: «Preguntar al Gonfia (un hábil soplador de vidrio): Cuál es el líquido que se eleva con más rapidez por la acción del calor, al recibir el calor del ambiente.» Más adelante, en estas mismas páginas, veremos la valiente operación de Galileo, que logró llevar a través de un mar de inconvenientes una serie de «viles mecanismos» como el telescopio al interior del saber, utilizándolos con finalidades cognoscitivas, si bien al principio les hace propaganda mencionando sus objetivos prácticos, por ejemplo, de carácter militar. Por su parte, en la introducción a la primera edición de los Principia, Newton se opuso a la distinción que los antiguos efectuaban entre una mecánica racional y una mecánica práctica.
Profundicemos en cierta medida en la teoría, o en las teorías, de los instrumentos que se encuentran en el interior de la revolución científica. La primera idea acerca de los instrumentos que aflora en los escritos de algunos grandes exponentes de la revolución científica afirma que el instrumento es una ayuda y una potenciación de los sentidos. Galileo sostiene que en la utilización de las máquinas antiguas, como la palanca o el plano inclinado, «la ventaja mayor que nos aportan los instrumentos mecánicos consiste en algo que sirve al moviente (...) como cuando empleamos el curso de un río para hacer girar un molino, o la fuerza de un caballo para hacer algo que no podrían lograr cuatro o seis hombres». El instrumento pues, se nos presenta aquí como una ayuda a los sentidos. En lo que respecta al telescopio, Galileo escribe que «es algo hermosísimo y atrayente de contemplar, poder mirar el cuerpo lunar, que está a una distancia de nosotros de casi sesenta semidiámetros terrestres, desde tan cerca como si sólo nos separasen de él dos semidiámetros». Hooke se mueve en la misma línea, cuando afirma que «lo que primero hay que hacer con relación a los sentidos es un intento de suplir su debilidad con instrumentos, agregando órganos artificiales a los naturales».
Por otra parte, interpretaciones que utilizan un aparato técnico más complejo —como la que efectúa A.C. Crombie— han demostrado que algunas de las «experiencias sensatas» de Galileo (por ejemplo, los experimentos sobre la ley de la caída de los graves) implican un uso del instrumento no como una potenciación de los sentidos, sino como un ingenioso medio «para correlacionar magnitudes esencialmente distintas (es decir, no homogéneas y, por lo tanto, no comparables según los cánones de la antigua ciencia), como por ejemplo el espacio y el tiempo, a través de una diferente concepción de las representaciones espacio temporales y la idea de correlacionar sus medidas» (S. D’Agostino).
Al hablar de la instrumentación científica, no se puede dejar de mencionar el hecho de que la utilización de instrumentos ópticos como el prisma o las láminas delgadas se ve acompañada por reflexiones —en Newton, por ejemplo— que consideran que el instrumento no es tanto una potenciación del sentido como un medio que sirve para liberarse de los engaños oculares: «Un ejemplo representativo consiste en el uso newtoniano del prisma como instrumento que, a diferencia del ojo, distingue entre colores homogéneos (los colores puros) y no homogéneos, el verde (puro) espectral de aquel que resulta de la composición entre azul y amarillo» (S. D’Agostino). En este sentido, pues, el instrumento aparece como medio que, adentrándose en los objetos y no sólo aplicándose a más objetos, garantiza una mayor objetividad en contra de los sentidos y sus testimonios.
Las cosas no quedarán aquí, sin embargo. En la importante polémica que se produce entre Newton y Hooke acerca de la teoría de los colores y acerca del funcionamiento del prisma aparece otro elemento de la teoría de los instrumentos, elemento que estaría destinado a ejercer una función de primer orden en la física contemporánea. Se trata del tema del instrumento como perturbador del objeto investigado y, por consiguiente, el tema del posible control del instrumento perturbador. Hooke apreciaba los experimentos de Newton con el prisma, debido a su precisión y su elegancia, pero lo que le discutía era la hipótesis según la cual la luz blanca poseía una naturaleza compuesta y que, en cualquier caso, ésta pudiese ser la única hipótesis correcta. Hooke no creía que el color constituyese una propiedad originaria de los rayos de luz. En su opinión, la luz blanca está producida por el movimiento de las partículas que componen el prisma. Esto significa que la dispersión de los colores sería consecuencia de una perturbación provocada por el prisma. Hoy diríamos que «el prisma analiza en la medida en que modula» (S. D’Agostino). Para concluir, digamos que en el transcurso de la revolución científica vemos cómo entran los instrumentos dentro de la ciencia: la revolución científica legitima a los instrumentos científicos. Por una parte, se concibe a algunos instrumentos en tanto que potenciación de nuestros sentidos. Por otro lado, surgen dos nuevos temas: el instrumento contrapuesto a los sentidos y el instrumento como perturbador del objeto que se investiga. Estos dos últimos temas se volverán a plantear con frecuencia en la posterior evolución de la física.
2. LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA Y LA TRADICIÓN MÁGICO-HERMÉTICA
2.1. Presencia y rechazo de la tradición mágico-hermética
Todo lo que hemos venido diciendo aquí sobre la magia no debe hacer pensar que, durante el período que analizamos ahora, la magia haya ido por un lado y la ciencia por otro. La ciencia moderna —con la imagen que de ella brindara Galileo y que consolidara Newton— y tal como se ha dicho antes, es un resultado del proceso de la revolución científica En el transcurso de tal proceso, a medida que va tomando consistencia esta nueva forma de saber que es la ciencia moderna, la otra forma de saber —esto es, la magia— será gradualmente calificada de pseudociencia y de saber espu-rio, y se luchara en contra de ella Sin embargo, los lazos entre filosofía neoplatónica, hermetismo, tradición cabalística, magia, astrología y alquimia, junto con las teorías empíricas y la nueva idea de saber que se va abriendo camino en este tejido cultural, sólo pueden irse desatando con lentitud y esfuerzo. En efecto, prescindiendo del componente neoplatónico que está en la base de toda la revolución astronómica, en la actualidad ya no se puede negar el peso relevante que ha ejercido el pensamiento mágico hermético incluso en los exponentes más representativos de la revolución científica. Además de astrónomo, Copérnico también fue médico y practico la medicina por medio de la teoría de los influjos astrales. No es que exista un Copernico médico que se comporte como astrólogo y un Copernico astrónomo que se conduzca como un científico puro (en la forma en que nosotros concebimos al científico): cuando Copernico se propone justificar la centralidad del Sol en el universo, se remite asimismo a la autoridad de Hermes Trismegistos, que llama «Dios visible» al Sol. Por su parte, Kepler conocía bien el Corpus Hermeticum; buena parte su labor consistió en compilar efemérides; y cuando contrajo matrimonio en segundas nupcias, tomó consejo de sus amigos, pero también consulto a las estrellas. En especial, su concepción de la armonía de las esferas halla colmada de misticismo neopitagórico. En el Mysterium Cosmographicum, con respecto a su investigación referente «al número, la extensiones y el período de los orbes», sostendrá: «La admirable armonía de las cosas inmóviles —el Sol, las estrellas fijas y el espacio— que se corresponden con la Trinidad de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo me dio ánimos en este intento.» El maestro de Kepler, Tycho Brahe, también estaba convencido del influjo que los astros tenían sobre la marcha de las sobre los acontecimientos humanos; en la aparición de la estrella nova de 1572 vio paz y riqueza. Los horóscopos de Kepler eran muy estimados, pero también Galileo tenía que elaborar horóscopos en la corte de los Medici. William Harvey, el descubridor de la circulación de la sangre, en el prólogo a su gran obra De motu cordis atacó con gran rigor la idea de que había espíritus que regían las distintas operaciones del organismo («Suele suceder que, cuando los necios e ignorantes no saben cómo explicar un hecho, entonces apelan a los espíritus, causas y artífices de todo, que salen a escena como resultado de extrañas historias, como el Deus ex machina de los poetastros»). Empero, siguiendo las huellas de la concepción solar de la tradición neoplatónica y hermética, escribe que «el corazón (...) bien puede ser designado como principio de la vida y el Sol del microcosmos, de forma análoga a como puede designarse corazón del mundo al Sol». También en el pensamiento de Newton estarán presentes el hermetismo y la alquimia.
Por lo tanto, constituye un hecho indudable la presencia de la tradición neoplatónica y de la neopitagórica, del pensamiento hermético y de la tradición mágica a lo largo del proceso de la revolución científica. Una vez establecido esto, veremos cómo algunas de estas ideas son aprovechables para la creación de las ciencias: pensemos en el Dios que hace geometría del neoplatonismo; la naturaleza que se manifiesta a través de los números de los pitagóricos; el culto neoplatónico y hermético al Sol; la noción keplenana de la armonía de las esferas; la idea del contagium de Fracastoro; la concepción del cuerpo humano como un sistema químico, o la idea de la especificidad de las enfermedades y de sus remedios correspondientes, que fueron propuestas y defendidas a través de la iatroquímica de Palacelso, etc. Por otro lado, el proceso de la revolución científica —que lleva a su madurez, en la praxis y en la teoría, a aquella única forma de saber que es la ciencia moderna— de una forma gradual va detectando, criticando y suprimiendo el pensamiento mágico. Por ejemplo, Kepler le manifiesta una lúcida conciencia acerca de que, mientras el pensamiento mágico queda apresado en el torbellino de los «tenebrosos enigmas de las cosas», «en cambio yo me esfuerzo por llevar a la claridad del intelecto cosas que están envueltas en obscuridad». Según Kepler, la tenebrosidad es el rasgo distintivo del pensamiento de los alquimistas, los herméticos y los seguidores de Paracelso, mientras que el pensamiento de los matemáticos se distingue por su claridad. Boyle también atacará a Paracelso. Y aunque Galileo se viese obligado a redactar horóscopos, en sus escritos se muestra del todo ajeno al pensamiento mágico. Lo mismo hay que decir de Descartes.
Pierre Bayle (1647-1706), en sus Diversos pensamientos sobre el cometa (1682), efectuó un riguroso ataque contra la astrología: «Sostengo que los presagios específicos de los cometas, al no apoyarse en otra cosa que en los principios de la astrología, no pueden ser más que extremadamente ridículos (...) sin que haya que repetir todo lo que ya he dicho sobre la libertad del hombre (y que sería suficiente para decidir nuestra cuestión), ¿cómo se puede imaginar que un cometa sea la causa de guerras que estallan en el mundo uno o dos años después de que el cometa haya desaparecido? ¿Cómo puede ser que los cometas sean causa de la prodigiosa diversidad de acontecimientos que se producen a lo largo de una guerra prolongada? ¿No es bien sabido, acaso, que si se intercepta una carta puede fracasar todo el plan de una campaña de operaciones? ¿O que una orden que se ejecute una hora más tarde de lo necesario hace que fracasen proyectos laboriosamente elaborados? ¿O que la muerte de un solo hombre puede variar el signo de una situación, y que a veces una tontería —la más fortuita que pueda darse— hace que no se gane una batalla, lo cual provoca una infinidad de males? ¿Cómo puede pretenderse que los átomos de un cometa, que giran en el aire, produzcan todos estos efectos?» Las reglas de la astrología, en opinión de Bayle, son sencillamente miserables. Más tarde, también Bacon se mostró muy duro en contra del pensamiento mágico. Según este autor, «los métodos y los procedimientos de las artes mecánicas, y sus rasgos de progresividad y de intersubjetividad proporcionan el modelo al que se ajusta la nueva cultura» (Paolo Rossi). En opinión de Bacon, la ciencia está formada por aportaciones individua les que, integrándose en el patrimonio cognoscitivo de la humanidad, ayudan al éxito y al bienestar de ésta. Por ello, Bacon no condena los fines nobles de la magia, la astrología y la alquimia, pero rechaza con decisión su ideal del saber, que pertenecería a un individuo iluminado, y por lo tanto es ajeno al control público de la experiencia, mostrándose arbitrario y obscuro. A la genialidad incontrolada Bacon opone la publicidad del saber; al individuo iluminado, contrapone una comunidad científica que actúa según reglas reconocidas por todos; a la obscuridad, la claridad; a la síntesis apresurada, la cautela y el paciente control. «Esta imagen de la ciencia, y la ética que de ella se derivaba, fue compartida en grados diversos por los iniciadores de la ciencia moderna. Para Boyle y para Newton, para Descartes y para Galileo, para Hooke y para Borelli, el rigor lógico, la publicidad de los métodos y de los resultados, la voluntad de claridad fueron cosas que había que afirmar dentro de un mundo y de una cultura que no las aceptaba como cosas obvias, en los cuales prosperaban creencias, actitudes y visiones del mundo que manifestaban un contraste radical con la ciencia, y que parecían constituir frente a ella una alternativa real para la cultura» (Paolo Rossi).
2.2. Las características de la astrología y de la magia
En el marco de las ideas del siglo XVI resulta imposible delimitar las distintas disciplinas científicas, cosa que más tarde sí se hizo posible. En la cultura del XVI tampoco se puede trazar una separación demasiado nítida «entre el conjunto de las ciencias, por un lado, y la reflexión especulativa y mágico-astrológica por el otro. La magia y la medicina, la alquimia y las ciencias naturales, y hasta la astrología y la astronomía actúan en una especie de simbiosis estrecha, en la que se entrelazan mutuamente, de un modo con frecuencia inextricable, prácticas investigadoras que en la actualidad valoraríamos de maneras muy diferentes, desde un perfil teórico epistemológico. No sorprenderá a nadie, entonces, que muchos estudiosos de esa época pasen con notable facilidad desde el ámbito de investigaciones definibles como científicas, a ámbitos disciplinares de un tipo distinto que no se ajustan a los criterios modernos de cientificidad» (C Vasoli). Entre el medievo y la edad moderna, el renacimiento colocó ideas de la tradición neoplatónica ideas procedentes de la cábala y la tradición hermética, e ideas mágicas y astrológicas, con mucha frecuencia vinculadas con el pasado. Se trata de nociones que la historiografía más actual reconoce como ingrediente imposible de eliminar de la revolución científica. Vemos, así, que cada disciplina o conjunto de teorías (en un sentido moderno) posee su contrapartida ocultista. Sin lugar a dudas, una de las consecuencias más maduras de la revolución científica consistirá en la gradual (y, en cierto modo, nunca total ni definitiva) expulsión de las ideas rnágico-herméticas-astrológicas del seno de la ciencia. No obstante, se plantea también otro problema: ¿habría surgido acaso la ciencia moderna, si no se hubiese producido la ruptura que dichas ideas implicaron con respecto al mundo medieval? Dentro de poco veremos de qué manera la revolución astronómica hallará su garantía filosófica en el platonismo y en el neoplatonismo. ¿Acaso no resultó fecundo para la ciencia el programa de Paracelso, que veía el cuerpo humano como un sistema químico? No siempre los principios no científicos, las fantasías absurdas y los sistemas que parecen apoyarse en el vacío constituyen obstáculos para el desarrollo de la ciencia. Existen ideas no científicas que se muestran fecundas para la ciencia, que influyen positivamente sobre su evolución. Y aunque una de las características de la ciencia moderna sea su lenguaje claro, específico, controlable, no cabe excluir que ciertas ideas confusas puedan resultar útiles para la génesis de algunas teorías científicas. En la época actual, ha habido quien ha puesto de manifiesto los méritos de la confusión; en realidad, puede suceder que la claridad sea quizás el último refugio de quien no tiene nada que decir. A finales del siglo XIX, el filósofo norteamericano Charles S. Peirce escribió: «Dadme un pueblo cuya medicina originaria no esté mezclada con la magia y los encantamientos, y hallaré un pueblo carente de toda capacidad científica.»
1) La astrología, de origen egipcio y caldeo, era para los hombres de los siglos XV YXVI una ciencia, es decir, auténtico saber. Desde la antigüedad están ligadas astrología y astronomía. Ptolomeo, como sabemos, fue autor de un famoso y enormemente influyente tratado de astronomía, el Almagesto. Sin embargo, también escribió un voluminoso tratado de astrología (el Tetrabiblon) Estaba convencido de que «existe una cierta influencia del cielo sobre todas las cosas que pasan en la Tierra». La estrecha unión que encontramos en la antigüedad entre astrología y astronomía llegan hasta la edad media, la volvemos a encontrar en la época del humanismo y del renacimiento y, a veces, aun más adelante. El astrólogo es aquel que, a través de la observación de los astros compila las efemérides, es decir, aquellas tablas en las que se detalla la posición que asumen día los diversos planetas. Tomando como base estas configuraciones y posiciones de los astros, el astrólogo trataba los temas de nacimiento: qué astros habían estado más cerca de una persona en la fecha de su nacimiento, para a continuación establecer su influjo positivo o negativo sobre la persona, elaborando así el horóscopo de ésta. Entre paréntesis digamos que el actual término «influencia» se origina en este contexto. Durante los siglos XV y XVI, la astrología judicial tuvo gran éxito. Era la que se proponía desvelar el juicio de los astros sobre las personas y al mismo tiempo, sobre los acontecimientos. El astrólogo, en definitiva escudrina en las conjunciones de los astros la marcha de la salud y as personas, pero también la marcha de las estaciones, las conmociones populares, la suerte de los monarcas, las políticas y las religiones, así como las guerras futuras. El astrólogo era quien contemplaba y sabía estas cosas tan importantes, y por ello no hubo príncipe o poderoso que no tuviese su astrólogo de palacio. A la astrología se agregaron otras prácticas adivinatorias, como la fisiognómica. En el De Fato (V, 10) Cicerón habla del fisonomista Zopiro, que afirmaba conocer el carácter de un hombre a través de un examen de su cuerpo y, más en particular, mediante el examen de sus ojos, su frente y su rostro. Durante el renacimiento se cultivó este arte con mucha frecuencia y con indudable éxito. Giovan Battista della Porta, en 1580, publicó su libro Sobre la fisiognómica humana. También en el siglo XVIII —recuérdese a Lavater— estuvo presente la fisiognómica, y sus huellas se descubren hasta en nuestros días. Otras formas de adivinación fueron la quiromancia (la previsión del futuro de una persona a través de las líneas de su mano) y la metoposcopia (la previsión del futuro a través de las arrugas de la frente).
2) El paralelismo entre macrocosmos y microcosmos, la simpatía cósmica y la concepción del universo como un ser viviente son los principios fundamentales del pensamiento hermético, que Marsilio Ficino relanzó con su traducción del Corpus Hermeticum. De acuerdo con dicho pensamiento, esta fuera de toda duda el influjo de los acontecimientos celestiales sobre los sucesos humanos y terrenos. Puesto que el universo es un ser viviente en el que cada parte afecta al resto, cualquier acción e intervención humana producirá sus propios efectos y consecuencias Por eso, si la astrología es la ciencia que pronostica el curso de los acontecimientos, la magia es la ciencia de la intervención sobre las cosas, sobre los hombres y sobre los acontecimientos, con objeto de dominar, dirigir y transformar la realidad según nuestros deseos. La magia es el conocimiento de la manera en que puede actuar el hombre para hacer que las cosas vayan en el sentido que a el le plazca De este modo se configura en la mayoría de los casos como una ciencia que integra en sí el saber astrológico: la astrología indica el curso de los acontecimientos (favorables y desfavorables), y la magia brinda instrumentos de intervención sobre este curso de los acontecimientos. La magia interviene para cambiar aquellas cosas que están escritas en el cielo y que la astrología ha leído. Evidentemente, la intervención sobre el curso de los acontecimientos presupone un conocimiento sobre dicho curso. De esto dependía el prestigio y el enorme éxito de la figura del astrólogo mago, el sabio que domina las estrellas.
2.3. J. Reuchlin y la tradición cabalística; Agrippa: magia blanca y magia negra
La primera figura de mago que posee un cierto interés, el alemán Johann Reuchlin (1455-1522), está relacionada con la cábala. La —que quiere decir «tradición»— es la mística hebraica que, mediante una articulada y compleja simbología, contempla los fenómenos humanos como reflejo de los divinos. Reuchlin (o Capnion, que fue la forma en que se helenizó su nombre) conoció en Italia a Pico de la Mirándola. Quizás hay sido éste quien le introdujo en los estudios cabalísticos. Profesor de Griego en la universidad de Tubinga, Reuchlin es autor de un De arte cabilistíca. Reuchlifl cree que en la cábala se da una revelación divina inmediata; la cábala es la ciencia de la Divinidad: «La cábala es una teología simbólica en la cual no sólo las letras y los nombres, sino también las cosas son signo de las cosas.» Y el conocimiento de estos símbolos puede obtenerse a través del arte cabalístico, el cual —puesto que eleva a quien lo practica al mundo suprasensible, del cual dependen las cosas sensibles— permite obrar cosas milagrosas. El cabalista —escribe Reuchlin en Capnion sive de verbo divino— es un taumaturgo que, si posee una fe intensa, puede obrar milagros en nombre de Jesucristo.
Según el médico, astrólogo, filósofo y alquimista Cornelio Agrippa de Nettesheim (nacido en Colonia en 1486 y fallecido en Grenoble en 1535), las partes del universo se hallan en relación entre sí a través del espíritu que anima al mundo en su totalidad. Al igual que una cuerda en tensión vibra toda ella cuando se la toca en un punto, del mismo modo el universo —escribe Agrippa en su De occulta philosophia— si es tocado en uno de sus extremos resuena en el extremo opuesto. El hombre se halla situado en el centro de aquellos tres mundos que, según la cábala y tal como afirmaban también Pico de la Mirándola y Reuchlin, son el mundo de los elementos, el mundo celestial y el mundo inteligible. En cuanto microcosmos, conoce la fuerza espiritual que penetra y une al mundo, y se sirve de ella para llevar a cabo acciones milagrosas. En esto consiste, pues, la magia que es «la ciencia más perfecta». Esta, en efecto, convierte al hombre en amo de las potencias ocultas que actúan sobre el universo. La ciencia del mago se refiere tanto al mundo de los elementos como al mundo celestial y al inteligible. Como consecuencia, Agrippa habla de tres tipos de magia. La primera es la magia natural: lleva a cabo acciones prodigiosas, empleando el conocimiento de las fuerzas ocultas que animan a los cuerpos materia les. La segunda es la magia celestial: es un conocimiento y control de los influjos ejercidos por los astros. La tercera es la magia religiosa o ceremonial, que se propone mantener a raya y poner en fuga a las fuerzas demoníacas. La magia natural y la magia celestial fueron denominadas «magia blanca». La magia religiosa o ceremonial es aquella que también recibe el nombre de «magia negra» o «nigromántica» Según Agrippa, además, el principio y toda la clave de toda la actividad mágica consistía en la dignificación del hombre, dignificación por la cual el hombre se separa de la carne y de los sentidos, y se eleva mediante una repentina iluminación hasta aquella virtud divina que permite conocer las obras secretas Esta sabiduría revelada debe permanecer en secreto el mago tiene la obligación de no divulgarla «ni el lugar, ni el tiempo, ni la meta que se persigue». El sabio no debe confundirse con los necios y, por consiguiente, escribe Agrippa, «hemos utilizado un estilo que sirve para confundir al necio y en cambio, es comprensible con facilidad por la mente iluminada».
El ideal del saber de Agrippa no es en absoluto el de un saber público, o controlable. Es el ideal de un saber privado, oculto y que debe ocultarse, que carece de un método y de un lenguaje riguroso y público. Se trata de un ideal de saber distinto y muy alejado del de la ciencia moderna. Durante los últimos años de su vida, Agrippa —en el De vanitate ze scientiarum (1527)— condenó el saber y exaltó la fe. Sin embargo, dos años antes de su muerte mandó publicar de nuevo su De oculta philosophia.
2.4. El programa iatroquímico de Paracelso
Sin ninguna duda Paracelso (1493-1541) fue la figura de mago más importante que existió en la época. Theofrasto Bombast von Hohenheim, hijo de médico, y médico él mismo, cambió su nombre por el de Philippus Aureolus Theophrastus Bombastus Paracelsus. Se cambió el nombre por el de Paracelso porque se consideraba más grande que el médico romano Celso. En 1514 trabaja en las minas y los talleres metalúrgicos de Segismundo Fugger, banquero alemán que también es alquimista. Estudió medicina en Basilea, donde enseñó después durante dos años. La ruptura de Paracelso con la tradición se pone de manifiesto con toda evidencia a partir de la época en que se dedicó a la docencia: pronunció sus lecciones en alemán y no en latín; invitó a ellas a los farmacéuticos y los barberos-cirujanos de Basilea; y al igual que Lutero había quemado la bula pontificial, Paracelso inauguró sus enseñanzas quemando los libros de las dos auctoritates en el terreno médico: las obras de Galeno y de Avicena. Por eso se le llamó el «Lutero de la química». Paracelso también fue un gran viajero y tuvo un gran prestigio. Las polémicas que estimuló, provocó o padeció fueron de una enorme ferocidad.
En opinión de Paracelso, la alquimia era la ciencia de la transformación de los metales groseros que se encuentran en la naturaleza, en productos acabados que resulten útiles para la humanidad. No creía que la alquimia pudiese producir oro o plata; según él, es una ciencia de las transformaciones. Su noción de alquimia «abarca todas las técnicas químicas y bioquímicas. El fundidor que transformaba los minerales en metales era alquimista y también lo eran el cocinero y el panadero que preparaban los alimentos con carne y con trigo» (S.F. Mason). Interesado por la magia natural, Paracelso reestructuró la medicina. Rechazó la idea de qué la salud o la enfermedad dependiese del equilibrio o del desorden en los cuatro humores fundamentales y propuso la teoría de que el cuerpo huma no es un sistema químico en el que desempeñan un papel fundamental los dos principios tradicionales de los alquimistas: el azufre y el mercurio, a los que Paracelso añade un tercero, la sal. El mercurio es el principio común a todos los metales; el azufre es principio de la combustibilidad; la sal representa el principio de inmutabilidad y de resistencia al fuego. Las enfermedades aparecen como consecuencia del desequilibrio entre estos tres principios químicos y no por la falta de armonía entre los humores que mencionaban los galénicos. Tanto es así que, en opinión de Paracelso puede restablecerse la salud a través de las medicinas de naturaleza mineral, y no de naturaleza orgánica. (No olvidemos que, todavía en 1618 primera farmacopea londinense enumeraba, entre los medicamentos había que suministrar por vía oral, la bilis, la sangre, los gorgojos y crestas de pollo.) Con Paracelso, pues, nació y se impuso la iatroquímica.
Los iatroquímicos lograron a veces grandes éxitos, si bien las justificaciones de sus teorías —vistas con los ojos de la ciencia actual— parecen basta te fantasiosas. Por ejemplo, basándose en la idea de que el hierro asociado a Marte, el planeta rojo, dios de la guerra cubierto de sangre y hierro, administraron con éxito —y hoy conocemos las razones científicas de dicho éxito— sales de hierro a enfermos de anemia. En la medicina de Paracelso se mezclan elementos teológicos, filosóficos, astrológicos y alquímicos, pero lo importante —importante por lo que vendría a continuación— es que del crisol de ideas de Paracelso haya surgido el programa de investigación centrado en la idea de que el cuerpo humano es un sistema químico. El paso desde un sistema de ideas hasta otro sistema no se produce de golpe: suele ser lento y laborioso. Una idea acertada necesita tiempo para crecer y consolidarse. Al final las ideas iatroquímicas de Paracelso se mostraron más fecundas y más útiles para la ciencia que las constituidas por la teoría de los humores. Paracelso se consideraba un revolucionario que restauraba la doctrina hipocrática en toda su pureza, y los médicos galénicos —según él— «ignoran por completo los grandes secretos de la naturaleza que en estos días de gracia me han sido revelados desde lo Alto». A propósito del revolucionario programa de Paracelso, el epistemólogo contemporáneo Paul K. Feyerabend ha escrito reciente mente: «Innovadores como Paracelso son los que volvieron a ideas anteriores y perfeccionaron la medicina. La ciencia se enriquece en todas partes con métodos no científicos y con resultados no científicos, mientras que procedimientos que a menudo eran considerados como partes esenciales de la ciencia, son tácitamente suspendidos y cambian de dirección.» Otra idea interesante que forma parte del programa iatroquímico de Paracelso es la siguiente: las enfermedades son procesos muy específicos, para las que son útiles remedios también específicos. Esta noción rompía con la tradición en la que se administraban remedios que se suponían buenos para todas las enfermedades y que contenían muchos elementos. Paracelso defendió y practicó la administración de fármacos específicos para en fermedades específicas. También en este caso, aunque la noción de especificidad de las enfermedades y de los remedios se convertirá en una idea triunfante, no tan triunfadora será la justificación en que la base Paracelso. La enfermedad es específica porque cada ente, cada cosa que existe en la naturaleza es un ser viviente autónomo. Puesto que Dios crea las cosas de la nada, las crea como semillas en las que «está grabado desde el principio el objetivo de su utilización y de su función». Cada cosa se desarrolla «a partir de aquello que es en sí misma». Paracelso llama «arqueo» a aquella fuerza que, en el interior de las diversas semillas, estimula el crecimiento. El arqueo es una especie de forma aristotélica materializa El arqueo es el principio vital organizador de la materia, y Paracelso comparas su acción con la del barniz: «Fuimos esculpidos por Dios y colocados en las tres substancias. A continuación, fuimos barnizados de vida.» cabe apreciar, también en el caso de la idea de especificidad de las enfermedades y de los correspondientes remedios —noción que más adelante se convertirá en algo fecundo desde el punto de vista científico— su justificación se halla muy alejada de la ciencia, si la contemplamos desde la perspectiva de la ciencia moderna. Como ocurre a menudo en la historia de la ciencia, también aquí una idea metafísica se revela como madre mala (incontrolable) de hijos buenos (teorías controlables). Paracelso, pues sigue siendo un mago. Pero su magia contiene proyectos cognoscitivos: su iatroquímica quiere revelar los procesos secretos de la naturaleza pero también pretende completarlos artificialmente.
2.5. Tres magos italianos: Fracastoro, Cardano y Della Porta
Gerolamo Fracastoro (1478-1553) fue médico, astrónomo y poeta. De origen noble, siempre vivió en una villa propiedad suya en Verona. Estudió en Padua, donde conoció a Copérnico y trabó amistad con él. En la obra De sympathia et antipathia Fracastoro defiende el influjo recíproco entre las cosas; afirma que se da una atracción entre las cosas semejantes y una repugnancia entre las diferentes. En su opinión, los flujos de átomos son los que establecen las relaciones existentes entre las cosas, de modo que ninguna acción puede llevarse a cabo sin contacto. En 1495, cuando Carlos V rey de Francia, sitió la ciudad de Nápoles, se manifestó una enfermedad nueva y terrible: la sífilis. Se dijo que dicha enfermedad había sido llevada a España por Colón y que los españoles la habían llevado después a Nápoles. Los españoles de Nápoles, luego, la habrían transmitido a los franceses, que llamaron «napolitana» a dicha enfermedad, mientras que para los españoles era el «mal francés». Fracastoro fue el primero que usó el nombre de «sífilis». En 1530 publicó el poema titulado Syphylis sive morbus Gallicus. Sífilo, pastor mitológico, provocó la ira de los dioses y fue castigado con una enfermedad contagiosa y repugnante. El poema no tiene una trama en sentido estricto y la figura de Sífilo no es más que un pretexto que le sirve a Fracastoro para describir la sífilis y el tratamiento de la enfermedad, por medio de mercurio y de guayaco —o palo santo—, un remedio que también se había importado de América, junto con la en enfermedad. Fracastoro no sólo se ocupó de la sífilis; también logró aislar el tifus exantemático. En 1546 publicó su obra maestra de medicina, el De contagione, donde se escriben tres modos de infección: por contacto directo, por «fomes» (a través de la ropa, etc.) o a distancia (corno ocurría, en su opinión, con la viruela o la peste). Fracastoro desarrolla su obra desde una perspectiva filosófica (basada esencialmente en Empédocles). Se trata de una obra «con una magnífica modernidad y, aunque en aquella época no se conocía la existencia de los microbios, Fracastoro admite la existencia de partículas invisibles o seminaria, las simientes de la enfermedad, que se multiplican con rapidez y que propagan sus semejantes. Tuvieron que pasar siglos antes de que ideas tan iluminadas adquiriesen consecuencias prácticas, pero ello no quita que Fracastoro deba ser considerado como el fundador de la moderna epidemiología» (D. Guthrie).
Gerolamo Cardano es otro médico mago que hay que recordar. Nació en Pavía en 1501, fue profesor de medicina en Padua y en Milán, y murió en Roma en 1576. Autor de una autobiografía (De vitapropria), nos dejé diversos escritos, los más importantes de los cuales son el De Subtilitate (1547), el De varietate rerum (1556) y los Arcana aeternitatis. Se trata de «escritos carentes de organización y llenos de digresiones; una especie de enciclopedias sin ningún plan unitario» (N. Abbagnano). Cardano fue un escritor muy fecundo, como lo atestigua su Opera omnia en diez volúmenes densamente impresos. En su tratado de álgebra Ars Magna (1545) expone el método para resolver las ecuaciones de tercer grado, que en realidad había descubierto su rival Tartaglia. Famoso matemático, trece años después del Ars Magna, Cardano pública un libro de naturaleza muy diferente sobre la metoposcopia, la interpretación de las líneas de la cara. Se hizo muy popular su obra De Subtilitate, que un especialista contemporáneo (Douglas Guthrie) ha definido como una especie de «enciclopedia casera» donde puede uno encontrar un poco de todo: cómo marcar la ropa blanca doméstica, la forma de recuperar navíos hundidos, cómo seleccionar hongos, el origen de las montañas, el señalamiento por medio de antorchas, o la junta universal que se conoce con el nombre de «junta cardánica». Su autobiografía es un libro que, aún hoy, se lee con mucho agrado. Cardano se presenta a sí mismo como un hombre excepcional, con poderes sobrenaturales que lo sitúan por encima de los demás mortales, los sucesos de su vida nos lo muestran como alguien siempre acompañado por lo milagroso y lo extraordinario. «Su vida es una de las más singulares de las que se tenga noticia. Mientras oscila de uno a otro extremo, y de contradicción en contradicción, se mezclan en él una sublime sabiduría y absurdos increíbles» (H. Morley). Su infeliz niñez y su dura juventud, la batalla contra la pobreza, la triste experiencia de médico rural, el ascenso a la universidad, la gloria, los descubrimientos matemáticos, la celebridad como médico, la ejecución de su hijo condenado por asesinato, la vejez como pensionista del pontífice en Roma, son cosas todas ellas que Cardano describe en el De vita propria liber (1575), libro que merece ponerse al mismo nivel que aquel otro excepcional documento, la autobiografía de Benvenuto Cellini (D. Guthrie).
He aquí unas pinceladas de la obra, que sirven para darse una idea de su tono. «Durante muchos años me he dedicado a ambos juegos: el ajedrez durante más de cuarenta, y a los dados alrededor de veinticinco, y durante tantos años —no me avergüenza el decirlo he jugado todos los días.» Añade que ha dedicado un libro al ajedrez, en el cual —declara— «he descubierto varios problemas notables». Básicamente misántropo, confiesa: «Si miro al alma, ¿qué animal resulta más malvado, engañador y desleal que el hombre?» Después de la ejecución de su hijo, Cardano no encuentra la paz, por todas partes ve enemigos y conjuras, y no logra dormir: «En 1560, en el mes de mayo, como consecuencia del dolor por la muerte de mi hijo, perdí poco a poco el sueño (...). Pedí entonces a Dios que tuviese misericordia de mí: en efecto, corría el riesgo de que aquel ininterrumpido insomnio me llevase a la muerte o a la locura (...). Le rogué entonces que me hiciese morir, lo cual se le concede a todos los hombres, y fui a tenderme sobre el lecho.» Al dormirse, Cardano oyó una voz que le dice que llevara a la boca la esmeralda que le colgaba del cuello. Realizó esta operación y de inmediato se le pasó el dolor y el penoso recuerdo. Esto sucedía mientras llevaba en la boca la esmeralda; sin embargo nos narra, «cuando comía o daba clase, y no podía disfrutar del auxilio de la esmeralda, me retorcía de dolor hasta sudar mortalmente. Cardano también cuenta que aprendió milagrosamente el latín, el francés y el castellano; dice que gracias a un zumbido en el oído a cuenta de que alguien estaba tramando algo en contra suya; escribe así mismo: «Entre los acontecimientos naturales de los que he sido testigo el primero y el más excepcional fue el de haber nacido en esta época nuestra, en la que ha llegado a ser conocido todo el mundo por primera vez.» Célebre médico, en 1552 Cardano fue llamado a consulta en Escocia, para curar al arzobispo Hamilton, cuyo asma trató «en una línea extraordinariamente moderna y con resultados bastante brillantes, ya que el infeliz arzobispo sobrevivió durante veinte años, hasta que fue condenado a muerte por traición» (D. Guthrie). Durante su viaje a Escocia Cardano conoció en París al médico Jean Fernel (que será criticado por Harvey, a causa de su teoría sobre los espíritus del organismo) y al anatomista Sylvius; en Zurich se encontró con el naturalista Conrad Genser; en Londres trabó conocimiento con el rey Eduardo VI. Cardano también escribió un librito de preceptos para sus hijos, uno de los cuales —como ya hemos dicho— será ajusticiado por asesinato. En este Praeceptorum Filiis Liber hallamos consejos como los siguientes: «No habléis a los demás de vosotros mismos, de vuestros hijos, de vuestra esposa»; «jamás acompañéis a extraños en una vía pública»; «si habláis con un hombre malo o deshonesto, no le miréis la cara, sino las manos». Contra el ideal del saber y del sabio que Cardano profesaba y defendía (un saber de iniciados, colmado de maravillas y de milagros), Bacon arremetió con fuerza. En nombre de un saber público, claro y que se incrementa mediante la participación de los demás, Bacon calificará a Cardano de afanoso constructor de telarañas. El mismo Bacon dirá que Paracelso es un monstruo que colecciona fantasmas, y Agrippa, un bufón trivial.
Cultivador de la óptica fue el napolitano Giovan Battista Della Porta (1535-1615), autor del De refractione, obra dedicada precisamente a la óptica, y de un libro muy afortunado: la Magia naturalis sive de miraculis rerum naturalium (1558). Aquí distingue entre magia diabólica (la que se sirve de las acciones de los espíritus inmundos) y la magia natural: ésta consiste en la perfección de la sabiduría, el punto más alto de la filosofía natural. La Magia naturalis «es un libro extraño, en el cual, aprovechando una infinidad de elementos físicos y naturalistas, se describen numerosos trucos y efectos que sirven para atraer la curiosidad del lector o para excitar su asombro» (V. Ronchi). Nos dan una idea de lo que es este libro —del que se hicieron 23 ediciones del original latino, diez traducciones italianas, ocho francesas, y otras traducciones castellanas, holandesas e incluso árabes— los títulos de sus veinte partes: 1) Causas de las cosas; 2) Cruzamientos de animales; 3) Modos de producir nuevas plantas; 4) Economía doméstica; 5) Transformación de metales; 6) Adulteración de piedras preciosas; 7) Maravillas del imán; 8) Experiencias médicas; 9) Cosmética femenina; 10) Las destilaciones; 11) Los ungüentos; 12) El fuego artificial; 13) El tratamiento del hierro; 14) Arte culinario; 15) La caza; 16) Las claves cifradas; 17) Las imágenes ópticas; 18) La Mecánica; 19) Aerología (De pneumaticis) ; 20) Varios (Chaos). En definitiva, se trata de; una auténtica enciclopedia. En realidad, «él prefería seguir su propia pasión de conocimientos, sin olvidar jamás que estaba relacionada con una esfera más amplia de pasiones e intereses. Sobre éstos le informaban la tradición que daba pie a sus investigaciones y a la sociedad que le rodeaba, los asentimientos, las expectativas y las desconfianzas que suscitaba su obra (...). Indudablemente, al hacer ciencia tenía presentes muchas cosas lo útil y lo superfluo, lo absolutamente verdadero y lo vagamente probable, el éxito de público y el tribunal de la Inquisición, la tradición mágica y los experimentos de Arquímides (...). Muchas de estas referencias ya no las encontraremos en la síntesis racional que efectuó la ciencia moderna (…). Della Porta en consecuencia, se dedicó con morosidad al teatro de nuestra vida, de nuestras pasiones y de nuestra muerte. El juicio resulta irreversible para todo aquello que ocurrió mientras tanto y, en particular para lo que ha sido el curso de la ciencia después de él. Lo cual no es ningún óbice para que su obra aún suscite nuestra curiosidad, incluso en sus aspectos arcaicos» (L. Muraro).
3. NICOLÁS COPÉRNICO Y EL NUEVO PARADIGMA
DE LA TEORIA HELIOCÉNTRICA
3.1. El significado filosófico de la revolución copernicana
«Mientras la Tierra se mantuvo firme, la astronomía también se mantuvo firme»: son palabras de Georg Lichtenberg, a propósito de Copérnico. En realidad, al haber situado al Sol en el centro del mundo, en el lugar ocupado antes por la Tierra, y al afirmar que ésta es la que gira alrededor del Sol y no al revés, Copérnico volvió a poner en movimiento la investigación astronómica. Ésta adquirió un ritmo tan veloz que, cuando Newton —150 años después de Copérnico— otorgó a la física la forma que hoy conocemos con el nombre de «física clásica», ya no quedaba casi nada de las concepciones de Copérnico, salvo la idea de que el Sol está en el centro del universo. En efecto, Kepler —a pesar de proclamarse copernicano— publica en 1609 su Astronomía nueva. En aquel momento, cuando aún no habían pasado sesenta años desde la aparición del De Revolutionibus de Copérnico, «el avance de la astronomía ya ha abandonado en la obscuridad del pasado las órbitas circulares de las que trató la obra de Copérnico a lo largo de toda su vida, para substituirlas por las órbitas planetarias elípticas. Las novedades se suceden rápidamente, una tras otra: el desplegarse del mundo cerrado de Copérnico —aunque fuese vastísimo— hasta un universo infinito; el descubrimiento de un elemento dinámico en el movimiento de los cuerpos celestes, que ya no se consideran móviles a la manera copernicana en virtud de su misma forma esférica. En el transcurso de un siglo y medio, el sistema de Newton —que concluye una etapa de aquel camino que Copérnico había hecho tomar a la astronomía— contiene ya muy poco del sistema copernicano; quizás únicamente el heliocentrismo» (F. Barone). Sin duda, «el primer significado de la revolución copernicana es (...) el de una reforma de las concepciones fundamentales de la astronomía» (T.S. Kuhn), pero el alcance del De Revolutionibus va mucho más allá de una mera reforma técnica de la astronomía. Al desplazar Tierra del centro del universo, Copérnico cambió también el lugar del hombre en el cosmos. La revolución astronómica implicó también una revolución filosófica: «Los hombres que creían que su morada terrestre no a que un planeta, que giraba ciegamente en torno a una entre billones de estrellas, evaluaban su posición en el esquema cósmico de un modo muy distinto a sus predecesores, que veían la Tierra como único centro focal de la creación divina» (T.S. Kuhn). Al desplazar la posición de la Tierra, Copérnico expulsó al hombre del centro del universo.
En su conocido libro La revolución copernicana (1957), Kuhn afirma también lo siguiente: «Su doctrina planetaria y la concepción ligada a ella de un universo centralizado en el Sol fueron instrumentos para el paso de la sociedad medieval a la sociedad occidental moderna, en la medida en que afectaban (...) la relación del hombre con el universo y con Dios. Iniciada una revisión estrictamente técnica de la astronomía clásica, con alto despliegue matemático, la teoría copernicana se convirtió en centro focal de terribles controversias en el terreno religioso, filosófico y de las doctrinas sociales, que —a lo largo de los dos siglos siguientes al descubrimiento de América— determinaron la orientación del pensamiento europeo.» En resumen, la revolución copernicana fue una revolución en el mundo de las ideas, una transformación en las ideas inveteradas y venerables que el hombre tenía sobre el universo, sobre su relación con éste y sobre su puesto en él. Actualmente, «nada nos parece más lejos de nuestra ciencia que la visión del mundo de Nicolás Copérnico» y, sin embargo, sin la concepción de Copérnico «jamás habría existido nuestra ciencia» (A. Koyré). Como tampoco habría existido, para decirlo con palabras de Antonio Banfi, «el hombre copernicano», es decir, el hombre «que se ha liberado de la ilusión de estar en el centro del universo y, junto con ella, ha perdido también muchos otros mitos que se habían entretejido en su saber» (F. Barone). Este es el sentido en el cual, todavía hoy, Copérnico representa una innovación radical y revolucionaria. En efecto, incluso en nuestros días se suele utilizar la expresión «revolución copernicana» o «giro copernicano» para dar a entender un cambio notable y significativo. Tampoco podemos olvidar que, cuando Kant contemple la profunda transformación que había provocado también él en el ámbito de la teoría del conocimiento, hablará de ella calificándola de «revolución copernicana».
3.2. Nicolás Copérnico: su formación científica
Nicolás Copérnico (Niklas Koppernigk) nació en Torun (pequeña población polaca a orillas del Vístula, en Pomerania, llamada Thorn en alemán), el 19 de febrero de 1473. Fue hijo de Nicolás, comerciante y juez de paz, y de Bárbara Watzenrode. Tuvo tres hermanos: Andrzej, canónigo de Varmia, que falleció antes de 1518; Bárbara, que tomó el hábito benedictino en el convento de Chelm, y Catalina, que contrajo matrimonio con un comerciante de Torun y tuvo cinco hijos, de los que Nicolás se ocupó hasta su muerte. En otoño de 1491 —el año anterior al descubrimiento de América— Nicolás se matriculó en la Universidad Jagellonica de Cracovia, en la Facultad de Artes, como consta en el libro de matrículas: «Nicolaus Nicolai de Thorunia.» Permanece en Cracovia hasta mediados de 1495 y estudia «bajo la dirección de Wojciech de Brudzewo, Wojciech de Szamotuly, Jan de Glogow y otros famosos miembros de la escuela astronómica de Cracovia» (Z. Wardeska). En Cracovia aprende geometría, trigonometría, cálculo astronómico y los fundamentos teóricos de la astronomía Nos lo atestiguan también los libros que adquirió durante aquel periodo y que han llegado hasta nosotros los Elementos de Euclides en la edición veneciana de 1482; la Astrología de Abenragel, publicada en 1485; las Tablas Alfonsíes (las tablas de los movimientos planetanos que había mandado elaborar Alfonso X el Sabio, monarca de León y de Castilla, en el siglo XIII), editadas en 1492; las Tablas de las direcciones y de las proyecciones de Johann Müller —el Regiomontano— en la edición de 1490. Ahora bien, hay que advertir que en Cracovia, al igual que en las demás universidades europeas, los fundamentos teóricos de la astronomía se expone mediante dos tipos distintos de enseñanza, según fuesen tratados por los naturales —es decir, los cosmólogos físicos— o por los mathematici, es decir, los astrónomos interesados en el cálculo de las posiciones de los cuerpos celestes Y en el control de las previsiones a través de la observación. La diversidad existente entre las enseñanzas de los naturales y de los mathematici, consistía en el importante hecho de que los naturales se inspiraban fielmente en Aristóteles y, por lo tanto, en el sistema (revisado por los árabes) de las esferas homocéntricas. Los mathematici , en cambio, se mostraban fieles al Almagesto de Ptolomeo, a aquel sistema de cálculo —también retocado por los astrónomos posteriores a Ptolomeo— conocido con el nombre de «sistema de los excéntricos y de los epiciclos». En el sistema de las esferas homocéntricas, la octava esfera portadora de estrellas fijas gira cada día de Este a Oeste, alrededor del propio eje, con una velocidad uniforme, y este movimiento explicaría los movimientos aparentes de las estrellas, su salida, su ocaso, etc. Los movimientos aparentes del Sol y de los demás planetas, más complejos e irregulares, «eran explicados haciendo que cada uno de estos cuerpos celestes fuese llevado por un sistema de esferas concéntricas con la esfera de las estrellas fijas, pero cada una de ellas tenía el eje con la inclinación adecuada, un sentido rotatorio específico y la oportuna velocidad (angular) uniforme» (F. Barone). En cambio, en el sistema ptolemaico de los excéntricos y los epiciclos los movimientos planetarios se explicaban «con mayor fidelidad a las observaciones, haciendo en general que el cuerpo celeste girase sobre la circunferencia de un círculo (el epiciclo), cuyo centro giraba a su vez a lo largo de la circunferencia de otro circulo (el excéntrico), el centro del cual no coincidía con el centro de la Tierra» (F. Barone). Sin duda, entre ambos sistemas, además de las diferencias, existían núcleos comunes y núcleos tan importantes como para que pueda hablarse de un sistema aristotélico-ptolemaico. Consistían en lo siguiente: a) la Tierra está en el centro del universo y éste se haya limitado por la esfera de las estrellas fijas; b) el movimiento de los cuerpos celestes (las esferas, y por lo tanto los planetas, entre los cuales se cuenta la Luna) es el circular uniforme, a diferencia del movimiento de los cuerpos en el mundo sublunar, que no es circular uniforme, sino un movimiento rectilíneo acelerado de caída hacia el centro de la Tierra en el caso de los cuerpos pesados. Ambos sistemas poseían fuerzas explicativas, pero cada uno de ellos mostraba también puntos débiles por ejemplo, aunque el sistema de las esferas homocéntricas se configuraba en su conjunto como una discreta teoría física (no olvidemos que las esferas están compuestas de éter) que aspira a explicar los movimientos celestes, no lograba sin embargo dar razón del hecho de que los planetas aparezcan alternativamente más lejanos o más cercanos a la Tierra. Se trataba sin duda de un acontecimiento problemático y desconcertante dado que el sistema de las esferas homocéntricas implicaba una distancia constante entre los planetas y la Tierra. A su vez, el sistema de los excéntricos y los epiciclos trataba de ser fiel a las observaciones, pero dicha felicidad entre otros defectos habla que pagarla al alto precio de la continúa introducción de hipótesis ad hoc para «salvar los fenómenos», es decir, para englobar en el sistema todas aquellas desviaciones de los cuerpos celestes y todas las predicciones que no coincidían con el sistema. Tal es en pocas palabras, la situación ante la cual se hallaba Copérnico. Por lo general, sus contemporáneos aceptaban el sistema aristotélico en cuanto descripción verdadera del sistema del mundo, y el sistema ptolemaico, en cuanto instrumento de cálculo para explicar y prever los movimientos celestes. Como es obvio, se admitían los núcleos comunes a ambos sistemas: la inmovilidad y centralidad de la Tierra, la perfección del movimiento circular, la finitud del universo, nociones todas éstas que se enmarcaban en el supuesto de que Dios había creado un universo al servicio de un hombre que se hallaba colocado en el centro de todo. La grandeza y «el carácter excepcional de Copérnico, quizá desde los años de Cracovia, residen (...) precisamente en no haber aceptado este Compromiso de una forma pasiva» (F. Barone).
3.3. Copérnico: un hombre comprometido socialmente
Por iniciativa de su tío materno Lukasz Watzenrode, Copérnico viaja a Italia en 1496, para proseguir sus estudios jurídicos. Su tío, que era obispo de Varmia, se proponía que el sobrino siguiese una carrera eclesiástica. Mientras tanto, en 1497, Copérnico había recibido una canonjía en la diócesis de Varmia. Desde 1496 hasta 1501, estudió en Bolonia no sólo derecho canónico sino también astronomía: colabora en las investigaciones realizadas por el famoso astrónomo boloñés Domenico Maria Novara. La observación de la estrella Aldebarán en la constelación de Tauro, efectuada en Bolonia el 9 de marzo de 1497, fortalece en el joven Copérnico la idea de la necesidad de investigar con respecto a un nuevo sistema astronómico, que pudiese dar cuenta de los fenómenos observados.
En 1500 se celebra un año jubilar y Copérnico lo pasa en Roma, donde muy probable que se haya dedicado a realizar prácticas legales en la cuna romana. Regresa a Varmia en 1501 y el 28 de julio de ese año el capítulo catedralicio le autoriza a proseguir sus estudios en el extranjero. Vuelve a Italia y en Padua —donde enseñan Montagnana, Gerolamo Francastoro, G. Zerbi y A. Benedetti— sigue cursos de medicina. Por lo que sabebemos, «durante su estancia en Padua (…) Copernico consolido de manera definitiva su idea de basar el nuevo sistema del universo sobre el principio de la movilidad de la Tierra» (Z. Wardeska). En la primavera de 1503 viaja a Ferrara, donde después de aprobar los exámenes correspondientes se doctora en derecho canónico. De regreso en Varmia en el otoño Copérnico asume las funciones de secretario y médico de con de su tío, el obispo Watzenrode. Junto con su tío, político influyente participa en numerosas misiones diplomáticas, en los congresos de los Estados de Prusia. Cuando fallece su tío, Copérnico ocupa el cargo de canónigo en Frombork (Frauenburg), donde adquiere la torre noroccidental de las murallas de la fortaleza, para emplearla como observatorio. Es nombrado administrador de los bienes comunes del capítulo catedralicio de Varmia, con residencia en Olsztyn. En su labor como administrador hace que se vuelvan a cultivar las tierras baldías y asigna las heredades abandonadas a campesinos polacos procedentes de Mazuria. Con objeto de mejorar las relaciones económicas, promueve una reforma monetaria basada en limitar la emisión de moneda, revaluar ésta y unificar el sistema monetario de Prusia y del reino de Polonia. Es interesante señalar que Copérnico formula la ley —que después será llamada «ley de Gresham»— según la cual la moneda más débil, es decir, la que contiene un menor porcentaje de metal precioso, elimina a la más fuerte. Médico prestigioso, Copérnico asiste a las poblaciones afectadas por la epidemia en 1519. No obstante, sus «méritos polacos» van mucho más allá, con su infatigable actividad en contra de las invasiones y las ocupaciones perpetradas en los territorios de Varmia por los militares de la Orden Teutónica. En 1520, Olsztyn se ve amenazada por los Caballeros Teutónicos. Copérnico organiza la defensa de la ciudad, ayudado por la caballería lituano-rutena y por tropas polacas bajo el mando de N. Peryk. Se logra rechazar al peligroso enemigo. El 16 de noviembre de 1520, en medio de la guerra, Copérnico envía una carta pidiendo ayuda al rey Segismundo I. Dicha carta acaba con las siguientes manifestaciones: «Queremos (...) comportarnos como corresponde a hombres buenos, honrados y devotos de Vuestra Majestad, aunque tengamos que morir. Recurriendo a la protección de Vuestra Majestad, entregamos y confiamos todos nuestros bienes, así como nuestros cuerpos. Siervos devotísimos, canónigos y capítulo de la Iglesia de Varmia.»
3.4. La «Narratio prima» de Rheticus y la interpretación instrumentalista que Osiander formula con respecto a la obra de Copérnico
A pesar de todas estas obligaciones y tareas, Copérnico no descuida sus estudios de astronomía y hacia 1532 acaba su obra más célebre, las Revoluciones de los cuerpos celestes (De Revolutionibus orbium celstium). Mientras tanto, la fama del astrónomo de Frombork había traspasado las fronteras de Polonia. A través de una carta fechada el 1 de noviembre de 1536, el arzobispo de Capua, Nicolás Schünberg (fallecido en 1537), le ruega que le envíe un ejemplar de su obra y añade: «Te ruego de forma muy calurosa que des a conocer tus descubrimientos a los estudiosos.» No obstante, Copérnico solía decir que custodiaba su secreto «como los seguidores de Pitágoras» y que mantenía el libro «encerrado en un escondrijo». En mayo de 1538 llega a Frombork, para conocer a Copérnico y su obra, Georg Joachim Lauschen (1516-1574; fue llamado Rheticus, ya que procedía de la antigua provincia de los romanos denominada Rhetia). Rheticus, profesor de la universidad de Wittenberg, se gana la confianza de Copérnico y en muy poco tiempo entusiasmado con las teorías de su maestro, prepara un resumen de ellas que se imprime en Gdansk en 1540 y al año siguiente en Basilea, con el título de Narratio prima. Rheticus logra convencer a Copérnico de que publique el De Revolutionibus. De la impresión del manuscrito de Copérnico se ocupo el teólogo protestante Andreas Osiander (Andreas Hosemann, 1498-1552), quien sin autorización del autor, colocó antes del texto un prólogo anónimo, titulado Al lector, sobre las hipótesis de esta obra. En él Osiander defiende una interpretación no realista, sino instrumental, de la teoría de Copérnico: «La tarea del astrónomo consiste en (...) elaborar, mediante una observación diligente y hábil, la historia de los movimientos celeste y buscar sus causas, o bien —si no es posible establecer de ningún modo cuales son las verdaderas causas— imaginar e inventar hipótesis sobre base, tanto en relación con el futuro como en relación con el pasado, puedan calcularse con exactitud aquellos movimientos, en conformidad Con los principios de la geometría. Estas dos tareas las ha realizado de una manera sobresaliente el autor de esta obra. En efecto, no es preciso que estas hipótesis sean verdaderas, Y ni siquiera verosímiles, sino que basta con lo siguiente: que ofrezcan cálculos conformes a la observación.» Como vamos a comprobar en las páginas dedicadas a la controversia entre el realista Galileo y el instrumentalista cardenal Belarmino, ni Giordano Bruno ni Kepler ni Galileo aceptaron la interpretación instrumentalista de la teoría copernicana, según la cual las teorías de Copérnico no serían verdaderas descripciones de la realidad, sino únicamente útiles instrumentos para efectuar previsiones y dar una explicación con respecto a las posiciones de los cuerpos celestes. Antes que nadie el propio Copérnico juzgó errónea la interpretación de Osiander: «Todas las esferas giran alrededor del Sol como punto central y por lo tanto el centro del universo está en el Sol (...). Por consiguiente el movimiento de la Tierra basta por sí solo para explicar todas las irregularidades que aparecen en el cielo.» Copérnico murió el 24 de mayo de 1543 «debido a una hemorragia, pero hacía ya mucho tiempo que había perdido la memoria y el conocimiento». El día de su muerte Copérnico recibió el primer ejemplar impreso del De Revolutionibus. Los despojos mortales de Copérnico fueron inhumados en la catedral de Frombork.
3.5. El realismo y el neoplatonismo de Copérnico
Algunos años antes de la publicación del De Revolutionibus, Copérnico había hecho circular entre sus amigos un breve compendio de su obra, llamado el Conimentariolus. Sin embargo, como confiesa Copérnico en la carta de dedicatoria al papa Paulo III que precede al De Revolutionibus, mi larga vacilación y hasta mi resistencia fueron vencidas por personas amigas (... una de las cuales) de forma repetida me alentó y llegó a exigirme la publicación de este libro, que había quedado suspendida no sólo nueve años, sino durante más de tres veces nueve años (...). Me exhortaban a no negar más mi obra, a causa de mis temores, al patrimonio común de los estudiosos de la matemática».
Lo primero que perturba a Copérnico es la novedad de su propia teoria heliocéntrica, tan nueva que a la mayoría le parecerá absurda. En la misma carta de dedicatoria a Paulo III, se afirma: «Santísimo Padre, me es fácil pronosticar que algunos —apenas hayan sabido que en estos libros, míos acerca de las revoluciones de las esferas del universo, atribuyo determinados movimientos al globo terráqueo— de inmediato exigirán con voces que sea proscrito, por sostener tal opinión.» Copérnico sabía muy bien que se había «atrevido a ir en contra de la opinión establecida de los, matemáticos y del sentido común mismo», hasta el punto de que, en palabras suyas, «el menosprecio que temía me causase la novedad de la idea casi me había convencido de abandonar el proyecto emprendido».
En segundo lugar, hay que reiterar —si es que se considera necesario— en la carta de dedicatoria de la obra se comprueba con toda claridad la concepción realista que Copérnico defiende, en relación con su teoría: «Es tarea (del filósofo) buscar la verdad en todas las cosas, hasta donde Dios haya concedido a la razón humana»; «considero (...) que hay que refutar las ideas absolutamente contrarias a la ver dad». Por otro lado, Copérnico se declara convencido de que, con la publicación de sus comentarios, «se habría podido descorrer el velo de lo absurdo, a través de demostraciones clarísimas». En pocas palabras: Copérnico, debido a la situación desastrosa por la que pasaba la astronomía de su época, buscaba «un sistema que respondiese con seguridad a los fenómenos».
Un tercer elemento, que no puede olvidarse, es la metafísica de cuño platónico y neoplatónico que se halla tras la empresa científica de Copérnico. «A finales del siglo XV se hacía difícil para un estudioso que viviese en Italia y estuviese abierto a los valores del humanismo no experimentar el atractivo del resurgimiento de las doctrinas platónicas y neoplatónicas» (F. Barone). Copérnico, como sabemos, fue discípulo en Bolonia de Domenico Maria Noivara. Este estaba vinculado con la escuela neoplatónica de Florencia; había estudiado a los neoplatónicos, entre ellos a Proclo, y junto con Proclo creía que la matemática era la clave para la comprensión del universo. En opinión de los neoplatónicos, las propiedades matemáticas constituyen los rasgos verdaderos e inmutables de las cosas reales, que profundizan mucho más allá de las apariencias. Si se contemplan los cielos desde la perspectiva neoplatónica, se hace evidente que los cálculos que especifican posiciones y movimientos de los cuerpos celestes no constituyen meros artificios de utilidad, sino que revelan las estructuras ordenadas y las inmutables simetrías que el Dios geómetra ha dejado impresas en el mundo. Cabe afirmar que «también en Copérnico, más que cálculos y observaciones rigurosas, se halla el eco de un culto solar» (tema neoplatónico, mediante el cual se identifica simbólicamente a Dios con el Sol). Al mismo tiempo, empero, aunque el mito neoplatónico de la centralidad del Sol haya podido sugerir a Copérnico su nueva teoría astronómica, hay que reconocer que Copérnico, en virtud de los temas neoplatónicos y en el interior de éstos, efectúa numerosos cálculos y lleva a cabo y ordena numerosas observaciones. Si así no fuese, señala Francesco Barone, «resultaría difícil (...) detectar qué es lo que distingue por ejemplo el De Revolutionibus del Liber de Sole de Marsilio Ficino». Copérnico escribe: «Muy grande es, sin duda, la obra divina del Perfecto Creador Supremo.» Sostiene, asimismo, que los astrónomos que le han precedido, con los medios teóricos de que disponían, no estaban en condiciones de comprender siquiera lo más importante: «es decir, la forma del universo y la inmutable simetría de sus partes.» El Dios del platonismo y de los neoplatónicos es un Dios geómetra: debido a ello, el universo es simple y esta ordenado geométricamente. Por consiguiente, el investigador se propone penetrar y descubrir este orden, estas estructuras simples y racionales, esta simetría inmutable. En opinión de Rheticus, esto fue lo que hizo Copérnico: «Como demuestra Copérnico, todos estos fenómenos (movimiento directo, estacional y retrógrado de los planetas) pueden explicarse a través del movimiento uniforme del globo terráqueo. Es suficiente con suponer que el Sol se halla inmóvil en el centro del universo y que la Tierra gira alrededor del Sol en un círculo excéntrico que Copernico denominó orbe magno. El verdadero entendimiento de las cosas celestes viene a depender así de los movimientos uniformes y regulares que efectúa únicamente el globo terráqueo: en éste, sin duda, está presente algo divino (...). Mi maestro se dio cuenta de que sólo así era posible que el y de las revoluciones y movimientos de los orbes sucediesen con regularidad y proporción alrededor de sus propios centros, como ocurre en movimientos circulares. Los matemáticos, al igual que los médicos, deben coincidir con lo que enseña Galeno en sus escritos: la naturaleza no hace nada que carezca de sentido, y nuestro Creador es tan sabio que cada una de sus obras no tiene un solo objetivo, sino dos, tres y a veces más.» Por lo tanto, Rheticus habla con claridad de la estructura organizada, simple y geométrica del universo, y de la fuerza que posee la teoría de su maestro Copérnico, teoría que refleja fielmente la simplicidad y la organización racional de la creación divina. Rheticus agrega, de una manera muy significativa: «Ahora bien, puesto que comprobamos que mediante este único movimiento de la Tierra hallan explicación una cantidad casi infinita de fenómenos, ¿por qué no atribuir a Dios, creador de la naturaleza, la habilidad que observamos en los simples fabricantes de relojes? Éstos ponen gran cuidado en evitar que en sus mecanismos haya ruedecillas inútiles, o cuya función pueda ser desempeñada mejor por otra rueda, en virtud de un pequeño cambio de posición. ¿Qué podía inducir a mi maestro, que era un matemático, a no adoptar la conveniente teoría del movimiento del globo terráqueo?»
3.6. La problemática situación de la astronomía precopernicana
Realista y neoplatónico, convencido de la novedad de su propia teoría, Copérnico no ignoraba el enfrentamiento que habría podido estallar entre ciertas interpretaciones de determinados pasajes de la Biblia y su teoría heliocéntrica. Da la sensación de que se evade de este problema con unas cuantas salidas ingeniosas: «Si aparecen por ventura gandules que, aun que sean totalmente ignorantes de la matemática, se arroguen el derecho de juzgar mi obra, y basándose en algún pasaje de la Escritura, interpreta do erróneamente según su propio interés, osan criticar y escarnecer mi proyecto, no me preocupare por ellos por lo contrario, despreciare su opinión por ser temeraria » Copernico aduce el ejemplo de Lactancio «Se que Lactancio, ilustre escritor pero poco versado en matemática, se expresa en términos pueriles acerca de la forma de la Tierra, poniendo en ridículo a aquellos que han afirmado que la Tierra tiene la forma de una esfera Por lo tanto, no debe sorprender a los estudiosos que alguien semejante también se mofe de mí. La matemática está hecha para los matemáticos y a ellos —si no voy errado— les parecerá que mis trabajos contribuyen tu poco incluso al gobierno de la Iglesia, de la que Vuestra Santidad es ahora príncipe». A este respecto, Copernico menciona la gran cuestión de reforma del calendario. En consecuencia, Copérnico detecta y menciona el eventual conflicto entre su teoría heliocéntrica y ciertos pasajes bíblicos. Se evade del problema con pocas consideraciones, pero muy penetrantes. No podía imaginarse la tempestad que setenta años después de su muerte se iba a desencadenar alrededor de su teoría tempestad que llegó a su punto culminante con el drama de Galileo.
Mientras tanto, Copérnico narra al papa Paulo III cómo se vio inducido en contra de la tradición «a concebir que la Tierra se movía» y «a pensar en otro método para calcular el movimiento de las esferas». Según Copérnico, esto sucedió debido a que llegó a ver con claridad «que los matemáticos no poseen ideas claras acerca de estos movimientos». Prescindiendo incluso del hecho de que Copérnico los halla «muy inseguros sobre el movimiento del Sol y de la Luna, hasta el punto de que no logran siquiera explicar y observar la longitud constante del año estacional», lo más grave es que «para determinar el movimiento de estos planetas y de los otros cinco, no utilizan los mismos principios ni las mismas demostraciones que se emplean en las revoluciones de los movimientos aparentes». Así, algunos utilizan el sistema aristotélico de las esferas homocéntricas (defendido por ejemplo por Fracastoro y Amici), mientras que otros se sirven de excéntricos y epiciclos. Por lo tanto, existe una pluralidad de teorías que no puede ser positiva. Más aún: los aristotélicos no aciertan en muchas de sus previsiones, «no logran sus objetivos en su integridad»; en cambio, si bien los ptolemaicos consiguen un mayor éxito en sus propósitos, deben pagarlo a un precio demasiado elevado. Copérnico señala que estos últimos «se vieron (...) obligados a añadir muchas cosas que parecen quebrantar los principios fundamentales de la uniformidad del movimiento. Tampoco lograron descubrir o deducir lo más importante: la forma del Universo y la inmutable simetría de sus partes. Les ocurrió lo mismo que le ocurriría a un pintor que tome manos, pies, cabeza y demás miembros de modelos distintos, y que los dibuje a la perfección, pero no en función de un único cuerpo. Dado que todas estas partes para nada se armonizan entre sí, conforman un ser monstruoso y no un hombre, Así, a lo largo de la demostración que llaman método, se descubre que han omitido algo indispensable o bien que han introducido elementos extraños o irrelevantes. Cosa que no habría ocurrido, por cierto, si se hubiese ajustado a principios seguros. En efecto, si las hipótesis emitidas por ellos no estuviesen equivocadas, todo lo que de ellas se sigue hallaría una confirmación indudable». La metafísica neoplatónica sostiene la existencia de un mundo simple, pero el sistema (o los sistemas ptolemaicos) se convierte (o se convierten) en algo cada vez más complejo (o complejos). El neoplatonismo impulsa a Copérnico a rechazar el sistema ptolemaico: «El orden matemático de la naturaleza puede resultar difícil de penetrar, pero en si mismo es simple; no es lícito aumentar arbitrariamente la cantidad de círculos en el sistema explicativo de los movimientos planetarios, cuando tal sistema se muestre inadecuado para el conjunto de las observaciones. La simplicidad matemática también consiste en la armonía y la simetría de las partes. De aquí procede el rechazo decisivo del sistema ptolemaico y la necesidad que tiene Copérnico de partir de principios completamente nuevos» (F. Barone). La realidad era que, retocada en ciertos detalles, rectificada en un punto o modificada en el otro, de la teoría del Almagesto habían surgido una docena de sistemas llamados todos ellos «ptolemaicos», «y su número iba aumentando con rapidez, al multiplicarse los astrónomos técnicamente preparados» (T.S. Kuhn). La situación se había vuelto insoportable. Alfonso X en el siglo XIII, había declarado —como recuerda Kuhn— que si Dios le hubiese consultado mientras creaba el universo, podría haberle dado buenos consejos. Domenico Maria Novara expresó la idea de que un sistema tan farragoso como el ptolemaico no podía poseer una naturaleza verdadera. Copérnico, por su parte, consideró que la astronomía de su época se hallaba en un estado monstruoso. Sin ninguna duda, la crisis del sistema ptolemaico había sido agudizada por muchos factores: las críticas de los medievales a la cosmología aristotélica, la consolidación del neoplatonismo, las exigencias de reforma del calendario, y sin embargo, sus lagunas más peligrosas consistían en las previsiones no cumplidas, a pesar de la hipertrofia de su aparato teórico, contraviniendo las exigencias básicas e irrecusables de la metafísica neoplatónica del Dios geómetra.
3.7. La teoría de Copérnico
Al hallarse las cosas en una situación tan poco halagüeña, Copérnico escribe: «Habiendo meditado mucho sobre tal incertidumbre de la tradición matemática, para determinar los movimientos del mundo de las esferas, comenzó a turbarme el hecho de que los filósofos no pudiesen establecer con seguridad una teoría con respecto al movimiento del mecanismo de un universo creado para nosotros por un Dios que es bondad y orden supremo, aunque realizasen en cambio observaciones tan cuidadosas en lo que concernía a los más mínimos detalles de dicho universo. » Atormentado por este problema, Copérnico nos narra que se puso a «releer las obras de los filósofos» con la intención de ver «si alguno de ellos había pensado alguna vez que las esferas del universo podían moverse de acuerdo con movimientos distintos a los que proponen los que enseñan matemáticas en las escuelas». Descubre que Cicerón cita la opinión de Hicetas de Siracusa (siglo V a.C.), para quien era la Tierra la que se movía. Se encuentra con que tanto el pitagórico Filolao (siglo V a.C.) como Heráclides Póntico y Ecfanto el pitagórico (siglo IV a.C.) han pensado que la Tierra giraba. Alentado por el hecho de que otros antes que el hubiesen sostenido una idea que a la mayoría le parecía absurda, Copérnico comenzó «a pensar en la movilidad de la Tierra» Por consiguiente, «supuestos (…) los movimientos que en la obra atribuyo a la Tierra, a través de muchas y prolongadas observaciones he acabado por hallar que, si se relacionan los movimientos de las demás estrellas errantes con el circuito de la Tierra, y se calculan de acuerdo con la revolución de cada estrella, no sólo pueden confirmarse sus fenómenos sino también el orden y la magnificencia de as las estrellas y esferas, resultando el cielo tan compenetrado que en una parte podría desplazarse nada sin engendrar confusión en las demás partes y en el todo». Copérnico se siente seguro de la verdad de su propia teoría y por ello afirma que hace públicos sus pensamientos. No quiere substraerse «al juicio de nadie» y tampoco duda de que «los matemáticos dotados de ingenio y de cultura coincidirán conmigo, si quieren conocer y apreciar de manera no superficial sino en profundidad —ya que esto es precisamente lo que exige la filosofía— lo que aduzco en esta obra como demostración de tales cosas». En el primero y fundamental libro del Revolutionibus, Copérnico defiende las tesis siguientes: 1) el mundo tiene que ser esférico; 2) la Tierra tiene que ser esférica; 3) la Tierra, en unión con el agua, forma una esfera única; 4) el movimiento de los cuerpos celestes es uniforme, circular y perpetuo, o bien está compuesto de movimientos circulares; 5) la Tierra se mueve en una órbita circular alrededor del centro y también gira alrededor de su eje; 6) la enorme vastedad de los cielos, en comparación con las dimensiones de la Tierra. En el capítulo 7 se discuten las razones por las que los antiguos consideraban que la Tierra se encontraba inmóvil, en el centro del mundo. La insuficiencia de dichas razones se demuestra en el capítulo 8. En el capítulo 9 se discute si a la Tierra se le pueden atribuir otros movimientos, así como también se habla del centro del universo. El capítulo 10 está dedicado al orden de las esferas celestes.
3.8. Copérnico y la tensión esencial entre tradición y revolución
Copérnico provoca una conmoción en el sistema del mundo. Y a pesar de ello, en su nuevo mundo subsisten numerosos elementos y diversas estructuras pertenecientes al viejo mundo. El mundo de Copérnico no es un universo infinito; es mayor, por supuesto, que el de Ptolomeo, pero continúa siendo un mundo cerrado. La forma perfecta es la esférica y el movimiento perfecto y natural es el circular. Los planetas no se mueven en órbitas; son transportados por esferas cristalinas que efectúan una rotación. Las esferas poseen una realidad material. Butterfield ha llegado a hablar del «conservadurismo de Copérnico». Sin lugar a dudas, hallamos en Copérnico todos los elementos del viejo mundo que acabamos de recordar y también hallamos vestigios de la tradición hermética. Quien ingresa a un nuevo mundo, siempre lleva consigo algo más o menos molesto, que procede del mundo anterior. Lo importante, empero, es que se haya llegado a un nuevo mundo, que se haya desembarcado en él. Esto fue lo que sucedió con Copérnico. Aunque su teoría «no era más perfeccionada que la de Ptolomeo, y no introdujo ninguna mejora inmediata en el calendario» (T. S. Kuhn), lo cierto es que resultó revolucionaria: rompió con una tradición más que milenaria. Copérnico no se limitó —cosa que podía hacer— a mejorar o retocar en este o aquel aspecto el sistema ptolemaico, que se había transformado en un monstruoso conjunto de teorías que ya no servían para nada. La grandeza de Copérnico estuvo en tener el valor suficiente para cambiar de camino: propuso un paradigma o gran teoría alternativa, que al principio no parecía aportar demasiadas ventajas y ni siquiera se presentaba como mucho más sencilla que la de Ptolomeo (éste proponía cuarenta círculos, mientras que al final Copérnico tuvo que suponer la existencia de treinta y seis). No obstante, su teoría no tenía nada que ver con las constantes e insuperables dificultades del viejo sistema (tenia otras dificultades, pero eran diferentes), y contenía toda una serie de previsiones (semejanza entre los planetas y la Tierra, las fases de Venus, un universo más grande, etc.) que más tarde resultaron brillantemente confirmadas por Galileo. El hecho más interesante de la obra Copérnico consiste en haber impuesto al mundo de las ideas una nueva tradición de pensamiento: «después de Copérnico, los astrónomos vivieron en un mundo diferente» (T. S. Kuhn). «Construyó (...) un sistema astronómico completo, susceptible de un ulterior desarrollo, apenas hubiese aparecido un observador infatigable que se plantease la necesidad de someter Con perseverancia el cielo a una observación muy minuciosa» (J. L. E. Dreyer). El De Revolutionibus, según Kuhn, «llegó a ser el punto de partida de una nueva tradición astronómica y cosmológica y, al mismo tiempo, la culminación de una antigua tradición. Aquellos a quienes Copérnico logró convertir a la idea de una Tierra en movimiento iniciaron su labor de investigación a partir del punto en que se había detenido Copérnico. Su punto de partida (...) consistía en todo aquello que tomaron de Copérnico, y los problemas a los que se dedicaron ya no fueron los de la vieja astronomía que habían ocupado a Copérnico, sino los de la nueva, centrada en el Sol, que fue descubierta por el De Revolutionibus».
Copérnico murió en 1543 y ese mismo año se publicó el De Revolutionibus. Los ataques en contra de la nueva teoría no tardaron en producirse. También hubo quien llamó a Copérnico «segundo Ptolomeo». Poco a poco se fue abriendo camino la concepción heliocéntrica. La Narratio prima de Rheticus había difundido la teoría copernicana antes de 1543. En 1576, el astrónomo inglés Thomas Digges (aprox. 1546-1596) publica una popularizada defensa de la teoría copernicana, que ejerció un gran influjo en Inglaterra propago la idea de la movilidad de la Tierra y no solo lo hizo entre los astrónomos. Michael Maestlin (1550-1631), profesor de astronomía en la universidad de Tubinga, fue copernicano y Kepler se contó entre sus discípulos A pesar de estos y de otros adeptos, la teoría copernicana no obtuvo de inmediato un gran consenso, ni siquiera entre los astrónomos: éstos adoptaron el sistema matemático de Copérnico, pero negaron su verdad física; en definitiva, siguieron el camino que Osiander había indicado. De este modo, sin embargo, no se rechazaba a Copérnico; adoptar los cálculos copernicanos por parte de más de un astrónomo fue algo permitió que la teoría copernicana se infiltrase en las filas de sus adversarios. Y a dicha infiltración se debió la progresiva modificación de concepción inicial de los astrónomos, para quienes la idea del movimiento de la Tierra resultaba simplemente absurda. Entre aquellos astrónomos que se mostraban copernicanos en sus cálculos y anticopernicanos en lo referente al sistema físico, estaba Erasmus Reinhold (1511-1553), que prestó un grandísimo servicio al copernicanismo. En efecto, a él se deben las Tabulae Prutenicae (1551) que -compiladas según los cálculos de Copérnico— iban a convertirse en un instrumento cada vez más indispensable para la cultura astronómica.
4.- TYCHO BRAHE: YA NO ES VÁLIDA «LA VIEJA DISTRIBUCIÓN PTOLEMAICA» NI «LA MODERNA INNOVACIÓN INTRODUCIDA POR EL GRAN COPÉRNICO»
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4.1. Tycho Brahe: el perfeccionamiento de los instrumentos y de las técnicas de observación
La gran obra de Copérnico vio la luz en 1543. En 1609 Kepler publicó sobre Marte, en el que se asestaba otro golpe decisivo a la cosmología tradicional en efecto, Kepler demostraba que las órbitas de los planetas no son circulares, sino elípticas. Sin embargo, entre la obra de Copérnico y la de Kepler se sitúa el trabajo de otro personaje que influiría notablemente en la astronomía: el danés Tycho Brahe. Tycho (latinización del nombre danés Tyge) nació tres años después de la muerte le Copérnico, en 1546, y murió en 1601. Y al igual que Copérnico fue el astrónomo más importante de la primera mitad del siglo XVI, Tycho Brahe fue en astronomía la auctoritas correspondiente a la segunda mitad del siglo. Federico II de Dinamarca fue un gran protector de Brahe, a quien concedió unos honorarios fijos y la isla de Hven en el estrecho de Copenhague. En esta isla Brahe mandó construir un castillo, un observatorio, diversos laboratorios, una imprenta privada, y allí, auxiliado por numerosos colaboradores, trabajó entre 1576 y 1597, recogiendo gran cantidad de observaciones precisas. A la muerte de Federico u, su sucesor no se comportó como un mecenas en relación con Brahe, que en 1599 se trasladó a Praga, al servicio del emperador Rodolfo II. Brahe llamó a Praga al joven Kepler, quien, al morir Brahe (1601), le sucedió en el cargo de matemático imperial.
A diferencia de Copérnico, Tycho Brahe fue sobre todo un virtuoso de la observación astronómica: transformó las técnicas de observación y de medida, logrando un elevado nivel de precisión; proyectó y construyó nuevos instrumentos, más grandes, más estables, y con un mejor ajuste que los precedentes. De esta manera logró corregir numerosos errores que estaban causados por la utilización de instrumentos menos perfeccionados que los suyos. En particular, introdujo la técnica de observar los planetas mientras éstos se mueven en el cielo. Se trataba de un hecho nuevo y de gran relevancia, ya que antes de Brahe los astrónomos solían observarlos únicamente cuando se hallaban en una configuración favorable. Además, si tenemos en cuenta que Brahe observaba a simple vista, debemos reconocer que sus habilidades de observador fueron realmente excepcionales. En efecto, «la observación realizada con telescopios modernos nos muestra que, cuando Brahe puso una particular atención para determinar la posición de una estrella fija, sus datos obtuvieron una aproximación de hasta un minuto, o incluso menos: lo cual es un resultado excepcional para observaciones hechas a simple vista» (T. S. Kuhn). A través de sus precisas observaciones, Tycho Brahe y sus colaboradores pudieron eliminar toda una serie de problemas astronómicos basados precisamente en las erróneas observaciones del pasado.
4.2 Tycho Brahe niega la existencia de las esferas materiales
En 1577 Brahe estudió el movimiento de un cometa; logró medir su paralaje, demostrando así que dicho cometa —que giraba alrededor del Sol en una órbita exterior a la de Venus— puesto que tenía una paralaje muy pequeña se hallaba a mayor distancia que la Luna y su trayectoria intersecaba órbitas planetarias. Esto constituía un resultado desconcertante: significaba que las esferas cristalinas de la cosmología tradicional, concebidas como físicamente reales y destinadas a trasladar los planetas, no existían en realidad. Desaparecía así otro trozo de la vieja imagen del mundo. Brahe le escribió a Kepler lo siguiente «En mi opinión, la realidad de todas las esferas (...) debe excluirse de los cielos. Esto lo he aprendido de todos los cometas que han aparecido en los cielos (...). En efecto, no se ajustan a las leyes de ninguna esfera, sino que actúan más bien en contradicción con ellas (...). El movimiento de los cometas prueba con claridad que la máquina del cielo no es un cuerpo duro e impenetrable, compuesto por diversas esferas reales, como hasta ahora habían creído muchos, sino que es fluido y libre, está abierto en todas direcciones, modo que no opone en absoluto el más mínimo obstáculo al libre desplazamiento de los planetas, regulado de acuerdo a la sabiduría legislativa de Dios, sin que haya una maquinaria o un rodamiento de esferas reales (...). De tal modo, no es preciso admitir una penetración real e incoherencia entre las esferas: éstas no existen realmente en los cielos, sino que se admiten en exclusivo beneficio de la enseñanza y del aprendizaje.» Desaparecían así del mundo las esferas materiales, de las que ni siquiera Copérnico se había apartado. Eran reemplazadas por las órbitas, entendió das en nuestro actual sentido de trayectorias. La capacidad de innovación de Tycho Brahe no se detuvo aquí, ya que también puso en crisis la vieja idea de la perfecta naturalidad y circularidad de los movimientos celestes. Esta idea antigua constituía un verdadero dogma, pero Brahe defendió l opinión según la cual el cometa tendría una órbita oval. Esto significaba, así mismo, abrir otra gran grieta en el interior de la cosmología tradicional. Estos son los aspectos innovadores y abiertamente revolucionarios de la obra de Tycho Brahe. Ante la muchedumbre de sistemas que contrastaban entre sí, perfeccionó técnicas e instrumentos capaces de establecer datos más precisos y seguros. Basándose en estas numerosas y exactas observaciones, logró echar por tierra dos ideas fundamentales de la cosmología tradicional. Empero, quedaba planteado el problema más considerable y más agudo: ¿quién tenía razón, Ptolomeo o Copérnico? entonces cuando Tycho Brahe deja de ser un atento y puntilloso observador, para convertirse en hábil teorizador.
4.3. Ni Ptolomeo ni Copérnico
A lo largo de toda su vida, Tycho Brahe se opuso al copernicanismo, «su inmenso prestigio hizo que se retrasase la conversión de los astrónomos a la nueva doctrina» (T. S. Kuhn). Sin lugar a dudas, Brahe era muy consciente de que, como él mismo escribe, «la moderna innovación introducida por el gran Copérnico» permitía «evitar sabiamente todo lo que resulta superfluo e incoherente dentro de la disposición ptolemaica, sin contravenir los Principios de la matemática» Sin embargo, se mostró anticopernicano: «se hallaba aún demasiado familiarizado con el modo de pensar aristotélico como para poder evadirse del influjo de los argumento en contra de la posibilidad de un movimiento de la Tierra, que habían adoptados por Ptolomeo y refutados por Oresme y Copérnico» (E. J. Dijksterhuis) He aquí algunos de sus argumentos anticopernicanos «Puesto que (la innovación de Copérnico) establece que el cuerpo de la Tierra, voluminoso, torpe e inhábil para moverse, es movido por un movi- miento que ya no forma parte (más bien, es un movimiento triple) del de los demás astros etéreos, (dicha innovación) no sólo chocaba con los principios de la física, sino también con la autoridad de las Sagradas Escrituras, que confirman en diversos pasajes la estabilidad de la Tierra, para no hablar del espacio vastísimo que se interpone entre el orbe de Saturno y la octava esfera, que esta doctrina deja vacío hasta las estrellas, y otros inconvenientes que acompañan esta especulación.» En el epistolario —muy rico— que Tycho Brahe intercambió con el astrónomo copernicano alemán Christopher Rothmann (astrónomo del landgrave Guillermo IV de Hesse), especificó una argumentación anticopernicana que estaría destinada más adelante a convertirse en una objeción muy popular: si fuese cierto que la Tierra gira desde occidente hacia oriente, entonces —según la objeción de Brahe— el trayecto de una bala disparada por un cañón hacia el Oeste tendría que ser más largo que el de una bala disparada por el mismo cañón hacia el Este. La razón sería que, en el primer caso, la Tierra se movería en dirección opuesta a la bala, mientras que en el segundo la Tierra se movería en la misma dirección que la bala, de modo que el recorrido de ésta tendría que ser más corto que el de la bala disparada hacia el Oeste. Sin embargo, dado que en la práctica no se registra esta previsible diferencia de longitud en los recorridos, Brahe concluía que la Tierra permanece inmóvil. Por consiguiente, el sistema copernicano no es válido, según el criterio de Tycho Brahe. No obstante, en su opinión tampoco es válido el sistema ptolemaico. Aunque en Brahe no se dé el pathos neoplatónico que anima los escritos de Copérnico y que a continuación guiará la obra de Kepler, no es tan ingenuo como para no darse cuenta de «que la vieja distribución ptolemaica de los orbes celestes no era lo bastante coherente, y resultaba superfluo recurrir a tan numerosos y tan grandes epiciclos, por medio de los cuales se justifican los comportamientos de los planetas con respecto al Sol, sus retrocesos y sus detenciones, y sus otras aparentes irregularidades».
4.4. El sistema de Tycho Brahe: una restauración que contiene los gérmenes de la revolución
En consecuencia, ni Ptolomeo ni Copérnico. Entonces, sostiene Brahe, «habiendo comprendido bien que ambas hipótesis admitían absurdos no- me puse a meditar en mi interior con profundidad, para tratar de encontrar una hipótesis que no se hallase en contraste con la matemática ni la física, y que no tuviese que ocultarse de las censuras teológicas y al mismo tiempo, satisficiese del todo las apariencias celestes». «Finalmente, de un modo casi inesperado —prosigue Brahe— me vino a la mente cuál era la forma en que había que disponer oportunamente el de las revoluciones terrestres, para eliminar cualquier ocasión en que se pudiesen presentar todas estas incongruencias.» Llegamos, así, al sistema tychónico.
En este sistema del mundo la Tierra se halla en el centro del universo. Sin embargo, está en el centro de las órbitas del Sol, de la Luna y de las estrellas fijas; el Sol, en cambio, está en el centro de las órbitas de los cinco planetas. Para una idea del sistema de Brahe, véase la figura 1, donde se aprecia entre otras cosas que al intersecarse las órbitas en varios puntos, era necesario que las esferas perdiesen su carácter material. En la figura 2 aparece la representación del sistema copernicano, de un modo en el que se hacen visibles las diferencias con el de Tycho Brahe.
La Tierra permanece en el centro del universo: «Más allá de cualquier duda, pienso que se debe afirmar —junto con los astrónomos antiguos y los criterios que hoy aceptan los físicos, y con el testimonio ulterior de las Sagradas Escrituras, que la Tierra que nosotros habitamos ocupa el centro del universo, y no la mueve en círculo ningún movimiento anual, como quería Copérnico.» El Sol y la Luna giran alrededor de la Tierra: «Considero que los circuitos celestes están gobernados de un modo tal que sólo los dos luminares del mundo [el Sol y la Luna], que presiden la discriminación del tiempo, y junto con ellos la lejanísima y octava esfera [de las estrellas fijas] que contiene a todas las demás miran hacia la Tierra como centro de sus revoluciones.» Los otros cinco planetas giran alrededor del Sol: «Afirmo además que los cinco planetas restantes [Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno] cumplen sus propios giros alrededor del Sol, en cuanto guía y rey de ellos, y que siempre lo observan cuando se coloca en el espacio intermedio de sus revoluciones.»
El sistema tychónico no convenció ni a Kepler ni a Galileo. En el lecho de muerte Brahe confió su sistema a su joven ayudante Kepler pero este se hallaba demasiado atraído por la gran simetría de Copérnico. En cambio, el sistema de Brahe no estaba estructurado de una forma simétrica: por ejemplo el centro geométrico del universo ya no constituye el centro de la mayoría de los movimientos celestes Galileo por su parte, en el Diálogo sobre los dos sistemas máximos, confrontará el sistema aristotélico ptolemaico con el copernicano y ni siquiera tomara en consideración «el tercer sistema del mundo» el de Tycho Brahe. Sin embargo tuvo un éxito importante: fue abrazado por la mayor parte de los astrónomos no copernicanos que se sentían descontentos con el sistema ptolemaico. En realidad, el sistema de Brahe se hallaba configurado ingeniosamente: conservaba las ventajas matemáticas del de Copérnico y además evitaba las críticas de carácter físico y las acusaciones de orden teológico. El éxito del sistema thychónico es el éxito de un compromiso. Y aunque tal compromiso tenía el aspecto de una restauración, no podía ignorar sin embargo la revolución que se había producido: incluso Tycho Brahe negó el sistema ptolemaico y afirmó que la Tierra no era el centro en torno al cual giraban todos los planetas. Por último, hay que formular dos observaciones. En Uraniborg, en la isla de Hven, además de su observatorio Brahe tenía un laboratorio químico. Y aunque criticaba las prácticas astrológicas, «estaba convencido de que existía una esencial afinidad entre los fenómenos celestes y los acontecimientos terrestres» (E .J. Dijksterhuis). Esta creencia de origen estoico en la existencia de una relación entre todas las cosas, afirma también Dijksterhuis, ha sido una creencia que constituye fuente de inspiración para muchos grandes científicos.
5. JOHANNES KEPLER: EL PASO DEL CÍRCULO A LA ELIPSE Y LA SISTEMATIZACIÓN MATEMÁTICA DEL SISTEMA COPERNICANO
5.1. Kepler, profesor en Graz: el «Mysterium cosmographicum»
Kepler nació el 27 de diciembre de 1571 en Weil, cerca de Stuttgart. Hijo de Enrique, funcionario de religión luterana al servicio del duque de Brunswick, y de Catalina Guldenmann, hija de un posadero, Johannes Kepler nació prematuramente (septem mestris sum, escribió de si mismo) y siempre tuvo una salud enfermiza. En su infancia padeció la viruela, que dejó las manos tullidas y la vista debilitada. Su padre también fue dado mercenario. Dejando a su hijo a los abuelos, Enrique, en compañía de su mujer, fue a combatir en el ejército del duque de Alba contra los belgas. Al volver de la guerra en 1575, los padres de Kepler abrieron una hostería en Elimendingen (Baden). En la hostería paterna el pequeño Kepler —apenas pudo hacerlo— se encargaba de lavar los vasos, y luego tenía que ayudar a servir las mesas y a trabajar en el campo. En 1577 empezó afrecuentar la escuela de Leonberg. Se mostró muy inteligente e interesado por los estudios, de modo que sus padres decidieron enviarlo en 1584 al seminario de Adelberg. De aquí pasó al de Maulbronn, desde donde 4 años después, ingresó en la universidad de Tubinga. Allí tiene como maestro al astrónomo y matemático Michael Maestlin, quien lo convence de la bondad del sistema copernicano. En aquellos años arreciaba mucho la lucha entre católicos y protestantes. Kepler, protestante, consideraba que tales luchas eran absurdas. Y permaneciendo en aquella en la cual le había hecho nacer Dios, atribuía «a la necedad de este mundo (...) las persecuciones que llevaban a cabo los partidos religiosos; la presunción de que sus labores fuesen también las de Dios; la arrogancia de los teólogos, a quienes había que creer ciegamente y, finalmente la petulancia con que condenaban a aquellos que hacen uso de la libertad evangélica». (O. Abetti)
A los veintidós años Kepler abandonó la teología y, al mismo tiempo, la idea de dedicarse a la carrera eclesiástica. Recibió una oferta de enseñar matemática y moral en un centro docente de enseñanza secundaria, en Graz. Una de sus tareas consistió en preparar el calendario para Estiria correspondiente al año 1594. Dicha preparación implicaba también un trabajo de previsión, referente por ejemplo a la mayor o menor crudeza del invierno, las agitaciones campesinas, etc. En 1596 Kepler publicó el Prodromus o Mysterium cosmographicum, en el que —como veremos enseguida— ponía en relación los cinco sólidos regulares (el cubo, el tetraedro, el dodecaedro, el octaedro y el icosaedro) con la cantidad y las distancias de los planetas entonces conocidos. El libro, que fue publicado con un prólogo de Maestlin, se envió de inmediato a Tycho Brahe y a Galileo Galilei. Brahe contestó a Kepler invitándole a contemplar la eventual relación existente entre los descubrimientos del Prodromus y el sistema de Brahe. El 4 de agosto de 1597 desde Padua Galileo respondió a Kepler con una carta en la que, entre otras cosas, se lee: «También te agradezco, y de un modo muy particular, que te hayas dignado concederme una prueba tal de tu amistad. De tu obra hasta ahora sólo he visto el prólogo, a través del cual he podido comprender tu intención, y me siento de veras satisfecho de tener un aliado de esta clase en la indagación de la verdad y un amigo así de ésta. Es deplorable que sean tan pocos los que combaten por la verdad y que no siguen una vía errónea en el filosofar. No es éste, empero, el lugar para deplorar la miseria de nuestro siglo, sino por lo contrario de congratularme contigo por las bellas ideas que expones como prueba de la verdad (...). He escrito mucho para dar pruebas que aniquilen los argumentos contrarios a la hipótesis copernicana, pero hasta ahora no me he atrevido a publicar nada, atemorizado por lo que le sucedió a Copérnico, nuestro maestro, que se ganó fama inmortal entre algunos, mientras que infinidad de otros —tan grande es el número de los necios— le ridiculizaron y le criticaron. Me atrevería a comunicar abiertamente mis pensamientos, si hubiesen muchas personas como tú, pero como esto no es así, debo aplazarlo.»
5.2. Kepler, matemático imperial en Praga: la astronomía nueva y la dióptrica
En 1597 Kepler contrae matrimonio con Barbara Müller von Muhlek una rica y joven viuda, de veintitrés años. Mientras tanto, después de: la visita del archiduque Fernando al papa Clemente VIII, todos los no católicos fueron expulsados de Estiria. Kepler, a través de su viejo maestro Maestlin, se esfuerza por conseguir trabajo en la universidad de Tubinga pero no lo consigue. Entonces se presenta una solución inesperada: Brahe invita a Kepler a que le visite al castillo de Benatek, en las cercanías de Praga. El 1. de agosto de 1600 son expulsados de Estiria más de un millar de ciudadanos. Kepler confía a Maestlin que jamás hubiese creído habría que soportar tantos sufrimientos, abandonar la casa y los amigos, perder los propios bienes, por motivos religiosos y en nombre de Cristo. En Praga Tycho Brahe toma a Kepler como ayudante suyo. Poco después el 24 de octubre de 1601, y cuando sólo contaba con 55 años de edad fallece Brahe. Entonces el emperador Rodolfo II nombra a Kepler matemático imperial, con una retribución que ascendía a la mitad de la que recibía Brahe y encargándole que llevase a buen término las Tablas rudolfinas.
En 1604 Kepler publica el volumen Ad Vitellionem paralipomena. Se trata de una obra de óptica geométrica, que señala una fecha relevante para la historia de la ciencia. La obra consta de once capítulos. En ella se reiteran conceptos ya expresados por Alhazín y por Vitellio, y se encuentran nociones muy semejantes a las de Francesco Maurolico (1494-1577). El capítulo y del libro posee una gran importancia: «Aquí, por vez primera después de dos mil años de estudios en torno a la visión, se hace llegar el estímulo luminoso hasta la retina; se reconoce que la figura así proyectada sobre la retina está invertida, pero no se considera perjudicial dicha inversión, porque —como es el ojo quien se encarga de la localización de las imágenes que están fuera de él— el problema está en determinar cuál es el criterio con que debe actuar dicho ojo para colocar la imagen, cuando recibe un estímulo en particular. Por lo tanto, el criterio es el siguiente: cuando el estímulo sobre el fondo del ojo se halla abajo, la figura que se ve fuera debe estar arriba, y viceversa; así, cuando el estímulo sobre la retina se encuentra a la derecha, la figura vista desde fuera debe estar a la izquierda, y viceversa» (V. Ronchi). Además, en el capítulo primero Kepler ofrecía una definición de la luz en términos completamente nuevos: 1) «A la luz le compete la propiedad de afluir o de ser lanzada desde su origen hacia un lugar lejano»; 2) «Desde un punto cualquiera, la afluencia de la luz se produce a través de una cantidad infinita de líneas rectas»; 3) «En sí misma considerada, la luz es apta para avanzar hasta el infinito»; 4) «Las líneas de estas emisiones son rectas y se llaman rayos». Vasco Ronchi comenta que en estas cuatro proposiciones se encuentra la definición del rayo luminoso, que más tarde adoptará definitivamente la óptica geométrica.
En 1609 se publica la Astronomía nueva que, junto con una carta de dedicatoria fechada el 29 de marzo, Kepler envía al emperador Rodolfo II. Se trata de la obra más memorable de Kepler. Se establecen en ella dos principios fundamentales de la astronomía moderna (las dos primeras leyes de Kepler, sobre las que volveremos de inmediato). Estudia el movimiento de Marte y Kepler acaba por declararse vencedor sobre el dios de la guerra. Podía, pues, entregar el planeta que había convertido en primero, a los pies del emperador. No obstante, Marte tiene muchos partes: Júpiter, Saturno, Venus, Mercurio, etc., que también es preciso combatir y vencer. Para proseguir la batalla se necesita disponer de medios: Kepler pide dinero al emperador.
En marzo de 1610 Galileo entrega a la imprenta el Sidereus Nuncius, que, dada la gran cantidad de descubrimientos astronómicos que contenía, suscitó el máximo interés en el mundo científico. Galileo envió un ejemplar a Kepler, a través de Giuliano dei Medici, embajador de Toscana en Praga. Como respuesta a Galileo, Kepler escribe su Dissertatio Nuncio Sidereo, en la que hace constar sus propias dudas, sobre todo con respecto a la existencia de los satélites de Júpiter. El místico neoplatónico que era Kepler, para quien «el Sol era el cuerpo más hermoso» y «el ojo del mundo», no podía admitir que Júpiter tuviese satélites y que reclamase una dignidad análoga a la del Sol. Además, «no se comprende bien por qué (dichos satélites) habrían de existir, cuando en ese planeta no hay nadie que admire tal espectáculo». Más tarde, utilizando un buen anteojo —el que Galileo había enviado a Ernesto de Baviera, príncipe elector del Sacro Romano Imperio en Colonia, y que éste había cedido a Kepler— Kepler se convierte a la opinión de Galileo y publica la Narratio de observatis a se quatuor Jovis satellitibus erronibus. Mientras tanto, MartinHor ky de Lochovic —que había asistido a las demostraciones que Galileo había realizado con su anteojo en Bolonia, hacia finales de abril de 1610, en casa de Antonio Magini, profesor de matemática en Bolonia y adversario de Galileo— había escrito a Kepler una carta sobre la ineficacia del anteojo: In inferiori bus facit mirabilia; in coelo failit quia aliae stellae fixae duplica e videntur. Habeo testes excellentissimos viros et nobilissimos doctores (..) omnes instrumentum fallere sunt confessi. At Galileus obmutuit, et die 26 (...) tristis ab Illustrissiimo D. Magino discessit. Horky también escribió un libelo en contra de los recientes descubrimientos de Galileo: Brevissi ma peregrinatio contra Nuncium sidereum, y el 30 de junio de 1610 se lo envió a Kepler. Este, aunque quizá con cierto retraso, reprobó la obra de Horky. Como constataremos en las páginas dedicadas a él, Galileo introdujo el anteojo —instrumento que entonces era considerado como un objeto típico de los «viles mecánicos» e indigno de los «filósofos»— en el interior de la ciencia. Kepler, por su parte, era la persona que poseía la preparación matemática más adecuada para estudiar y desarrollar la teoría de dicho aparato. En efecto, en la primavera de 1611 apareció en Augsburgo la Dióptrica, o «demostración de aquellas cosas, antes nunca vistas por nadie, que se observan con el anteojo». La Dióptrica, escribe Kepler, es importante porque ensancha las fronteras de la filosofía. Y con respecto al anteojo, afirma: «El sabio tubo óptico es tan precioso como un cetro: quien observa a través de él se convierte en rey y puede comprender la obra de Dios A el se aplican las palabras sometes a la inteligencia I los confines del cielo y el camino de los astros » Puede afirmarse sin duda que la Dióptrica constituye «el inicio y el fundamento de una Ciencia óptica capaz de explicar el funcionamiento de las lentes y de sus diversas combinaciones del tipo de las utilizadas en el anteojo galileano o en el kepleriano también llamado «astronómico»» (G Abetti).
5.3 Kepler en Linz las «Tablas rudolfinas» y la «Armonía del mundo»
En 1611 el emperador Rodolfo II se vio obligado a abdicar en favor de su hermano Matias. Kepler, que ya había tenido que luchar inútilmente para recibir su salario, comprendió que permanecer en Praga no sería demasiado prudente. En consecuencia, se pone al servicio del gobernador de la Alta Austria, trasladándose a Linz para completar las Tablas rudolfinas y para dedicarse a sus estudios de matemática y filosofía. No obstante, la suerte sigue siéndole desfavorable: muere su hijo predilecto a causa de la viruela; poco después fallece su esposa. Su salud empeora, y no sólo esto: el pastor protestante Hitzler se encarniza con él, como sospechoso de herejía para tener una prueba de su ortodoxia, el consistorio de Stuttgart obliga a firmar la llamada «fórmula de concordia». Sin embargo, Kepler no quería aceptar en conciencia la fórmula luterana ortodoxa, que afirmaba la presencia corpórea de Dios. En su opinión esto se oponía a la idea de la sublimidad de Dios. Ante su reticencia los teólogos suabos decretaron que si Kepler no firmaba sería expulsado como si fuese calvinista. Hitzler le negó los sacramentos. Kepler había tenido que escapar de Graz porque le perseguían los católicos, y ahora en Linz eran los protestantes quienes renegaban de él.
Al quedar viudo y teniendo que ocuparse de sus hijos pequeños, Kepler decidió volver a casarse. Existe una extensa carta dirigida al barón Strahlendorf, presidente del Consejo Imperial en Praga, en la cual Kepler invita al barón a su boda y le narra el modo en que llegó a la decisión. Había once candidatas; éstas fueron examinadas una a una, discutiendo: sus méritos y las probabilidades de triunfar como esposa. La primera candidata, viuda, con dos hijas casaderas y un hijo, convenía en ciertos aspectos a un filósofo que ya no era un mozalbete; sin embargo, y entré otras, la mujer no tenía buena salud. La segunda candidata fue descartada por su excesiva juventud y su afición a los lujos. Descartada una tercera opción, también por motivos económicos, se llega a la cuarta candidata ésta, alta y atlética, no podía ir bien, dada la baja estatura de Kepler. La quinta era una mujer pobre, y Kepler no quiso decidirse enseguida. La sexta era demasiado pobre, al igual que la quinta. Los amigos le desaconsejaron la séptima. Por motivos religiosos descartó a la octava La novena también era pobre y de escasa salud, también rechazada por Kepler. La décima era pequeña, demasiado gorda y muy fea. Entonces, un amigo le propuso la undécima, que era demasiado joven. A esta altura, Kepler vuelve sobre sus pasos, se decide por la quinta y se casa con ellas. Se trataba de Susana Reutlinger, una hermosa y atractiva muchacha, pobre pero de buena familia. La elección de Kepler enseguida se reveló como adecuada.
En 1613 Kepler entrega a la imprenta su Nova stereometria doliorum vinariorum. En ella resuelve un problema práctico que en aquellos tiempos no carecía de importancia como determinar el contenido de los toneles de vino. La cuestión tenía su importancia porque el contenido de los toneles se medía entonces introduciendo en ellos un bastón. Este, convenientemente inclinado, indicaba el número de cántaros que había en el tonel. Como es obvio, se trataba de una medición aproximativa. Y es interesante advertir que Kepler soluciona el problema a través de procedimientos muy parecidos a los del cálculo infinitesimal. En 1616, mientras tanto, da comienzo la desdichada aventura de la infeliz madre de Kepler que se vio acusada de brujería y sometida a un proceso interminable, en el que también interviene la facultad de derecho de Tubinga. Kepler s comprometió a fondo en defensa de su madre y al final tuvo éxito En 1621 la madre de Kepler queda libre de la acusación. Sin embargo, sea por lo avanzado de su edad o por el encarcelamiento y el proceso, la pobre mujer falleció en abril de 1622. Al mismo tiempo, entre 1618 y 1622, Kepler había publicado en Linz su tratado de astronomía en siete libros: Epitome astronomiae copernicanae. Mientras tanto, en los primeros meses de 1619 aparecía en Augsburgo la obra Harmonices mundi libri V, en la que nos detendremos dentro de un momento. Se trata del «acto final de la fecunda vida de Kepler» (J. L .E. Dreyer). Aparecen finalmente en 1627 las Tablas rudolfinas: allí se encuentran las tablas de logaritmos, las tablas para calcular la refracción y un catálogo de las 777 estrellas que Tycho Brahe había observado, cifra que se eleva hasta 1005, al agregar las observaciones realizadas por Kepler. Gracias a estas tablas, «durante más de un siglo los astrónomos pudieron calcular con suficiente exactitud —jamás lograda antes de Kepler— las posiciones de la tierra y de los diversos planetas con respecto al Sol» (G. Abetti). En 1628 Kepler regresa a Praga, desde donde pasa a Sagan —pequeña ciudad de Silesia, entre Oreste y Wroclaw— al servicio de Albrecht Wallenstein, duque de Friedland. Este había prometido a Kepler pagarle los 12 000 florines de atrasos que se le debían por sus anteriores trabajos. Kepler, por su parte, habría entregado las efemérides calculadas hasta 1626. Sin embargo, haciendo caso omiso del ofrecimiento de Wallenstein, Kepler decidió trasladarse a Ratisbona con el propósito de conseguir de la Dieta el pago de los salarios atrasados. El viaje, a lomos de un asno enclenque —del que Kepler se deshizo por dos florines, apenas llegó a su destino— fue realmente desastroso. La fiebre hizo presa en él y, a pesar de las sangrías que se le efectuaron, nada se consiguió. Murió el 15 de noviembre de 1630, lejos de su hogar y de sus seres queridos. Tenía 59 años de edad. Fue enterrado fuera de los muros e la ciudad, en el cementerio de San Pedro, ya que no se acostumbraba a dar sepultura dentro de la ciudad a los luteranos. Hubo unos funerales muy solemnes y el sermón fúnebre se basó en un versículo del evangelio según san Lucas (11,28): «Bienaventurados aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica.»
5.4. El «Mysterium cosmographicum»: a la caza del divino orden matemático de los cielos
Si Tycho fue siempre un anticopernicano, Kepler siempre fue copernicano: «Durante toda su vida se refirió a la pertinencia del papel que copérnico le había atribuido al Sol, con el tono entusiástico del neoplatonismo renacentista» (T. S. Kuhn). Kepler fue un neoplatónico matemático un neopitagórico que creta en la armonía del mundo. Por esto no pudo apreciar el escasamente armónico sistema de Brahe Kepler creía que la naturaleza se hallaba ordenada por reglas matemáticas, que el científico tenía el deber de descubrir. Cuando en 1596 Kepler publicó el Mysterium cosmographicum, creyó haber cumplido con ese deber, por lo menos en parte. En esta obra se conjugan la fe en el sistema copernicano con la fe neoplatónica en una Razón matemática divina, que ha presidido la creación del mundo. Después de haber desarrollado ampliamente —utilizando dibujos detallados— los argumentos en favor del sistema copernicano, Kepler afirma que el número de los planetas y la dimensión de sus órbitas podían comprenderse siempre que se hubiese comprendido la relación que existe entre las esferas planetarias y los cinco sólidos regulares, platónicos o cósmicos. Estos sólidos, ya mencionados con anterioridad, son el cubo, el tetraedro, el dodecaedro, el icosaedro y el octaedro. Como es fácil de apreciar, si se observa la figura 3, estos poliedros tienen la propiedad de que todas sus caras son idénticas, y están constituidas por figuras equiláteras. Desde la antigüedad se sabía que sólo había cinco cuerpos que poseyesen tales características, los cinco indicados, que aparecen en la figura 3. En su trabajo, Kepler sostuvo que si la esfera de Saturno circunscribiese al cubo en el cual estuviese inscrita la esfera de Júpiter, y si tetraedro estuviese inscrito en la esfera de Júpiter, mientras circunscribe la esfera de Marte, y así sucesivamente con las otras esferas y los otros tres polígonos (véase la figura 4), entonces, mientras se demostraban las dimensiones relativas de todas las esferas, se llegaba a comprender también la razón por la que sólo existían seis planetas. Estas son las palabras de Kepler: «El orbe de la Tierra es la medida de todos los demás orbes. Circunscríbela con un dodecaedro, circunscrito a su vez por la esfera d Marte. Circunscribe la esfera de Marte con un tetraedro, contenido a vez por la esfera de Júpiter. Circunscribe la esfera de Júpiter con i’ la esfera que lo rodea a éste será la de Saturno. En el orbe de la Tierra inscribe un icosaedro, que tendrá inscrita en él la esfera de Venus. En Venus inscribe un octaedro, en el que estará inscrita la esfera de río. Aquí encuentras la razón del número de los planetas.» Dios es matemático. Y el trabajo de Kepler consistió precisamente en apresar las armonías matemáticas y geométricas del mundo. Creyó haber encontrado muchas, aunque las que tendrían un futuro más prometedor fueron sólo tres, sus famosas tres leyes de los planetas. En todo caso, «la convicción de que el mundo posee una estructura matemática definible, que hallaba su formulación teológica en la creencia de que Dios se había guiado por consideraciones matemáticas durante la creación del mundo; la inamovible certidumbre de que la simplicidad constituye un signo de la verdad y de que la simplicidad matemática se identifica con la armonía y con la belleza; y, finalmente, la utilización de la sorprendente circunstancia de que existan exactamente cinco poliedros que satisfacen las más rigurosas exigencias de regularidad y que por lo tanto deben tener por fuerza un vínculo con la estructura del universo: todos éstos son síntomas inequívocos de una concepción del mundo pitagórico-platónico, que se nos aparece más viva que nunca. Este era el estilo de pensamiento del Timeo, el cual —después de haber desafiado el predominio del aristotelismo a través de todo el medievo— se hace fuerte una vez más, siguiendo una tradición continuada, aunque a veces resulte invisible» (E. J. Dijksterhuis).
5.5. Del círculo a la elipse. Las tres leyes de Kepler
La ciencia necesita mentes creativas (de hipótesis, de teorías), tiene necesidad de imaginación y al mismo tiempo de rigor en el control de estas hipótesis. En la historia del pensamiento científico no ha existido quizás otro científico que haya poseído tanta fuerza imaginativa como Kepler y que al mismo tiempo haya asumido —como lo hizo él— una actitud tan crítica con respecto a sus propias hipótesis. Más tarde, se reveló que era insostenible la idea de una relación entre los planetas y los poliedros. Empero, lo que ésta expresaba era un programa de investigación que aún tenía que demostrar toda su fecundidad. Ptolomeo no había sido capaz de aplicar el irregular movimiento de Marte y ni siquiera Copérnico lo había logrado. Tycho Brahe había llevado a cabo innumerables observaciones al respecto, pero incluso él había tenido que ceder ante las dificultades. Después de la muerte de Brahe, Kepler afronta el problema. Trabajó en a1rededor de diez años. El propio Kepler nos informa sobre este trabajo agotador, del que nos dejó una apasionante y detallada descripción. Los intentos se suceden unos a otros y todos son en vano. No obstante, a través de esta larga serie de ensayos fallidos, Kepler llega a la conclusión de que era imposible resolver el problema apelando a una determinada combinación de círculos: todas estas combinaciones no se correspondían con los datos observables, y por lo tanto las órbitas propuestas quedaban eliminadas. Además de círculos utilizó en sus ensayos figuras ovales. Una vez más las observaciones no concedieron validez a las propuestas teóricas. Finalmente cayó en la cuenta de que teoría y observaciones podían determinar de acuerdo con una sencilla ley. Fue un descubrimiento sensacional: quedó definitivamente superado el antiguo y ya venerable dogma de la naturalidad y la perfección del movimiento circular. Mediante un sencillísimo procedimiento matemático se podía dentro de un universo copernicano, una cantidad indeterminada de observaciones y podían efectuarse previsiones (y postvisiones) seguras y precisas. De este modo, introduciendo su propia hipótesis elíptica en el lugar del plurisecular dogma de la circularidad y la uniformidad de lo movimientos planetarios, (Kepler) llevó a cabo un giro profundamente revolucionario en el interior de la revolución copernicana misma» (A Pasquinelli). Estas son las dos leyes que contienen la solución final del problema, que sigue siendo válida en la actualidad. Primera ley: Las órbitas de los planetas (Marte) forman elipses, uno de cuyos focos está ocupa do por el sol (véase la figura 5) Segunda ley La velocidad orbital de cada planeta varia de forma tal que la línea que une al Sol con el planeta cubre en intervalos de tiempo iguales, porciones iguales de la superficie de la elipse.
La substitución de las orbitas circulares de Ptolomeo de Copernico incluso de Galileo, mediante la elipse (1ra. ley); y la substitución del movimiento uniforme alrededor de un centro, mediante la ley de las superficie iguales (2da ley), son suficientes para eliminar toda la multitud de los excéntricos y los epiciclos «Por primera vez una única curva geométrica no combinada con otras curvas y una única ley del movimiento son suficientes para poder prever la posición de los planetas. Y por primera vez estas previsiones resultan tan precisas como las observaciones. El sistema astronómico copernicano que ha heredado la ciencia moderna, por tanto es un producto conjunto de la obra de Kepler y de Copérnico» (T. Kuhn).
En 1618, en el Epitome astronomiae copernicanae, Kepler extiende estas dos leyes a otros planetas, a la Luna y a los cuatro satélites de Júpiter que habían sido descubiertos pocos años atrás. En 1619 en las Armonías del mundo, Kepler anuncia su Tercera ley: Los cuadrados de los períodos de revolución de los planetas se hallan en la misma relación que los cubos de sus respectivas distancias al Sol. Si T1 y T2 son los períodos de tiempo necesarios para que dos planetas den una vuelta completa a sus órbitas; y si Rl y R2 son las respectivas distancias medias entre los planetas y el sol entonces la relación entre los cuadrados de los períodos orbitales es igual a la relación existente entre los cubos de las distancias medias al sol: (T1/T2) = (R1/R2). Se trata de «una ley llena de fascinación, porque establece una regla que nunca había sido observada antes en el sistema planetario» (T. S. Kuhn). Sin embargo, lo fundamental consistía en que los principios de la cosmología aristotélica eran arrancados de raíz: «en lugar, se colocaban relaciones matemáticas racionales» (C. Singer). En efecto, a partir de ahora el sistema solar se había desvelado a través de toda una red de claras y sencillas relaciones matemáticas, y «sus componentes por primera vez habían sido conectados mediante la ley que establecía una relación entre las distancias con respecto al Sol y los períodos de revolución» (J . L. E. Dreyer).
5.6. El Sol como causa de los movimientos planetarios
Misticismo, matemática, astronomía y física —escribe Dijksterhuis— se encuentran estrecha o, mejor dicho, inextricablemente asociados en la mente de Kepler. En la Armonía del mundo, habla de un frenesí divino y de un rapto inefable a través de la contemplación de las armonías celestiales. En las Armonías del mundo es donde Kepler pone de manifiesto más que en ningún otro sentido su fe en las armonías, en el orden matemático de la naturaleza. En esta armonía el Sol desempeña un papel fundamental. Sin ninguna duda, el modo en que Kepler describe el logro de su primera ley se ensalza en nuestros días como ejemplo perfecto de procedimiento científico. Existe un problema: las irregularidades en el movimiento de Marte. Se elabora toda una serie de conjeturas, como ensayos de solución del problema. Sobre este conjunto de conjeturas se dispara el mecanismo de la prueba selectiva, descartándose todas aquellas hipótesis que no resisten el contraste con las observaciones empíricas, hasta llegar a lii teoría correcta. No sólo se considera que el procedimiento constituye un modelo de investigación científica, sino que también se valora mucho el relato que Kepler ofrece acerca de la manera en que llegó hasta la ley. Comprobamos la pasión ante un problema que persiguió a Kepler durante diez años, y en compañía de éste pasamos por las esperas gozosas y las amargas desilusiones, las reiteradas batallas y los sucesivos fracasos, los callejones sin salida a los que llegó, la tenacidad con que emprende el desarrollo de cálculos dificultosos, su constancia y su perseverancia en la búsqueda de un orden que debe existir, porque Dios lo ha puesto allí: es una autentica lucha con el Ángel que al final no le niega su bendición. Nos encontramos ante la descripción de una investigación donde la retórica de las conclusiones esta substituida por el pathos de la más noble de las aventuras: el pathos de la búsqueda de la verdad.
Sin embargo la manera en que Kepler obtiene su segunda ley de la que además depende la primera, no resulta menos interesante e instructiva. En el cuarto capítulo de la Astronomía nova, Kepler describe el Sol como el «único cuerpo apto, en virtud de su dignidad y potencia (para los planetas en sus órbitas), y digno de convertirse en morada del mismo Dios, por no decir el primer motor». En el Epitome astronomiae copernicanae leemos lo siguiente: «El Sol es el cuerpo más hermoso; en cierta manera, es el ojo del mundo. En tanto que fuente de la luz o fanal resplandeciente, adorna, pinta y embellece los demás cuerpos del mundo (…). En lo que respecta al calor, el Sol es el hogar del mundo, que sirve para calentar los globos existentes en el espacio intermedio (...). En lo que respecta al movimiento, el Sol es la causa primera del movimiento de los planetas, el primer motor del universo, a causa de su propio cuerpo.» En Kepler hay una metafísica del Sol. Los planetas ya no se mueven con movimiento natural circular. Recorren elipses y, en consecuencia, ¿qué es lo que los mueve? Son movidos por una fuerza motriz como la fuerza magnética, fuerza que emana del Sol. Nos hallamos ante una intuición metafísica que hace referencia al mundo físico, de acuerdo con la cual los planetas recorren sus órbitas impulsados por los rayos de un anima motrix, provenientes del Sol. Según Kepler, estos rayos actúan sobre el planeta; la órbita de éste, empero, es elíptica; por tal motivo, los rayos del anima motrix que caen sobre un planeta que se encuentra a una distancia doble del sol se reducirán a la mitad, y por consiguiente la velocidad del planeta también disminuirá a la mitad, en comparación con la velocidad orbital que posee cuando se halla más cerca del Sol. Kepler supuso que «en el Sol existía un intelecto motor capaz de mover todas las cosas alrede dor de él, pero sobre todo las más cercanas, debilitándose en cambio con respecto a las más distantes, ya que al aumentar las distancias se atenúa su influencia». La figura 7 (tomada también de Kuhn) ilustra gráficamente la idea de Kepler. La fe neoplatónica lleva a Kepler hasta su segunda ley: «El creta que las leyes matemáticamente simples estaban en la base de todos los fenómenos naturales y que el Sol era la causa de todos los fenómenos físicos» (T.S. Kuhn). Acerca de esta última convicción, influido también por la lectura del De Magnete, que había publicado en 1600 el médico ingles William Gilbert (1540 1603), Kepler esboza una teoría magnética del sistema planetario. Habla de la fuerza con la que la Tierra atrae los cuerpos, y en la introducción a la Astronomía nova habla también de una atracción recíproca. En las notas a su Somnium (redactado entre 1620 y 1630), atribuye las mareas «a los cuerpos del Sol y de la Luna que atraen las aguas del mar con una fuerza parecida a la magnética». Algunos han querido ver en estas ideas una anticipación de la teoría de la gravitación de Newton. Con toda verosimilitud, esto no es así. Es verdad, sin embargo; que la sistematización matemática del sistema copernicano y el paso desde el movimiento circular (natural y perfecto) hasta el elíptico, planteaba problemas que Kepler advirtió, aisló y trato de resolver junto a los resultados obtenidos Kepler dejó en herencia estos problemas a la generación siguiente. El falleció en 1630 y a principios del 1642 moría Galileo. En este último año, en Woolsthorpe, condado de Lincoln (Inglaterra), nació IsaaC Newton, el hombre que —recogiendo los resultados logrados por Kepler y Galileo— estaba destinado a resolver los problemas que estos habían deja do abiertos y a dar así a la física la estructura que hoy conocemos con el nombre de «física clásica» En realidad, como escribió W. Whewell, «si los griegos no hubiesen estudiado las secciones cónicas, Kepler no habría substituido a Ptolomeo, si los griegos hubiesen desarrollado la dinámica, Kepler hubiese podido anticiparse a los descubrimientos de Newton».
6. EL DRAMA DE GALILEO Y LA FUNDACIÓN DE LA CIENCIA MODERNA
6.1. Galileo Galilei: su vida y sus obras
Galileo Galilei nació en Pisa el 15 de febrero de 1564, hijo de Vicenzo, músico y comerciante, y de Giulia Ammannati di Pescia. En 1581 se halla matriculado entre los «escolares artistas» del Estudio de Pisa. Habría debido llegar a médico, pero se dedica en cambio a los estudios de matemática bajo la dirección de Ostilio Ricci, discípulo del algebrista Niccoló Tar t a quien debemos la fórmula para solucionar las ecuaciones de ter gr’ado. En 1585 Galileo escribe en latín los Teoremas sobre el centro de pravedad de los só1idos, y en 1586, la Balancita, donde se hace evidente el influjo del «divino Arquímedes» y donde —esto es lo más importante— en vez de indagar sobre la naturaleza de los cuerpos, se determina su peso específico. Para Galileo la Balancita constituye «su primer paso en la producción científica». Al mismo tiempo no descuida sus intereses humanistas, como lo atestiguan sus dos cursos en la Academia florentina Sobre la figura, lugar y tamaño del Infierno de Dante (1588), y las Consideraciones sobre Tasso, que se remontan a 1590. En sus lecciones sobre el infierno de Dante, Galileo se propone defender la hipótesis de Antonio Manetti sobre la topografía del Infierno. Sin embargo, lo que hay que destacar «es el modo en que se desarrolla esta defensa, que da lugar a una serie de problemas geométricos concretos, que Galileo trata con una rigurosa habilidad matemática y con un perfecto dominio del texto que interpreta» (L. Geymonat). Con el apoyo del cardenal Francesco del Monte, fue nombrado profesor de matemática en Pisa en 1589. Al año siguiente escribe el De Motu, donde sigue siendo central la teoría del impetus, aunque modificada en parte.
Llamado a ejercer la docencia en Padua, Galileo pronuncia el 7 de diciembre de 1592 su discurso de ingreso en el claustro universitario. Permanecerá allí durante dieciocho años, hasta 1610. Estos serán los años más fecundos de su vida. Como profesor de matemática, comenta el Almagesto de Ptolomeo y los Elementos de Euclides. Entre 1592 y 1593 redacta la Breve instrucción para la arquitectura militar, el Tratado de las fortificaciones y las Mecánicas. El Tratado de la esfera, o Cosmografía, es de 1597, y en el Galileo expone todavía el sistema geométrico de Ptolomeo. Sin embargo, dos cartas (la primera dirigida a Jacopo Mazzoni el 30 de mayo de 1597; la segunda, a Kepler, el 4 de agosto de ese mismo año) a entender que en aquella época ya había abrazado la teoría copernicana Frecuenta los ambientes culturales paduanos y venecianos, traba amistad con Giovanfrancesco Sagredo (noble veneciano, estudioso de la óptica), con fray Paolo Sarpi y con fray Fulgenzio Micanzio También en Venecia entra en relación con Marina Gamba, de la que tendrá tres hijos Virginia, Livia y Vincenzo. En Padua frecuenta la amistad del aristotélico Cesare Cremonini En 1606 pública Las operaciones del compas geometrico militar. Al tener noticia, en 1609, del anteojo, lo construye por su cuenta, lo perfecciona, se atreve a dirigirlo in superioribus y consigue los magnifico descubrimientos astronómicos expuestos en el Sidereus Nuncius de 1610. Convertido en un personaje célebre, ese mismo año el gran duque Cosme II de Medici le otorga el cargo muy rentable de «matemático extraordinario del estudio de Pisa», sin obligación de residencia ni de dar clases, y de «filósofo del Serenísimo Duque». Prosigue en Florencia sus investigaciones astronómicas, pero al mismo tiempo su adhesión al copernicanismo le provoca sus primeras dificultades. En 1613 y 1615 escribe las famosas cuatro cartas copernicanas sobre las relaciones entre ciencia y fe: una a su discípulo, el benedictino Benedetto Castelli; dos a monseñor Piero Dini y otra a Madama Cristina de Lorena, gran duquesa de Toscana. Acusado de herejía debido a su copernicanismo y denunciado más tarde al Santo Oficio, fue procesado en Roma en 1616, y se le pro enseñar o defender de palabra o por escrito las teorías incriminadas. Como consecuencia de la polémica con el jesuita Orazio Grassi sobre la naturaleza de los cometas, surge el Ensayador, publicado en 1623. En esta obra se defiende una teoría de los cometas cuyo carácter erróneo se comprobará más adelante: Galileo sostiene que los cometas son meras apariencias, producidas por la luz que se refleja sobre vapores de origen terrestre. Sin embargo, también se exponen aquí algunas de las directrices básicas de la concepción filosófica y metodológica de Galileo.
En 1623 sube al trono pontificio, con el nombre de Urbano VIII, el cardenal Maffeo Barberini, amigo de Galileo, que ya le había favorecido en el pasado y que también había protegido a Campanella. Recobrado el valor y la esperanza, Galileo escribe el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo. A pesar de sus precauciones no es difícil imaginarse que esta nueva obra constituía la más acérrima defensa del copernicanismo. Procesado una vez más en 1633, Galileo es condenado y obligado a la abjuración. La prisión perpetua se le conmuta enseguida por el confinamiento, primero junto a su amigo Ascanio Piccolomini, arzobispo de Siena, que lo trata con mucha deferencia; más adelante, en su propia casa de Arcetri, donde no podía recibir a nadie ni escribir nada, sin previa autorización. En la soledad de Arcetri Galileo escribe su obra más original y mayor relevancia: los Discursos y demostraciones matemáticas en torno dos nuevas ciencias, que aparecerán en Leiden en 1638. Más tarde Lagran ge escribirá: «La dinámica es una ciencia que se debe por entero a lø. científicos de la época moderna. Galileo le sirve de padrino de bautismo (...). Galileo dio el primer paso importante, abriendo así el camino nuevo e inmenso al progreso de la mecánica en cuanto ciencia.» En Arcetri Galileo tuvo el consuelo de verse asistido durante una temporada por hija sor Maria Celeste (en el siglo, Virginia). Esta muere el 2 de abril d 1634, a los 33 años. Su muerte es para Galileo «causa de un llanto inconsolable». Pocos días después, en una carta al hermano de su nuera, Geri Bocchineri, empleado en las oficinas del gobierno del gran ducado, Galileo escribe estas palabras: «(...) una tristeza y una melancolía inmensas una extremada inapetencia, me odio a mí mismo, y continuamente oigo que me llama mi querida hijita.» Para comprender las relaciones en Galileo y su hija predilecta, mujer de sentimientos muy finos y de t «elevado intelecto», haremos referencia a algunas cartas enviadas por el a su padre, estando éste en Roma, después de la condena de 1633. Galileo no quería que la noticia de su condena llegase a oídos de su hija, que era monja y poseía una gran sensibilidad religiosa. No obstante, fue imposible conservar el tema en secreto. Apenas sor Maria Celeste se entera de la condena de su padre, le envía una carta, fechada el 30 de abril: «Queridísimo señor padre, he querido escribirle ahora, para que sepa que comparto sus dificultades, cosa que debería serle de algún alivio: ya le he indicios de ello en alguna otra ocasión, queriendo que estas c, agradables sean todas mías.» A primeros de julio le escribe: «Queridísimo señor padre, ahora es el momento de apelar más que nunca a aquella prudencia que le ha concedido el Señor Dios, soportando estos golpes con aquella fortaleza de ánimo que es propia de su religión, su profesión y su edad. Y ya que usted, por sus muchas experiencias, puede conocer en su plenitud la falacia y la inestabilidad de todas las cosas de este mi traidor, no haga demasiado caso de estas borrascas, sino más bien esperar a que pronto se serenen y se transformen en una satisfacción muy grande.» Y el 16 de julio: «Cuando V. S. estaba en Roma, yo me decía tengo la alegría de que salga de allí y venga a Siena, esto me basta, para decir que casi está en su casa; pero ahora no estoy satisfecha, sino deseo tenerle aquí, aún más cerca.» Sor Maria Celeste fallece en 1634 Galileo queda destrozado. Luego paulatinamente se va recobrando. Se dedica de nuevo a la ciencia y escribe sus grandes Discursos. Durante la última fase de su vida. Galileo pierde la vista y padece numerosos y sufrimientos. Acompañado por sus discípulos, Vincenzo, Viviani y Evangelista Torricelli, en la noche del 8 de enero de 1642 —como leemos en el Relato histórico de Viviani— Galileo «con filosófica y cristiana consta entregó su alma al Creador, pasando ésta —como sucede a quienes tienen fe— a gozar y a contemplar más de cerca aquellas eternas e inmutables maravillas que, mediante frágil artificio, había procurado con tanto anhelo e impaciencia que se aproximasen a los ojos de nosotros, los mortales.
6.2. Galileo y la fe en el anteojo
En 1597, en una carta dirigida a Kepler, Galileo afirma haberse adherido «desde hace ya muchos años (...) a la doctrina de Copérnico». Agrega lo siguiente: «Partiendo de esa posición, he descubierto la causa de muchos efectos naturales que sin ninguna duda resultan inexplicables a la luz de las hipótesis corrientes. Ya he escrito muchos argumentos y muchas refutaciones de los argumentos contrarios, pero hasta ahora no me he atrevido a publicarlos, atemorizado por el destino del mismo Cópernico, nuestro maestro.» Estas preocupaciones y temores llegarán a desvanecerse del todo, sin embargo, pocos años después, cuando en 1609, dirigiendo su anteojo hacia el cielo, Galileo comienza a acumular toda una serie de pruebas que, por un lado, asestan un golpe decisivo a la venerable imagén aristotélico-ptolemaica del mundo y, por el otro, eliminan los obstáculos que se oponían a la aceptación del sistema copernicano, brindándole a éste un sólido respaldo.
En la primavera de 1609 Galileo recibe la noticia de que «un flamenco había fabricado un lente mediante el cual los objetos visibles, por muy lejos que estuviesen de los ojos del observador, se veían con tanto detalle como si estuviesen cercanos». Poco después un ex discípulo suyo, Jacopo Badovere, le confirma lo mismo desde París, «cosa que me llevó a aplicarme del todo a buscar las razones y a idear los medios por los cuales pudiese yo llegar a crear un instrumento similar». Galileo prepara un tubo de plomo, en cuyos extremos coloca dos lentes «ambas planas por un lo mientras que por otro una era convexa y otra, cóncava; luego, acercando un ojo a la lente cóncava, vi los objetos bastante grandes y cerca- va que parecían tres veces más cerca y nueve veces más grandes de lo que se contemplaban a simple vista. Después preparé otro más perfecto, que representaba los objetos con un aumento de más de sesenta veces». Finalmente sigue diciendo Galileo, «sin ahorrarme trabajo ni gasto alguno llegué a construirme un instrumento tan excelente que las cosas vistas a través de él parecían casi mil veces más grandes y más de treinta veces más cerca que si se mirasen sólo con la facultad natural. Sería del todo superfluo enumerar cuántas y cuáles son las ventajas de este instrumento, tanto en tierra como en el mar» El 25 de agosto de 1609 Galileo presenta este aparato, como invención de su propiedad, al gobierno de Venecia El entusiasmo es tan grande que se le aumenta a Galileo su retribución anual desde 500 a mil florines y se le propone una renovación vitalicia del contrato como profesor que habría caducado al año siguiente.
Como ha hecho notar Vasco Ronchi, la invención del anteojo por unos holandeses o, incluso antes, por un italiano, o el redescubrimiento y la reconstrucción del anteojo por Galileo, no es un episodio que suscite demasiada admiración. El hecho de veras interesante es que Galileo haya introducido el anteojo en la ciencia, utilizándolo como instrumento científico y concibiéndolo como potenciador de nuestros sentidos. «El principal interés de la cuestión (del anteojo) no reside en la lenta y, si se quiere, modesta colaboración de tantas personas que, involuntariamente y sin gran esfuerzo, han puesto el nuevo instrumento a disposición de la humanidad. El auténtico, el gran interés está en la definición del proceso lógico con el cual se ha modificado la mentalidad del mundo científico, que al principio no quería saber nada de esta novedad, pero luego acabó por reconocer que constituía un verdadero tesoro, transformándolo en uno de los recursos mas poderosos para el conocimiento del mundo» (V. Ronchi). La filosofía medieval había ignorado las lentes para anteojos, como Objetos propios para enfermos, para ancianos o para realizar trucos durante las ferias populares. Francesco Maurolico estudiará las lentes, pero fue Giambattista della Porta quien en su Magia naturalis (1589) rescató las es del mundo de los artesanos y las incluyó en la filosofía. Tanto Porta como Kepler (en los Paralipomena ad Vitellionem, 1604) «se habían aproximado al anteojo hasta casi rozarlo, llegando a escribir frases que podían dar a entender que lo habían encontrado, pero no lo fabricaron». No se confiaba en las lentes, se pensaba que engañaban. Existía la idea de que los ojos que Dios nos dio eran suficientes para ver las cosas que hay en el mundo y no necesitan perfeccionamientos. Además, y antes que nada, a prejuicios arraigados en la cultura académica y eclesiástica con respecto a las artes mecánicas. Incluso la expresión «vil mecánico» será utilizada como insulto. El mismo Porta, el 28 de agosto de 1609, cuatro días después de que Galileo hubiese escrito al dux Leonardo Donato; presentándole el anteojo, escribirá desde Nápoles a Federico Cesi, fundador de la Accademia dei Lincei, una carta en la que se lee: «He visto el secreto los lentes y se trata de un ardid pueril, tomado de mi libro noveno De refractione, y se lo describiré, para que V.E. se divierta con ello.»
En esencia, la grandeza de Galileo en relación con el anteojo está en haber superado toda una serie de obstáculos epistemológicos, de ideas que vetaban otras ideas y nuevas investigaciones. Los militares no se habían inmutado ante la novedad y el público culto no sintió ninguna confianza en el anteojo. Por ejemplo, se decía que no brindaba imágenes verídicas, pero Galileo confiesa a Matteo Carozio haber experimentado su telescopio «cien mil veces con cien mil estrellas y objetos diversos». Se Geymonat, la observación de estos «diversos objetos tenía la finalidad de proporcionar una prueba de la veracidad del aparato; la observación de las estrellas, proporcionar una prueba de su importancia». Después «centenares de miles de experiencias con miles y miles de objetos, cercanos y lejanos, grandes y pequeños, iluminados y obscuros», Galileo se sentía tranquilo ante la veracidad del instrumento. Lo que cuenta estuvo es que tuvo confianza en él, creyó en su valor científico, introduciéndolo como arma decisiva en la lucha entre el sistema ptolemaico y el copernicano. En resumen, lo que hay que destacar es «la confianza de Galileo en un instrumento que había nacido en el ambiente de los «mecánicos», que había progresado sólo a través de la práctica, que había sido parcialmente acogido en los ambientes militares, pero ignorado, cuando no despreciado, por la ciencia académica y oficial» (Paolo Rossi). El aristotélico paduano amigo de Galileo, Cesare Cremonini no quiso mirar por el anteojo (« y luego, de mirar con esos lentes me deja la cabeza atontada: basta, no quiero saber más del asunto»). No obstante, Galileo dirigió su anteojo hacia el cielo, cosa que nos parece ahora un acto sencillo, razonable y normal, pero que en aquellos tiempos era como si hoy un ilustre clínico utilizase sanguijuelas para curar una pulmonía. Contemplar el cielo a través del anteojo era entonces, para la mayoría de los sabios, un acto irrazonable.
Cuando Galileo vio que en la Luna había montañas y valles, enseguida comprendió que podía desencadenarse una ofensiva sin precedente en contra de los peripatéticos. Galileo convierte el anteojo en elemento desicivo para el saber, dejando de ser un simple aparato carente de significado científico como era antes. En sus manos o, mejor dicho, en sus proyectos cognoscitivos se transforma en algo distinto a lo anterior. A diferencia de Kepler, Galileo tuvo fe (una fe que para él estaba justificada, aunque los demás fuese irrazonable) en el anteojo. Pensó que éste potenciaba nuestros ojos: «Incluso aquellas estrellas que no suelen aparecer ante nuestra vista y ante nuestros ojos, por su pequeñez y por la debilidad de nuestra vista, pueden verse por medio de este instrumento.» Más aún «¿Pretenderemos acaso (...) que nuestros ojos son la medida de todas las luces, de modo que, cuando el aspecto de los objetos luminosos no se vuelve sensible ante nosotros, hay que afirmar entonces que no llega la luz de aquéllos? Quizá las águilas o los linces ven esas estrellas, que permanecen ocultas ante nuestra débil vista.» En realidad, no basta con mirar «hay que mirar con ojos que quieran ver, que crean en lo que ven, crean ver cosas que tienen valor» (V. Ronchi).
6 3. El «Sidereus Nuncius» y la confirmación del sistema copernicano
El 12 de marzo de 1610 Galileo publica en Venecia el Sidereus Nuncios. Al principio de la obra escribe: «Grandes son, en verdad, las cosas que en este tratado propongo ante la visión y la contemplación de quienes estudian la naturaleza. Grandes, digo, tanto por la excelencia de la materia en sí misma, como por su novedad jamás oída en todas las épocas precedentes y también por el instrumento en virtud del cual aquellas mismas cosas se han puesto de manifiesto ante nuestros sentidos.» Estás son las grandes cosas que Galileo propone a la visión y la contemplación de los estudiosos de la naturaleza: 1) el añadir a la multitud de las estrellas fijas, visibles a simple vista, «otras innumerables estrellas, jamás vistas antes» El universo pues aumenta de tamaño, 2) «con la certeza que nos da la experiencia sensible» se puede saber «que la Luna no se halla para nada revestida de una superficie lisa y plana, sino escarpada y desigual, y del mismo modo que la faz de la Tierra, está cubierta en todas partes por grandes prominencias valles profundos y anfractuosidades». Esto es un cubrimiento de la enorme trascendencia, porque destruye la distinción entre cuerpos terrestres y cuerpos celestes, distinción que constituía un auténtico pilar de la cosmología aristotélico-ptolemaica 3) la galaxia no es «otra cosa que una acumulación de innumerables estrellas, diseminadas en grupos; si se dirige a cualquier región de ella el anteojo, enseguida se presenta ante la vista una ingente muchedumbre de estrellas». Mediante tal observación Galileo considera que se solucionan «con la certeza que procede de los ojos todas las disputas que durante tantos siglos atormenta la los filósofos, y nosotros quedamos liberados de discusiones verbalistas». 4) «además (maravilla aún más grande) las estrellas que los astrónomos habían llamado hasta hoy «nebulosas» son rebaños de pequeñas estrellas dispuestas de un modo admirable»; 5) empero, «el argumento más importante» del Sidereus Nuncius consiste para Galileo en el descubrimiento de los satélites de Júpiter (que llamó «estrellas de los Medici», en honor de Cosme II de Medici), en la posibilidad de «revelar y divulgar cuatro planetas, que desde los orígenes del mundo jamás habían sido vistos, la ocasión de haberlos descubierto y estudiado, y además, sus colocaciones y las observaciones realizadas durante los dos últimos meses sobre su comportamiento y sus mutaciones». Este descubrimiento ofreció a Galieleo la inesperada visión en el cielo de un modelo a escala reducida del Copernicano.
Al tiempo que se obtenían confirmaciones de la teoría copernicana, simultáneamente se iba resquebrajando la concepción del mundo aristotélico-ptolomaica. En primer lugar, Galileo en contra de Aristóteles y de Ptolomeo puede sostener que no existe una diferencia de naturaleza entre la tierra y la luna. Ello se debe a que entre los astros al menos la Luna no posee los rasgos de perfección absoluta que le atribuía la tradición. Además, siendo igual que la Tierra, la Luna se mueve, ¿por qué, entonces, no habría de moverse la Tierra, cuya naturaleza no difiere de la luna? La imagen del universo no sólo queda ampliada a través de la observación de las galaxias, las nebulosas y otras estrellas fijas, sino que cambia: el mundo sublunar ya no es distinto del lunar. Cambia también por el hecho de que la observación de las estrellas fijas nos permite afirmar que se hallan mucho más lejos que los planetas y no inmediatamente detrás del cielo de Saturno, como exigía la tradición. Como ya se ha dicho, Júpiter con sus satélites servía de modelo a escala reducida del sistema copernicano.
Por lo tanto hay dos grandes teorías que compiten entre sí. Se trata de dos sistemas el ptolemaico (con la Tierra inmóvil en el centro y el Sol que gira a su alrededor) y el copernicano (donde es la Tierra la que gira en torno al Sol). En el Sidereus Nuncius Galileo aduce argumentos en contra del primero y en apoyo del segundo: cada argumento que corrobora la teoría copernicana es un nuevo golpe que se asesta a la concepción ptolemaica Sin embargo, las cosas no quedan aquí. En efecto, poco antes de abandonar Padua para trasladarse a Florencia e inmediatamente después de comenzar su período florentino (el 11 de septiembre de 1611), Galileo efectúa otras observaciones de enorme importancia para el fortalecimiento de la doctrina de Copérnico y que, al mismo tiempo, sirven para demoler la doctrina de Ptolomeo. Advierte el aspecto tricorpóreo de Saturno, (se trata del anillo de Saturno, que no podía distinguirse a través de anteojo de Galileo), pero en particular descubre las fases de Venus y las manchas del Sol. Venus presenta fases al igual que la Luna: se trata de una «experiencia sensata», explicable mediante la teoría copernicana, pero no con la de Aristóteles y Ptolomeo. De este modo «nos hemos (...) cerciorado de que todos los planetas reciben la luz desde el Sol, al ser tenebrosos por su propia naturaleza». Además, Galileo está «segurísimo de que las estrellas fijas son por sí mismas luminosísimas y no necesitan la irradiación del Sol; la cual Dios sabe si llega tan lejos». En carta a Federico Cesi fechada el 12 de mayo de 1612, Galileo —a propósito de las manchas solares— afirma que dicha novedad es «el funeral o, más bien, el juicio extremo y final de la pseudofilosofía». A diferencia de cuanto se afirma la concepción aristotélica, también en el Sol se producen mutaciones alteraciones. A este respecto, a Galileo no se le ocurre cómo podrán lo peripatéticos salvar y conservar «la inmutabilidad de los cielos». En realidad, los peripatéticos idearán «imaginaciones» como un intento de salvamento (hoy las llamaríamos hipótesis ad hoc) en apoyo del sistema ptolomaico en peligro. Por ejemplo, el jesuita Cristóbal Scheiner interpretará las manchas solares como enjambres de astros que giran ante el Sol. Esta hipótesis pretendía llevar la causa de las manchas solares fuera del restableciendo la inmutabilidad y la perfecta constitución del Sol. No obstante, Galileo hizo notar que la formación y la desaparición de las machas eran fenómenos irregulares, carecían de una forma especifica y, por lo tanto, no presentaban en absoluto los rasgos de un sistema de astros. Otro jesuita, el padre Clavio (Cristóbal Klau) —profesor de matemática en el Colegio Romano— con el propósito de salvar la perfección de la Luna emitió la hipótesis de que las montañas y los valles que Galileo había observado en la superficie lunar estarían cubiertos de una substancia cristalina transparente y perfectamente esférica. De esta manera, ante los ataques fácticos que Galileo lanzaba contra la teoría ptolemaica, O* respondía con un contraataque teórico, que se proponía restablecer la vieja teoría. Tal contraataque era lógicamente posible, pero metodológicamente incorrecto: al negarse a descubrir los errores de una teoría prohíbe el avance hacia teorías mejores y, en consecuencia, el progreso del saber. Galileo responde a Clavio lo siguiente: «Verdaderamente se trata de una imaginación muy hermosa... lo único que le falta es no estar de mostrada ni ser demostrable.» En aquella época, en efecto, la hipótesis sugerida por Clavio no era controlable empíricamente (como lo sería hoy, en cambio): ¿cómo podía Clavio probar la existencia de una esfera cristalina alrededor de la Luna? Y si se hubiese dicho que en la superficie de la Luna sí existe una substancia cristalina, pero se halla dispuesta en forma de hondonadas y de montañas, ¿de qué manera habría logrado demostrar Clavio que esta hipótesis era falsa? Lo cierto es que «la revolución científica efectuada por Galileo no sólo se basa en las novedades contenidas en (sus) descubrimientos, sino también y sobre todo en la nueva madurez netodológica que revela» (L. Geymonat). En cualquier caso, Galileo por medio de sus descubrimientos astronómicos decide en beneficio total del sistema copernicano la disputa entre éste y el sistema ptolemaico. Thomas S. Kuhn escribe: «La teoría de Copérnico (...) sugería que los planetas eran semejantes a la Tierra, que Venus presentaba fases y que el universo debía ser mucho más amplio de lo que antes se había supuesto. Por consiguiente, cuando sesenta años después de su muerte, el telescopio reveló súbitamente la existencia de montañas en la Luna, las fases de Venus y un número inmenso de estrellas cuya existencia era insospechada, tales observaciones convirtieron a numerosos científicos a la nueva teoría, sobre todo a aquellos que no eran astrónomos.» Sin embargo, con esto Galileo dejaba sentadas todas las condiciones que lo habían de llevar a enfrentarse con la Iglesia. Muy pocos le defendieron abiertamente: Campanella fue uno de ellos.
6.4. Las raíces epistemológicas del enfrentamiento entre Galileo y la Iglesia
Copérnico había afirmado que «todas las esferas giran alrededor del Sol como su punto central y, por lo tanto, el centro del Universo se halla en el Sol». Pensaba que esto constituía una representación verdadera del universo. No obstante, como ya hemos advertido, el prólogo al De Revolutionibus escrito por el luterano Andreas Osiander (1498-1552) afirmaba uno es necesario que estas hipótesis sean verdaderas y ni siquiera verosímiles, sino que basta únicamente con esto: con que ofrezcan cálculos en conformidad con la observación». Ptolomeo, cuyas teorías entraban en colisión con la física de Aristóteles, también había defendido que sus hipótesis sólo eran «cálculos matemáticos» que servían para «salvar las apariencias», y no descripciones verdaderas de los movimientos reales. Para Osiander, como para Ptolomeo, las teorías astronómicas sólo instrumentos aptos para realizar, de una forma más expeditiva, previsiones acerca de los movimientos celestes. En contra de la interpretación instrumentalista de las teorías de Copérnico, ofrecida por Osiander, se alza Giordano Bruno en La cena de las cenizas, afirmando que lo que Copérnico escribe en la carta de dedicatoria a Paulo III que precede al De Revolutionibus indica con toda claridad que Copérniço no es un mero matemático que supone» sino también un «físico que demuestra el movimiento de la Tierra». Agrega, asimismo, que el anónimo prólogo de Osiander fue «enganchado» a la obra de Copérnico «por no se sabe qué asno ignorante y presuntuoso». También para Kepler, «las hipótesis de Copérnico no sólo no se equivocan con respecto a la naturaleza, sino que son las que más concuerdan con ella. En efecto, la naturaleza ama la sencillez y la unidad». Copérnico logró «no sólo (...) demostrar los movimientos transcurridos, que se remontaban a la lejana antigüedad, sino también los futuros, si no en un modo certísimo, por lo menos de una manera más segura que la de Ptolomeo, Alfonso y otros».
Ahora bien, la defensa de la tesis realista (según la cual el sistema copernicano constituiría una descripción verdadera de la realidad y no un conjunto de instrumentos de cálculo para efectuar previsiones o elaborar un calendario más perfecto) no podía menos que presentarse como algo peligroso ante todos aquellos que, católicos o protestantes, pensaban que la Biblia, en su redacción literal, no podía errar. El Eclesiastés (1,4-5) dice que «la Tierra permanece siempre en su lugar», y que «el Sol se eleva y se, pone, volviendo al lugar desde donde se había alzado»; en Josué (10,13 leemos que Josué ordena al Sol que se detenga. Basándose en estos -pasajes de la Escritura, Lutero, Calvino y Melanchthon se opusieron con dureza a la tesis copernicana Lutero, en una de sus Charlas de sobre mesa parece haber afirmado (1539): «La gente ha prestado oídos a un astrólogo de morondanga, que ha tratado de demostrar que es la Tierra la que gira y no los cielos y el firmamento, el Sol y la Luna (...). Este insensato pretende echar abajo toda la ciencia astronómica; pero la Sagrada Escritura nos dice que Josué ordenó al Sol, y no a la Tierra, que se detuviera.» En el Comentario al Génesis, Calvino cita el versículo inicial del Salmo 93 que dice: «también la Tierra permanece estable y no vacilará», y se pregunta: «¿Quién tendrá la osadía de anteponer la autoridad de Copérnico a la del Espíritu Santo?» Melanchthon, discípulo de Lutero, seis años después de la muerte de Copérnico, escribe: «Los ojos nos dan testimonio de que los cielos efectúan una revolución en el transcurso de veinticuatro horas. Ciertos hombres, empero, por amor a las novedades o para dar prueba de ingenio, han establecido que la Tierra se mueve, y afirman que ni la octava esfera ni el Sol giran (...). Y bien: es una falta de honestidad y de dignidad sostener públicamente estos conceptos, y el ejemplo resulta peligroso. Toda mente sana debe aceptar la verdad tal como nos ha si revelada por Dios, y someterse a ella.» Si el copernicanismo parecía peligroso a los protestantes, que propugnaban un contacto directo del creyente individual con las fuentes escriturísticas mucho más peligroso del parecer ante los católicos, según los cuales la interpretación de la Sagrada Escritura depende del magisterio eclesiástico. La contrarreforma no - admitir que un creyente cualquiera —aunque se tratase de Galileo— estableciese los principios hermenéuticos de interpretación de la Biblia propusiese interpretaciones peculiares de este o de aquel pasaje. Esta ea raíz del enfrentamiento entre Galileo y la Iglesia. Aquí estén las razones de la interpretación instrumentalista del copernicanismo, que propone Belarmino y que rechaza el realista Galileo.
6.5. El realismo de Galileo contra el instrumentalismo de Belarmino
Antonio Foscarini (1565-1616), matemático y teólogo carmelita, publica en 1615 en Nápoles —donde enseñaba filosofía y teología— una Carta sobre la opinión de los pitagóricos y de Copérnico, en la que se concilian y se apaciguan los lugares de la Sagrada Escritura y las proposiciones teológicas, que nunca podrán aducirse en contra de tal opinión. Foscarini envía su opúsculo a Belarmino, pidiendo al purpurado que le dé su parecer. Belarmino le responde con una breve carta, «porque usted tiene ahora poco tiempo para leer y yo tengo poco tiempo para escribir». Esta breve carta es un texto clásico del instrumentalismo. Belarmino recuerda al padre Foscarini que «como usted sabe, el concilio prohíbe exponer las Escrituras en contra del consenso común de los santos Padres; y si Vuestra Paternidad se fija, no sólo en los santos Padres, sino también en los modernos comentadores del Génesis, los Salmos, el Eclesiastés, o Josué, descubrirá que todos coinciden en exponer ad litteram que el Sol está en el cielo y gira alrededor de la Tierra a una velocidad enorme, y que la Tierra está muy lejos del cielo y en el centro del mundo, inmóvil. Considere ahora usted, con la prudencia que le es propia, si la Iglesia puede tolerar que se dé a las Escrituras un sentido contrario a los santos Padres y a todos los expositores griegos y latinos». Por otra parte, en su opinión no se puede objetar que «ésta no sea materia de fe, porque aunque no sea materia de fe ex parte obiecti, lo es ex parte dicentis; sería herético afirmar que Abraham no tuvo dos hijos, y Jacob doce, como lo sería afirmar que Cristo no nació de virgen, porque lo uno y lo otro lo dice el Espíritu Santo, por boca de los profetas y de los apóstoles». Más aún: en el supuesto de que «hubiese verdadera demostración» de que la Tierra gira alrededor del Sol, «entonces habría que andar con mucha consideración en explicar las Escrituras que parecen contrarias, y más bien decir que no las entendemos, que decir que es falso aquello que se demuestra». Sin embargo, «en cuanto al Sol y a -Tierra, no hay ningún sabio que tenga necesidad de corregir el error, porque claramente experimenta que la Tierra está quieta y que el ojo no e cuando juzga que la Luna y las estrellas se mueven». En tales circunstancias, y teniendo en cuenta que el concilio tridentino prohíbe que la Escritura se interprete «contra el consenso común de los santos Padres», Belarmino afirma: «Me parece que Vuestra Paternidad y el señor Galileo obrarán prudentemente contentándose con hablar ex suppositione absolutamente, como siempre he creído que hizo Copérnico. Porque decir, que supuesto que la Tierra se mueve y el Sol esté quieto se salvan todas las apariencias mejor que con poner los excéntricos y los epiciclos, muy bien dicho, y no tiene peligro alguno, y esto basta al matemático: pero querer afirmar que realmente el Sol esté en el centro del mundo y sobre sí mismo sin correr desde oriente hasta occidente, y que la Tierra esté en el tercer cielo y gire con velocidad suma alrededor del Sol, es cosa muy peligrosa, no sólo para irritar a todos los filósofos y teólogos escolásticos, sino también para dañar a la santa fe ya que convierte en falsas las Sagradas Escrituras.»
Sin embargo, Galileo no compartía la opinión de Belarmino. Para él, «las experiencias sensatas» y las «demostraciones ciertas» proclamaban la verdad del sistema copernicano. Monseñor Pietro Dini —que ahora ocupaba el cargo de refrendario apostólico en la corte pontificia— envió el 7 de marzo de 1615 una carta a Galileo en la que le comunicaba haber celebrado una larga conversación con el cardenal Belarmino, y le notifica que: «En cuanto a Copérnico, dice Su Señoría Ilustrísima que no puede creer que haya que prohibirlo, pero lo peor que podría sucederle, en su opinión, sería que se le hiciese alguna apostilla, que se introdujese su doctrina para salvar las apariencias, o algo similar, a la manera de aquellos que han introducido los epiciclos, pero no creen en ellos.» Respondiendo a Dini desde Florencia, con fecha 23 de marzo, Galileo insiste en la verdad del sistema copernicano. Copérnico, en opinión de Galileo, habló de la constitución del universo, describió lo que subsiste realmente in rerum natura, «hasta el punto de que el querer persuadirse de que Copérnico no consideraba como verdadera la movilidad de la Tierra, a mi parecer, no podría hallar acuerdo más que quizás en quien no lo hubiese leído, ya que todos sus seis libros están llenos de doctrina que depende de la movilidad de la Tierra, y de doctrina que la explica y la confirma. Y si en su dedicatoria entiende muy bien y declara que afirmar la movilidad de la Tierra le concedería una reputación de necio ante el vulgo, cuyo juicio dice que n le preocupa, mucho más necio habría sido si se hubiese ganado tal reputación mediante una opinión introducida por el, pero no creída del todo y verdaderamente por él». Copérnico, pues, no es un matemático que emita hipótesis como puros instrumentos de cálculo, sino un físico que pretende decir cómo son realmente las cosas. Por consiguiente, continúa Galileo, Copérnico «no puede ser interpretado con moderación, ya que la movilidad de la Tierra y la estabilidad del Sol son el elemento principalísimo de su doctrina y su fundamento universal; hay que condenarlo del todo, o que permanezca en su ser». Copérnico es realista y también lo es Galileo. Si se supone, empero, como hacía Belarmino y junto con él la Iglesia, que los pasajes de la Biblia referentes al sistema del mundo, interpretados por la tradición de una forma literal, resultan absolutamente verdadero e intocables, entonces —dada la interpretación realista que Galileo efectúa con respecto al pensamiento de Copérnico, que contrasta con los pasajes bíblicos citados e interpretados de un modo literal— se hacía inevitable un choque frontal entre la Iglesia y Galileo. Karl Popper escribe: «Como es natural, también Galileo estaba muy dispuesto a colocar el acento sobre superioridad del sistema copernicano en cuanto instrumento de cálculo. Al mismo tiempo, no obstante, suponía —y además, creía— que se trata de una descripción verdadera del mundo, y para él (como para la Iglesia esto era con mucha diferencia el aspecto más importante de la cuestión. » Fue sobre este importante aspecto que se produjo el enfrentamiento entre Galileo y la Iglesia. Galileo se vio obligado a ceder. Veamos, en primer lugar, cómo concebía Galileo las relaciones entre ciencia y fe.
6.6. La incomparabilidad entre ciencia y fe
La elaboración teórica que formula Galileo con respecto a la frontera entre proposiciones científicas y proposiciones de fe reclama, por parte, la autonomía de los conocimientos científicos, que se prueban y se valoran por medio del mecanismo constituido por las reglas del método experimental («sensatas experiencias» y «demostraciones ciertas»). Por otro lado, esta autonomía de las ciencias en relación con las Sagradas Escrituras halla su justificación en el principio (que Galileo, en la carta a Madama Cristina de Lorena, en 1615, declara haberle oído al cardenal Baronio) según el cual «la intención del Espíritu Santo consiste en enseñarnos cómo se va al cielo, y no cómo va el cielo». Apoyándose en san Agustín (In Genesim ad literam, lib. II, c. 9), Galileo afirma que «no sólo los autores de las Letras Sagradas no pretendieron enseñarnos las constituciones y movimientos de los cielos y de las estrellas, y sus figuras, tamaños y distancias, sino que —aunque todas estas cosas fueron conocidísimas para ellos— se abstuvieron de hacerlo de una manera expresa». Según Galileo, Dios nos ha dado sentidos, razonamiento e intelecto: es por me dio de ellos como podemos llegar a aquellas «conclusiones naturales», obtenibles «a través de la sensatas experiencias o de las demostraciones necesarias». La Escritura no es un tratado de astronomía: hasta el punto de que, «si los escritores sagrados hubiesen querido enseñarle al pueblo las disposiciones y movimientos de los cuerpos celestes, y que en consecuencia nosotros hubiéramos de recibir tales conocimientos de las Sagradas Escrituras, en mi opinión, no habrían tratado tan poco de estas cuestiones, que es apenas nada en comparación con las infinitas y admirables conclusiones que se contienen y se demuestran en tal ciencia». En efecto, en la Escritura «no se nombran siquiera los planetas, excepto el Sol y la Luna, y sólo una o dos veces Venus, con el nombre de Lucero de la mañana». En resumen: no es intención de la Sagrada Escritura «enseñar nos que el cielo se mueve o está quieto, ni si tiene una figura en forma de esfera, de disco, o si se extiende en un plano, ni si la Tierra está contenida en su centro o se encuentra a un lado». Por lo tanto «tampoco tuvo la intención de otorgarnos una certeza con respecto a otras conclusiones del mismo género y vinculadas con las que acabamos de nombrar, que sin determinar aquéllas no se puede afirmar nada de éstas; como son el determinar el movimiento y la quietud de la Tierra y del Sol». Por consiguiente, puesto que no es función de la Escritura determinar «las constituciones y movimientos de los cielos y de las estrellas», Galileo llega a afirmar que «me parece que en las disputas acerca de problemas naturales no habría que comenzar por la autoridad de los pasajes de las Escrituras, sino por las experiencias sensatas y las demostraciones necesarias: porque, precediendo igualmente del Verbo divino tanto la Escritura Sagrada como la naturaleza, aquélla como dictado del Espíritu Santo y ésta como fidelísima ejecutora de las órdenes de Dios; y hallándose además que en las Escrituras, para acomodarse el entendimiento del hombre en general, se dicen muchas cosas distintas —en su aspecto y en cuanto al puro significado de las palabras— de lo verdadero absoluto; por el contrario, empero, siendo la naturaleza inexorable e inmutable, y al no traspasar jamás los límites que las leyes le han impuesto, como por ejemplo la ley que en ella se cuida de que sus íntimas razones y modos de operar estén manifiestos o no ante la capacidad los hombres; parece que aquel efecto natural que la experiencia sensata nos coloque delante, o nos ofrezcan las demostraciones necesarias, no deba en ningún momento verse puesto en duda, y tampoco condenado, mediante pasajes de la Escritura cuyas palabras mostrasen un aspecto distinto, puesto que no todo dicho de la Escritura está ligado a una necesidad tan severa como la de todos los efectos naturales, ni se descubre a Dios de un modo menos excelente en los efectos de la naturaleza que en las sagradas palabras de las Escrituras».
Se reclama, pues, la autonomía de la ciencia: todo aquello de lo que podamos tener noticia a través de «las sensatas experiencias» y las «demostraciones necesarias» queda substraído a la autoridad de las Escrituras. Ahora bien, si las Escrituras no son un tratado de astronomía, ¿cuál es su finalidad? ¿De qué hablan? ¿Cuál es el ámbito de las verdades que, al no ser abarcables por la ciencia, pueden proponer y establecer? Galileo responde así a tales interrogantes: «Considero (...) que la autoridad de las Letras Sagradas tiene como propósito enseñar principalmente a los hombres aquellos artículos y proposiciones que, superando cualquier razona miento humano, no podían hacérsenos creíbles mediante otra ciencia o por ningún otro medio, que no fuese por boca del Espíritu Santo mismo.» Las Proposiciones de fide se refieren a nuestra salvación («cómo se va al cielo»), y constituyen «decretos de verdad absoluta e inviolable». La Escritura, en otras palabras, es un mensaje de salvación que deja intacta la autonomía de la indagación científica.
Galileo continúa efectuando otras importantes consideraciones:
1) Se equivocan quienes pretenden detenerse exclusivamente en el «puro significado de las palabras», ya que, si se hiciese tal cosa, entonces en la Escritura —escribe Galileo en su carta de 1613 al monje Benedetto Castelli— «no sólo aparecerían diversas contradicciones, sino también graves herejías e incluso blasfemias; sería necesario, así, darle a Dios pies, manos y ojos, y asimismo efectos corporales y humanos, como la ira, el arrepentimiento, el odio, y a veces hasta el olvido de las cosas pasadas y la ignorancia de las futuras».
2) De esto se sigue que, viéndose obligada la Escritura a «adaptarse a la incapacidad del vulgo», «los sabios expositores indican los verdaderos sentidos, y en ellos señalan las razones particulares por las que han sido proferidos, utilizando determinadas palabras».
3) La Escritura «no sólo da pie a exposiciones distintas al significad aparente de las palabras, sino que las requiere necesariamente». Los escritores sagrados se dirigían «a pueblos rudos e indisciplinados». .
4) «Y siendo por lo demás manifiesto que jamás pueden contradecirse; dos verdades, el oficio de los sabios expositores consiste en esforzase para hallar los sentidos verdaderos de los pasajes sagrados, que concuerdan con aquellas conclusiones naturales de las que estamos seguros y ciertos con anterioridad, a través de una sensación evidente o de las demostraciones necesarias»
5) De esta manera la ciencia se convierte en uno de los instrumentos que hay que usar para interpretar algunos pasajes de la Escritura. efecto, «cuando nos cercioremos de algunas proposiciones naturales, debemos servirnos de ellas como medios muy apropiados para la verdad exposición de las Escrituras y para investigar aquellos sentidos que éstas se contienen necesariamente, como algo muy verdadero y concorde con las verdades demostradas».
6) Por otra parte Galileo afirma en la carta de 1615 a monseñor Piero Dini que es preciso manejar con mucha circunspección «aquellas conclusiones naturales que no son de fe, a las que pueden llegar la experiencia y las demostraciones necesarias», y afirma que «sería algo pernicioso afirmar como doctrina definida por las Sagradas Escrituras una proposición de la cual en algún momento pudiese obtenerse una demostración en contrario» En efecto, «¿quién pondrá límite a los ingenios humanos? ¿quién osará afirmar que ya se sabe todo lo que en el mundo hay de cognoscible?»
7) La Escritura, por lo tanto, no debe verse comprometida por in intérpretes falibles y no inspirados, en materias que pueda resolver la razón humana. La ciencia progresa y por ello resulta equivocado tratar de comprometer la Escritura acerca de proposiciones (por ejemplo, las de Ptolomeo) que más adelante puedan verse contradichas. «Además de los artículos referentes a la salvación y al establecimiento de la fe, contra cuya solidez no hay ningún peligro de que jamás pueda surgir una doctrina válida y eficaz, quizá la decisión óptima sería no agregar ningún otro sin necesidad: y si esto es así, ¿no sería acaso un desorden mucho mayor añadirlos por solicitud de personas que, además de ignorar nosotros si hablan inspirados por virtud celestial, vemos con toda claridad que carecen por completo del entendimiento que sería necesario no ya para impugnar, sino para comprender siquiera las demostraciones que emplean las ciencias tan perspicaces en la confirmación de sus conclusiones?»
Por consiguiente: 1) la Escritura es necesaria para la salvación del hombre; 2) los «artículos referentes a la salvación y al establecimiento de la fe» son tan firmes que «no hay ningún peligro de que jamás se pueda alzar ninguna doctrina válida y eficaz» en contra de ellos; 3) la Escritura, debido a sus finalidades especificas no posee ninguna autoridad con respecto a todos aquellos conocimientos que pueden ser descubiertos mediante «experiencias sensatas y demostraciones necesarias»; 4) cuando la Escritura habla sobre lo que es necesario para la salvación (o sobre cosas no cognoscibles por otros medios o por otra ciencia) no puede verse des mentida; 5) sin embargo, dado que los escritores sagrados se dirigían al vulgo rudo e indisciplinado», la Escritura necesita ser interpretada en muchos pasajes; 6) la ciencia puede constituir un medio para efectuar
Interpretaciones correctas; 7) no todos los intérpretes de la Biblia son infalibles; 8) no se puede comprometer la Escritura en aquellas cosas que el hombre puede conocer con su sola razón; 9) la ciencia es autónoma: Sus verdades se establecen a través de experiencias sensatas y determinadas demostraciones, pero no basándose en la autoridad de la Escritura; 10) ésta ocupa el último puesto en lo referente a cuestiones naturales.
Por lo tanto, en opinión de Galileo, la ciencia y la fe son imposibles de comparar. Sin embargo, son compatibles, a pesar de ser incomparables. No se trata de un aut-aut, sino más bien de un et-et. El discurso científico es un discurso empíricamente controlable, que nos permite comprender cómo funciona este mundo. El razonamiento religioso es un mensaje de salvación que no se preocupa del «que», sino del sentido de estas cosas y de nuestra vida; la fe es incompetente con respecto a cuestiones fácticas. Tanto la ciencia como la fe poseen sus propios hechos: por esta razón siempre están de acuerdo. No se contradicen, ni pueden contradecirse, por que no son comparables: la ciencia nos dice «cómo va el cielo», y la fe, «como se va al cielo».
Cuando surge algo que parezca una contradicción, hay que sospechar enseguida que el científico se ha transformado en metafísico, o bien que el hombre religioso convierte el texto sagrado en un tratado de física o de biología (o en un capitulo de dichos tratados)
6.7. El primer proceso
El día de los Fieles Difuntos de 1612, durante un sermón en la iglesia de San Mateo de Florencia, el dominico Niccolò Lorini acusó de herejía a los copernicanos. Dos años más tarde, en 1614, otro dominico —Tommaso Caccini— en un sermón pronunciado el cuarto domingo de Adviento en la iglesia de Santa Maria Novella, dirige un nuevo ataque contra los defensores de la doctrina copernicana. El 7 de febrero de 1615 Niccolò Lorini denuncia a Galileo al Santo Oficio, enviando una copia de la carta de Galileo a Benedetto Castelli y llamando la atención sobre algunas proposiciones peligrosas, como aquellas que afirmaban «que ciertos modos d hablar de la Santa Escritura no son válidos; que las Escrituras ocupan a último lugar en las cosas naturales; que los intérpretes yerran con frecuencia; que las Escrituras sólo se refieren a la fe; que en las cosas naturales es superior la argumentación matemático-filosófica». El 19 de febrero de 1616 el Santo Oficio entregó a sus teólogos, para que las examinasen, la dos proposiciones que expresaban el núcleo de la cuestión. Dichas proposiciones eran las siguientes: a) «Que el Sol sea el centro del mundo, y consiguiente, carente de movimiento local»; b) «Que la Tierra no esté el centro del mundo ni inmóvil, sino que se mueva toda ella en sí misma etiam con movimiento diurno». Cinco días después, el 24 de febrero todos los teólogos sentenciaron de manera unánime que la primera proposición era necia y absurda en filosofía, y formalmente herética en la medida en que contradecía las sentencias de la Sagrada Escritura en su significado literal, y de acuerdo con el comentario general de los santos Padres y de los doctores en teología. Agregaron, asimismo, que la segunda proposición era merecedora de la misma censura en lo filosófico, y que técnicamente por lo menos era errónea en lo que se refiere a la fe. El Santo Oficio trasladó su sentencia a la congregación del Índice y el 3 de marzo 1616 dicha congregación emitió una condena del copernicanismo. Mientras tanto, el 26 de febrero el cardenal Belarmino por orden del Papa exhortaba a Galileo a que abandonase las ideas copernicanas, y le ordena so pena de prisión «no enseñarla y no defenderla de ningún modo, ni de palabra ni por escrito». Galileo dio su consentimiento (acquievit) y prometió obedecer. (Aquí hemos de advertir que se ha discutido la autenticidad del sumario de este proceso, sumario que adquirirá relevancia para el segundo proceso. De Santillana sostiene que se trata de una falsificación de las actas judiciales efectuadas por el comisario padre Seguri, particularmente hostil a Galileo.) Después de la amonestación Galileo permaneció en Roma durante tres meses. Como se había corrido la voz de que ha abjurado de sus propias teorías ante el cardenal Belarmino, Ga1ileo pidió a éste una declaración, que Belarmino no tuvo inconveniente en dar, para rebatir las acusaciones y las calumnias que circulaban al respecto. En dicha declaración se lee: «Nos, Roberto, cardenal Belarmino, habiendo oído que el señor Galileo Galilei ha sido calumniado o se le ha imputado el haber abjurado ante nos y de haber sido por ello castigado con penitencias saludables y habiendo investigado la verdad decimos que el susodicho señor Galileo no abjuró ante nos ni ante ningún otro aquí en Roma, y menos aún en ningún otro lugar que sepamos, de ninguna opinión o doctrina suya, ni tampoco recibió penitencias saludables ni de ninguna otra clase, sino que únicamente se le conoce la declaración (...) en la que se dice que la doctrina atribuida a Copérnico según la cual la Tierra se mueve alrededor del Sol y el Sol está quieto en el centro del mundo, sin moverse desde oriente hasta occidente, es contraria a las Sagradas Escrituras y no puede defenderse ni compartirse. Y en fe de lo cual hemos escrito y firmado la presente con nuestra propia mano.» Con tal declaración en su poder Galileo partió de Roma camino de Florencia el 4 de junio de 1616. No solo Belarmino sino también los cardenales Alessandro Orsini y Francesco Maria del Monte expresaron sentimientos de «suprema consideración» a Galileo. Este, empero, había tenido que enfrentarse a su primera derrota.
Tenia razón el embajador de Toscana en Roma, Piero Guicciardini, quien, cuando se enteró de que Galileo había ido a Roma para defenderse escribió una carta a Curzio Picchena ministro de los Medici en la que se señalaba que Galileo era un iluso si pretendía llevar ideas nuevas a la capital de la Contrarreforma: «Bien se —escribía entre otras cosas el embajador— que algunos frailes de santo Domingo que tienen mucho que ver con el Santo Oficio y otros le miran con malos ojos y este no es un país en el que se pueda venir a disputar de la Luna ni en los tiempos que corren defender ni llevar nuevas doctrinas.»
6.8. El «Diálogo sobre los dos sistemas máximos» y el derrocamiento de la cosmología aristotélica
Dentro de la polémica con el jesuita Orazio Grassi a propósito de la naturaleza de los cometas Galileo pública en 1623 el Ensayador, obra sobre la que volveremos a hablar cuando tratemos la cuestión del método, puesto que en ella se contienen doctrinas filosófico-metodológicas muy importantes. Mientras tanto, en ese mismo año de 1623, el 6 de agosto, es elegido papa con el nombre de Urbano VIIII el cardenal Maffeo Barberini, amigo y persona que estima sinceramente a Galileo. Durante el proceso Galileo ya había tenido pruebas de la estimación de Barberini. Confortado por este acontecimiento, Galileo reemprende su batalla cultural: responde a la pretendida refutación del sistema copernicano que había propuesto el ravenés Francesco Ingoli, secretario de la congregación de Propaganda Fide. Vuelve a tratar el problema de las mareas (Diálogo sobre el flujo y el reflujo del mar), convencido de que tiene en sus manos una prueba contundente de orden físico del movimiento de la Tierra y, por lo tanto, del copernicanismo. En efecto, Galileo interpretaba las mareas como consecuencia del movimiento de rotación diaria de la Tierra y del movimiento anual de traslación. Su interpretación es errónea y será quien más adelante solucione el problema de las mareas mediante la teoría de la gravitación. En cualquier caso, Galileo debate estos temas en la cuarta jornada de su Diálogo de Galileo Galilei Lince, donde en los coloquios de cuatro jornadas se discurre sobre los dos máximos sistemas mundo, ptolemaico y copernicano, de 1632. En el proemio de la obra Galileo escribe que considera que la teoría de Copérnico es una «pura hipótesis matemática», y añade que el trabajo pretende demostrar a lo protestantes y a todos los demás que la condena del copernicanismo efectuada en 1616 por la Iglesia, había sido una cosa seria, fundamentad en motivos procedentes de la piedad, la religión, el reconocimiento de la omnipotencia divina y la conciencia de lo débil que es el conocimiento humano. Obviamente la trampa no era difícil de desenmascarar: «la estratagema de querer demostrar a los herejes la seriedad de su cultura católica, como resulta evidente, no es más que una pura ficción: lo que a él interesa es que tal estratagema reabra la discusión y permita en particular dar a conocer también a los católicos las nuevas razones recientemente descubiertas, en favor de la verdad copernicana» (Geymonat).
En el Diálogo hay tres interlocutores: Simplicio, Salviati y sagrado. Simplicio representa al filósofo aristotélico, defensor del saber constituido, propio de la tradición. Salviati es el científico copernicano, cauteloso pero resuelto, paciente y tenaz. Sagredo representa al público abierto a las novedades, pero que quiere conocer las razones de una y otra parte. Históricamente, Filippo Salviati (1583-1614) fue un noble florentino amigo de Galileo; Giovanfrancesco Sagredo (1571-1620), un noble veneciafl muy vinculado a Galileo, y Simplicio recuerda probablemente a un comentador de Aristóteles, que vivió en el siglo VI. El diálogo está escrito expresamente en lengua vulgar, ya que «el público al que Galileo quiere convencer es el de las cortes, las nuevas clases intelectuales de la burguesía y el clero» (Paolo Rossi). El Diálogo transcurre a lo largo de cuatro jornadas de coloquios. La primera jornada se dedica a demostrar lo infundado de la distinción aristotélica entre el mundo celestial —que sería incorruptible— y el mundo terreno de los elementos que, en cambio, sería mudable y alterable. No existe tal distinción: de ello nos dan testimonio los sentidos potenciados por el anteojo. Y así como para Aristóteles que dicen los sentidos sirve de base al razonamiento, también indica Salviati a Simplicio— «filosofaréis más aristotélicamente diciendo que el cielo es alterable porque así me lo muestran los sentidos, que dijerais que el cielo es inalterable porque así ha discurrido Aristóteles. Las montañas existentes en la Luna, las manchas solares y el movimiento de la Tierra atestiguan que existe una sola física, y no dos físicas, válida para el mundo celeste y la otra para el mundo terrestre. Sobre la perfección de los movimientos circulares, Aristóteles fundamenta la perfección de los cuerpos celestes y luego, basándose en esta ultima, afirma la verdad de aquélla. En realidad el movimiento circular pertenece no sólo a los cuerpos celestes, sino también a la Tierra. En consecuencia, duran segunda jornada el Diálogo versa sobre la critica a aquellos procedentes de la típica observación común y que se aducen en contra de la teoría copernicana. Sin embargo, antes de pasar a la segunda jornada (y luego a la tercera, dedicadas al análisis y a la solución de las dificultades que se plantean en contra del movimiento diario y anual de la Tierra), Galileo efectúa interesantes consideraciones sobre el lenguaje, al que ve como «el sello de todas las admirables invenciones humanas». Escribe lo siguiente: «Sobre todas las invenciones magníficas, ¿cuál fue la mente eminente que imaginó hallar un modo de comunicar sus recónditos pensamientos a cualquier otra persona, aunque se hallara separada de ésta por un prolongadísimo intervalo de espacio y de tiempo? ¿Hablar con aquellos que están en las Indias, hablar a quienes no han nacido aún y existirán de aquí a mil i a diez mil años? ¿Y con qué facilidad? Con los diversos amontonamientos de veinte letras sobre un papel.»
Existen argumentos en contra del movimiento de la Tierra, que proceden de la antigüedad y de la época actual. Estos son algunos de ellos: los cuerpos pesados caen perpendicularmente, cosa que no ocurriría si la Tierra se desplazase; las cosas que «se mantienen durante largo tiempo en el aire» —las nubes, por ejemplo— deberían aparecer ante nosotros en un movimiento veloz, si la Tierra efectivamente se desplazase; si se disparan dos proyectiles iguales, con la misma culebrina, pero uno hacia oriente y el otro hacia occidente, el alcance de este último debía ser mucho mayor que el del otro, porque mientras que el proyectil se mueve hacia el Oeste, la culebrina —siguiendo el movimiento de la Tierra— debería desplazarse hacia el Este. Sin embargo, no ocurre tal cosa; por lo tanto, concluye Simplicio, la Tierra no está en movimiento. Además, sigue diciendo Simplicio, si en una nave en reposo se deja caer una piedra desde la extremidad de uno de sus palos, la piedra cae perpendicularmente a la base del mismo palo. En cambio, si se está en una nave en movimiento, entonces la piedra que se deja caer desde lo alto del palo cae lejos de la base de éste, en dirección a popa. Lo mismo tendría que ocurrir con una piedra que se deje caer desde lo alto de una torre, si se supone que la Tierra está en movimiento. Esto no sucede, y por lo tanto la Tierra está inmóvil. En este momento, tomando como base la experiencia que dice Simplicio que se da en la nave Galileo —por boca de Salviati y Sagredo— establece el principio de la relatividad de los movimientos, con lo que destruye con un solo todas estas experiencias del sentido común, que se aducían en contra de la teoría del movimiento terrestre. En resumen: con sus teorías logra desembarazarse de todo aquel conjunto de hechos contrarios a Copérnico y favorables a Ptolomeo, reemplazándolos con otros hechos, otras experiencias, otras evidencias. En efecto, cualquiera que haga la experiencia de la piedra sobre la nave, se encontrará con que dicho experimento «muestra todo lo contrario de lo que se afirma». Salviati dice: «Encerraos con un amigo en la mayor estancia que haya bajo cubierta, en un gran navío, y colocad allí moscas, mariposas y otros pequeños animales volantes; haya allí también un gran recipiente con agua, y dentro de éste, pececillos; cuélguese en una altura un pequeño cántaro, que vaya vertiendo agua, gota a gota, en otro jarro con el cuello estrecho, colocado más abajo. Si la nave está quieta, observad con diligencia cómo todos los animalillos voladores se dirigen con la misma velocidad a todos los rincones de la estancia; los peces nadarán con indiferencia en todas direcciones; las gotas que caen entraran todas en el jarro que está abajo. Y vos, al arrojar a vuestro amigo alguna cosa, cuando las distancias sean iguales, no habréis de emplear más vigor en una dirección que en la otra. Y si saltáis, como se dice, a pie juntillas, recorreréis espacios iguales hacia todas las partes. Una vez que hayáis observado con diligencia todas estas cosas, de modo que no exista la más mínima duda de que mientras el barco permanezca quieto deban suceder así, haced que la nave se mueva con la velocidad que se quiera; siempre que el movimiento sea uniforme y no fluctúe de aquí para allá, no reconoceréis ni la más mínima mutación en todos los efectos nombrados, ni ninguno de éstos os hará saber si la nave se mueve o está quieta; recorreréis sobre el suelo los mismos espacios que antes, y ¡ porque la nave se mueva a gran velocidad, saltaréis más hacia popa que hacia proa, ni tampoco durante el tiempo que permanezcáis en el aire e suelo se desplazará hacia la parte contraria a vuestro salto; y al tirar algo a vuestro compañero, no tendréis que arrojarlo con más fuerza para que l llegue cuando él esté hacia proa, y vos hacia popa, que si ocupáis sitios opuestos; las gotas igual que antes caerán en el jarrón inferior, sin que ninguna se vaya hacia popa, aunque la nave recorra muchos palmos mientras la gota está en el aire.»
Todo esto nos muestra que, basándose en observaciones mecánica realizadas en el interior de un sistema determinado, es imposible establecer si dicho sistema se halla en reposo o en movimiento rectilíneo uniforme: «Sea, pues, principio de nuestra contemplación el considerar que, se cual sea el movimiento que se le atribuya a la Tierra, es necesario que para nosotros, como habitantes de ella y, por consiguiente, participantes en movimiento, resulte del todo imperceptible, como si no existiese, mientras miramos sólo las cosas terrestres.» La importancia de este principio de relatividad (galileana) salta a la vista de inmediato, si se recuerda que «la relatividad restringida de Einstein no es más que una ampliación de relatividad galileana, es decir, una extensión de ésta, desde los fenómenos mecánicos considerados por Galileo hasta todos los fenómenos natura incluso los pertenecientes a la electrodinámica y a la óptica» (Geymonat). No se debe olvidar, sin embargo, que a través de dicho principio Galileo logra neutralizar toda una serie de experiencias que se oponían al sistema copernicano: construye nuevos hechos, interpreta de modo diferente los antiguos. Más aún, que todo movimiento sea relativo significa que movimiento no es atribuible a un cuerpo en sí mismo: «es el final de la concepción que comparten la doctrina aristotélica y la teoría medieval del impetus, sobre un movimiento que tiene necesidad de un motor que produzca y que lo conserve en movimiento durante su desplazamiento. Tanto el reposo como el movimiento se convertirán en dos estados persistentes de los cuerpos. El estado de reposo de un cuerpo también necesita explicación. En ausencia de resistencias externas, para detener un cuerpo en movimiento es preciso que haya una fuerza. La fuerza no produce movimiento, sino la aceleración. Galileo abrió el camino que llevará a la formulación del principio de inercia» (Paolo Rossi). De este u produce un ataque radical a la cosmología aristotélica. Según A. Koyré, el Diálogo «no es un libro de astronomía, y tampoco de física. Antes nada es un libro de crítica; una obra polémica y de combates (...) una obra filosófica». El Diálogo está dirigido contra la tradición aristotélica, y «si Galileo combate la filosofía de Aristóteles, lo hace en provecho de otra filosofía bajo cuyas banderas se integra: en provecho de la filosofía de Platón. De una determinada filosofía de Platón».
6.9. El segundo proceso: la condena y la abjuración
Los adversarios de Galileo convencieron a Urbano VIII de que el Diálogo sobre los dos sistemas máximos del mundo constituía un escarnio y un descrédito de la autoridad e incluso del prestigio del papa, que habría sido ridiculizado en la figura de Simplicio, defensor de aquella «admirable y verdaderamente angélica doctrina» a la que «es obligado atenerse» y de la que se habla en la última página del Diálogo. Inmediatamente después de su publicación el inquisidor de Florencia ordenó que se suspendiese su difusión. En octubre de 1632 se mandó a Galileo que se trasladase a Roma para ponerse a disposición del Santo Oficio. Galileo aplazó, pretextando motivos de salud, su viaje a Roma, pero la reacción de la Inquisición fue muy dura, como lo demuestra la carta que llegó el primero de enero de 633 al inquisidor de Florencia: «Ha sido muy mal considerado el que Galilei no se haya adherido con prontitud al precepto que le ordenaba venir a Roma; y no debe excusar su desobediencia con la estación del año, porque por su culpa se ha retrasado hasta este tiempo; y hace muy mal tratando de justificarse fingiéndose enfermo (...). Si no obedece de inmediato, se enviará un comisario acompañado de médicos para que detengan y lo conduzcan a las cárceles de este supremo tribunal, sujeto con cadenas, porque desde aquí se ve que ha abusado de la benignidad de esta congregación.» El 13 de febrero Galileo está en Roma, como huésped Nicolini, embajador de los Medici. Nicolini, que aprecia la situación con claridad, escribía: «Pretende defender muy bien sus opiniones, pero yo le he exhortado, con objeto de acabar antes, a que no se preocupe de sostenerlas, y se someta.» El 12 de abril Galileo se halla ante el Santo Oficio, donde se le acusa de haber engañado al padre Riccardi —que había concedido el imprimatur al Diálogo— ya que no le había transmitido el concepto que en 1616 se le había impuesto, según el cual Galileo no podía «enseñar ni defender en ningún modo» la teoría de Copérnico. Galileo se defendió diciendo que había escrito el Diálogo para mostrar la invalidez del copernicanismo; no recordaba que se le hubiese dado ningún precepto en presencia de testigos y muestra la declaración que en 1616 le había entregado Belarmino.
Convencidos de que Galileo quería engañarlos, ya que el Diálogo constituía una acérrima defensa de la idea copernicana, elaborada además con «argumentos nuevos, que jamás había propuesto ningún ultramontano»; irritados por el hecho de que Galileo no hubiese escrito su obra en latín sino en lengua vulgar «para arrastrar tras de sí al vulgo ignorante en el que hace presa con más facilidad»; centrando su atención en que «el sostiene haber discutido una hipótesis matemática, pero le confiere realidad física, cosa que jamás hacen los matemáticos», los inquisidores, de otro interrogatorio, el 22 de junio dictan una sentencia condenatoria, y ese mismo día Galileo de rodillas pronuncia su abjuración. El texto de la condena acaba en estos términos:
Decimos, pronunciamos, sentenciamos y declaramos que tú, susodicho Galileo, por las cosas deducidas en el proceso, por ti confesadas como antes, te has vuelto ante este Santo Oficio vehemente sospechoso de herejía, esto es, de haber defendido y creído doctrina falsa y contraria a las Sagradas y divinas Escrituras, que el Sol sea centro de la Tierra y que no se mueve de oriente hacia occidente, y que la Tierra se mueve y no está en el centro del mundo, y que se puede pensar y defender como probable una opinión, después que haya sido declarada y definida como contraria a la Sagrada Escritura; y consiguientemente, has incurrido en todas las censuras y penas de los sagrados cánones y demás constituciones generales y particulares que se hayan impuesto y promulgado en contra de semejantes delincuentes. De las que nos contentamos con que seas absuelto, siempre que antes, con un corazón sincero y fe no fingida, en nuestra presencia abjures, maldigas y detestes los susodichos errores herejías, y cualquier otro error y herejía contraria a la católica y apostólica Iglesia, en el modo y la forma que te demos.
Éstas son la parte inicial y la final del texto de la abjuración de Galileo
Yo, Galileo, hijo de Vicenzo Galileo de Florencia, a los 70 años de edad, constituido personalmente en juicio, y arrodillado ante Vosotros, eminentísimos y reverendísimos cardenales, generales inquisidores contra la herética maldad en toda la república cristiana; teniendo ante mis ojos los sacrosantos Evangelios, que toco con mis propias manos, juro que siempre he creído, creo ahora y, con la ayuda de Dios, creeré en lo porvenir, todo lo que defiende, predica y enseña la santa católica y apostólica Iglesia (...). Por lo tanto, queriendo levantar de la mente de Vuestras Eminencias y de la de todos los fieles cristianos esta vehemente sospecha, justamente concebida sobre mí con corazón sincero y fe no fingida abjuro, maldigo y detesto los susodichos errores y herejías, y de modo general todo cualquier otro error, herejía y secta contraria a la santa Iglesia; y juro que en lo porvenir nunca diré ni afirmaré de viva voz o por escrito cosas tales que puedan justificar una sospecha semejante con respecto a mí; y si conozco algún hereje o un sospechoso de herejía denunciaré a este Santo Oficio, o al inquisidor o al ordinario del lugar, donde me encuentre.
La Iglesia de la contrarreforma y del temor fue la que condena Galileo. Y lo condenó en una Roma en cuyas clases dirigentes no se da en absoluto «aquella burguesía desenfadada y arriesgada que señala advenimiento de la época moderna, sino el imperio de las leyes y de los precedentes, es decir, de los leguleyos y los escribanos, una s intemporal, una ciudad conformista de burócratas, mozos de cuadra, prestamistas, recaudadores, vinateros, intermediarios, picapleitos, comerciantes en artículos sacros y directores en busca de conciencias principescas donde siempre se acaba, adondequiera que se vaya, entre pícaros y duras» (De Santillana). En la historia de las ideas —escribe Paolo Rossi— 1633 está marcado como un año decisivo. En su opinión, una carta que Descartes escribe al padre Marsenne pocos meses después de la condena «sirve mejor que cualquier otra consideración para precisar el sen la trágica situación en la que muchos llegaron a encontrarse y a la muchísimos se adaptaron». Descartes manifiesta su sorpresa ante la condena de Galileo, «italiano y (...) muy querido también del papa». Sin lugar a dudas, reconoce Descartes, la teoría del movimiento de la Tierra «fue censurada en otros tiempos por algún cardenal, pero me parece haber oído decir que a continuación no se impedía enseñarla publicamente, ni siquiera en Roma». Descartes añade que si la teoría de Copérnico es falsa, entonces resultan ser falsos todos los fundamentos de su filosofía, ya que la teoría de la movilidad de la Tierra se encuentra solidamente ligada a «todas las partes» de su sistema. Empero, como no tiene la intención de publicar ningún escrito «en el que se pueda encontrar ni una sola palabra que desapruebe la Iglesia, prefiero más bien suprimirlo que dejar que aparezca alterado». El escrito al que Descartes se refiere es su tratado sobre el Mundo, que se publicará por primera vez en 1664, más de catorce años después de la muerte de Descartes.
6 10. La última gran obra: los «Discursos y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias»
Después del segundo proceso y de su abjuración, Galileo escribe los Discursos y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias, que versan sobre la mecánica y los movimientos locales. El dedicarse al problema del movimiento ha sido una constante en el trabajo de Galileo, desde la época de su obra juvenil De Motu (1590). El hecho se justifica porque los «principios de la dinámica y a defensa del sistema copernicano se conjugan indisolublemente en el sistema de Galileo, y va por mal camino la crítica que pretenda eliminar este nexo» (F. Enriques). Por ello, los Discursos «no son menos copernicanos que el Diálogo sobre los sistemas máximos» (S. Timpanaro). Lo son, porque profundizan y consolidan las leyes de la mecánica que Galileo había empleado para rebatir y refutar las objeciones de carácter mecánico (por ejemplo, la caída vertical de los graves) aducidas en contra del copernicanismo.
Los Discursos también están redactados en forma de diálogo y en ellos encontramos los mismos protagonistas del Diálogo sobre los dos sistemas máximos: Salviati, Sagredo y Simplicio. Asimismo, los Discursos se des arrollan en cuatro jornadas. En las dos primeras jornadas se discute sobre la ciencia que versa sobre la resistencia de los materiales. Este es el problema que se plantea: cuando se construyen máquinas de proporciones distintas, «la máquina más grande, fabricada de la misma materia y con las mismas proporciones que la más pequeña, en todas las circunstancias responderá de modo perfectamente simétrico a la más pequeña, excepto en Su robustez y resistencia ante un ataque violento; cuanto más grande sea, en proporción será más débil». En otras palabras, en todos los cuerpos sólidos se encuentra una «resistencia a ser partidos en trozos», y la cuestión que Galileo quiere resolver consiste en descubrir la relación matemática que existe entre dicha resistencia y la «longitud y la anchura» de esos cuerpos. Durante la primera jornada se ve enseguida que lo primero que necesita es investigar la estructura de la materia: se habla de la «continuidad», del «vacío», del «átomo». Se analizan las analogías y las diferencias entre las subdivisiones que realiza el matemático y las del físico. A propósito del vacío, Galileo polemiza en contra de la idea aristotélica según la cual el movimiento resultaría imposible en el vacío. También se critican las ideas de Aristóteles sobre la caída de los graves, según las cuales existiría una proporcionalidad entre el peso de los distintos graves y la velocidad de su caída. En cambio, Galileo reitera la opinión de que «si se eliminase por completo la resistencia del medio, todas las materias descenderían con igual velocidad». Luego, se pasa a examinar las oscila del péndulo y sus leyes: isocronismo y proporcionalidad entre el período de oscilación y la raíz cuadrada de la longitud del péndulo. Se discute acerca de la acústica, proponiendo aplicaciones en los resultados obtenidos sobre las oscilaciones pendulares. En la segunda jornada, la resistencia de los cuerpos sólidos se vincula con sistemas y combinaciones de palancas. Así, la nueva ciencia (que se remite al «sobrehumano Arquímedes, a quién jamás nombro sin admiración»), la estática, permite a Galileo mostrar la virtud, es decir, la eficacia de la geometría para el naturaleza física (y también biológica la naturaleza de los huesos huecos, la proporción en los miembros de los gigantes, etc.) Dice Sagredo: «¿Qué hemos de decir, señor Simplicio? ¿No conviene confesarle que la virtud de la geometría es el instrumento más poderoso de todos para agudizar el ingenio y disponerlo al perfecto discurrir especular? ¿No tenía mucha razón Platón cuando quería que sus discípulos estuviesen primero bien fundamentados en matemáticas? Había comprendido muy bien la facultad de la palanca, y cómo aumentando recortando su longitud, aumentaba o se reducía la magnitud de la fuerza de la resistencia; a pesar de todo esto me engañaba en la determinación del problema presente, y no por poco, sino infinitamente.» Simplicio añade: «Verdaderamente comienzo a comprender que la lógica, aunque un potentísimo instrumento para regular nuestro discurso, en lo que se refiere a estimular la mente hacia la invención, no llega a la agudeza de geometría.»
Las jornadas tercera y cuarta se dedican a la segunda nueva dinámica. Salviati lee un tratado en latín sobre el movimiento, que dice que fue compuesto por su amigo Accademio (es decir, Galileo). Mientras Salviati lee, los otros dos interlocutores, Sagredo y Simplicio, piden poco a poco aclaraciones, que se les van dando. Más en particular, durante la tercera jornada se demuestran —como lo resume Geymonat— las leyes clásicas sobre el movimiento uniforme, sobre el movimiento naturalmente acelerado y sobre el uniformemente acelerado o retardado. Galileo toma como base definiciones «concebidas y admitidas en abstracto» de los movimientos, y a continuación deduce con todo rigor sus características. Ante las objeciones que Sagredo y Simplicio le plantean, según las cual es preciso realizar experiencias que confirmen que las leyes de los movimientos se corresponden con la realidad, Galileo, por boca de Salviati, narra la célebre experiencia de los planos inclinados. Resulta muy oportuno exponerla aquí:
En un listón o viga de madera con una longitud de unas 12 brazas, media braza de ancho y 3 dedos de grosor, se excava un canalillo, apenas más ancho de un dedo, en su lado más estrecho; ese canalillo debe ser muy recto, y para que esté bien pulimentado y alisado, adhiere en su interior un pergamino lo más bruñido y pulido que sea posible, haciendo bajar por él una bola de bronce muy duro, bien redondeada y pulida; una vez que se ha colocado en pendiente dicho listón, elevando una o dos brazas —como se prefiera por encima del plano horizontal uno de sus extremos, se deja caer (como he dicho) ir por ese canal, anotando en la forma que diré después el tiempo que tardaba en recorrerlo por completo, repitiendo muchas veces lo mismo, para asegurarse bien de la cantidad de tiempo, que jamás difería ni siquiera en la décima parte de una pulsación. Realiza y establecida con precisión dicha operación, haremos descender la misma bola a lo largo de únicamente la cuarta parte del canal; si se mide el tiempo de descenso, se descubre que es puntualísimamente la mitad del anterior: y realizando la experiencia en otras partes, comparando el tiempo correspondiente a toda la longitud con el tiempo correspondiente a la mitad, o a los dos tercios o los tres cuartos, en definitiva, con cualquier tamaño, en experiencias cien veces repetidas se descubría siempre que los espacios recorridos se hallaban entre sí al igual que los cuadrados de los tiempos, cosa que sucediese en cualquiera de las inclinaciones del plano, es decir, del canal por donde baja la bola; por lo cual observamos asimismo que los tiempos de descenso, en las diversas inclinaciones, van entre sí con toda exactitud aquella proporción que más abajo el autor les asignará y demostrará. En lo que se refiere a la medida del tiempo, se colgaba en lo alto un gran cántaro lleno de agua, del que, a través de un pequeñísimo orificio practicado en el iba saliendo hilo muy fino de agua, que se recogía en un vasito durante el tiempo que tardaba la bola bajar por el canal o por sus segmentos más cortos. El agua que así se recogía pesaba cada vez con una balanza muy exacta, dándonos las diferencias y proporciones entre sus pesos las diferencias y proporciones existentes entre los tiempos; esto se conseguía con tanta precisión que, como he dicho, dichas operaciones, repetidas innumerables veces, ya no diferían en una magnitud apreciable.
Como puede apreciarse, esta experiencia no consiste en una observación carente de teoría; la experiencia no viene dada, se construye, se elabora. Se elabora y se construye porque la teoría la exige. Antes que nada la experiencia no es un dato o una observación pura y simple; la experiencia es experimento. Y el experimento se hace, se construye. El hecho del experimento es un dato únicamente después de que ha sido realizado. El experimento está penetrado de teoría en su integridad. Además, en los debates correspondientes a la tercera jornada resulta notable la aparición en estado confuso de los conceptos de infinito e infinitésimo. Estos conceptos o, para decirlo con más exactitud, la noción de límite, resultan esenciales para las ideas de velocidad en un instante y de aceleración. En la actualidad las cosas nos parecen muy sencillas. Galileo, empero, no conocía el cálculo infinitesimal que será descubierto más tarde por Newton y por Leibniz (y sobre el cual Bonaventura Cavalieri deseó en vatio que su maestro Galileo aplicase sus esfuerzos). En cualquier caso, Galileo habla de «infinitos grados de tardanza». Esto también constituye una de sus glorias. Durante la cuarta jornada se discute con gran amplitud y profundidad la trayectoria de los proyectiles (trayectoria que posee una arma parabólica). Este análisis se basa en la ley de la composición de los movimientos. Los Discursos fueron impresos en Holanda, adonde habían llegado en forma clandestina. Representan la contribución más madura y mas original realizada por Galileo con relación a la historia de las ideas científicas.
6.11. La imagen galileana de la ciencia
La ciencia moderna es la ciencia de Galileo, en la explicitación de sus supuestos, en la delimitación de su autonomía y en el descubrimiento de las reglas del método. Ahora bien, ¿cuál es, exactamente, la imagen de la ciencia que tuvo Galileo? O mejor aún, ¿cuáles son las características de que se deducen de las investigaciones efectivas de Galileo, o bien las reflexiones filosóficas y metodológicas sobre la ciencia que lleva a cabo el mismo Galileo? La pregunta es muy pertinente, y después de todo lo que hasta aquí se ha dicho estamos en condiciones de exponer toda una serie de rasgos distintivos que sirven para restituirnos la imagen galileana de la ciencia.
1) Ante todo, la ciencia de Galileo ya no es un saber al servicio de la fe; no depende de la fe; posee un objetivo distinto al de la fe; se acepta y se fundamenta por razones diversas a las de la fe. La Escritura contiene el mensaje de salvación y su función no consiste en determinar «las constituciones de los cielos y de las estrellas». Las proposiciones de fide nos dicen va al cielo»; las científicas, obtenibles «mediante las experiencias sensatas y las demostraciones necesarias», nos dan testimonio en cambio de «cómo va el cielo». En pocas palabras, basándose en sus diferentes finalidades (la salvación, para la fe; el conocimiento, para la ciencia), y en sus distintas modalidades de fundamentación y aceptación (en la fe: autoridad de la Escritura y respuesta del hombre ante el mensaje revelado; e la ciencia: experiencias sensatas y demostraciones necesarias), Galielo separa las proposiciones de la ciencia de las de la fe. «Me parece que en la disputas naturales (la Escritura) debería colocarse en último lugar.»
2) Si la ciencia es autónoma con respecto a la fe, con mayor razón aún debe ser autónoma de todos aquellos lazos humanos que —como la fe Aristóteles y la adhesión ciega a sus palabras— vedan su realización. « ¿Y qué puede ser más vergonzoso —dice Salviati en el Diálogo sobre los sistemas máximos— en los debates públicos, mientras se está tratando de conclusiones demostrables, que el oír a uno aparecer de pronto con un texto—a menudo escrito con un objetivo muy distinto— y cerrar con él la boca de su adversario? (...). Señor Simplicio, venid con razones y con demostraciones, vuestras o de Aristóteles, y no con textos o meras autoridad porque nuestros discursos han de versar sobre el mundo sensible y sobre un mundo de papel.»
3) Por lo tanto la ciencia es autónoma de la fe, pero también es a muy distinto de aquel saber dogmático representado por la tradición aristotélica. Esto no significa, sin embargo, que para Galileo la tradición resulte negativa en cuanto tradición. Es negativa cuando se erige en dogma, en dogma incontrolable que pretende ser intocable. «Tampoco de que no haya que escuchar a Aristóteles, por lo contrario, alabo que oiga y se le estudie con diligencia, y únicamente critico el entregársele de forma que se suscriba a ciegas todo lo que dijo y, sin buscar ninguna otra razón, haya que tomarlo como decreto inviolable; lo cual constituye un abuso que sigue a otro extremo desorden y que consiste en dejar de forzarse por entender la fuerza de sus demostraciones.» Así sucedió en el caso de aquel aristotélico que, basado en los textos de Aristóteles, sostenía que los nervios se originan en el corazón. Cuando una disección anatómica desmintió tal teoría, afirmó: «Me habéis hecho ver esto de un modo tan abierto y sensato, que si el texto de Aristóteles no dijese lo contrario —que los nervios nacen del corazón tendría por fuerza que confesar es verdad.» Galileo ataca el dogmatismo y el puro Ipse dixit, la «autoridad desnuda» y no las razones que aún hoy podrían hallarse, por ejemplo Aristóteles: «Empero, señor Simplicio, venid con las razones y las demostraciones, vuestras o de Aristóteles.» A la verdad no hay que pedirle el certificado de nacimiento, y en todas partes pueden encontrarse razones y demostraciones. Lo importante es dar a entender que son válidas y no que estén escritas en los libros de Aristóteles. Y en contra de los aristotélicos dogmáticos y librescos, Galileo apela al propio Aristóteles: es «el mismo Aristóteles» quien «antepone (...) las experiencias sensatas a todos los razonamientos». Hasta tal punto es así, que «no me cabe la menor duda de que, si Aristóteles viviese en nuestra época, cambiaría de opinión. Esto se deduce manifiestamente de su propio modo de filosofar: cuando que considera que los cielos son inalterables, etc., porque en ellos no ha visto engendrarse ninguna cosa nueva ni desvanecerse ninguna cosas vieja, nos da a entender implícitamente que, si hubiese visto uno de estos accidentes, habría considerado lo contrario, anteponiendo, como con: conviene, la experiencia sensata al razonamiento natural». En consecuencia pretende liberar el camino de la ciencia de un obstáculo epistemológico en sentido estricto, del autoritarismo de una tradición sofocante que bloquea el avance de la ciencia. Galileo, en definitiva, celebra «el funeral (...) de la pseudofilosofía», pero no el funeral de la tradición en cuanto tal. Esto es tan cierto que con las debidas cautelas cabe decir que es platónico en filosofía y aristotélico en el método.
4) Autónoma en relación con la fe, contraria a las pretensiones del saber dogmático, la ciencia de Galileo es la ciencia de un realista. Copérnico es realista y Galileo también lo es. No razona como un matemático puro, sino como físico; se consideraba más filósofo (es decir, físico) que matemático. En otras palabras, en opinión de Galileo la ciencia no es un conjunto de instrumentos (calculísticos) útiles (para efectuar previsiones). Al contrario, consiste en una descripción verdadera de la realidad: nos dice «cómo va el cielo». Como hemos visto con anterioridad, la raíz más auténtica y profunda del enfrentamiento entre Galileo y la Iglesia está precisamente en la concepción realista de la ciencia que defiende Galileo.
5) Sin embargo, la ciencia sólo puede ofrecernos una descripción verdadera de la realidad, sólo puede llegar hasta los objetos —y ser por lo tanto objetiva— con la condición de establecer una distinción fundamental entre las cualidades objetivas y subjetivas de los cuerpos. En otras palabras, la ciencia debe limitarse a describir las cualidades objetivas de los cuerpos, cuantitativas y mensurables (públicamente controlables) excluido de sí misma al hombre, esto es, las cualidades subjetivas. Leemos el Ensayador: «Por eso, cuando concibo una materia o substancia corpórea, me siento atraído por la necesidad de concebir al mismo tiempo que está determinada y configurada de esta manera o de la otra, que es grande o pequeña en comparación con otras, que está en este lugar o en aquél, en este o en aquel tiempo, que se mueve o está quieta, que toca o no a otro cuerpo, que es una, pocas o muchas, y mediante ninguna imaginación puedo separarla de estas condiciones; empero, que sea blanca o dulce o amarga, sorda o muda, que tenga un aroma grato o desagradable, no siento que mi mente esté forzada a entenderla necesariamente acompañada por tales condiciones: más aún, si los sentidos no nos sirviesen de guía, quizás el razonamiento o la imaginación por sí misma jamás llegaría hasta ellas.» En resumen: los colores, los olores, los sabores, etc., son cualidades subjetivas; no existen en el objeto, sino únicamente en el que siente, al igual que las cosquillas no existen en la pluma, sino en el sujeto sensible a ellas. La ciencia es objetiva porque no se interesa por las cualidades subjetivas que varían para cada hombre, sino que atiende a aspectos de los cuerpos que, al ser cuantificables y mensurables, son para todos. La ciencia tampoco pretende «determinar la esencia verdadera e intrínseca de las substancias naturales». Por lo contrario, escribe Galileo, «determinar la esencia lo considero una empresa tan imposible y un esfuerzo tan vano en las substancias próximas y elementales como en las muy remotas y celestiales: y me creo tan ignorante de la substancias próximas de la Tierra como de la substancia de la Luna, de la nubes elementales y de las manchas del Sol». Por lo tanto, ni las cualidades subjetivas ni las esencias de las cosas constituyen el objetivo de la ciencia. Esta debe contentarse con «tener noticia de algunas de sus afecciones». Por ejemplo, «sería inútil intentar una investigación de la substancia de las machas solares pero esto no impide que podamos conocer algunas de sus afecciones, por ejemplo el lugar, el movimiento, la figura, el tamaño, la opacidad, la mutabilidad, la producción y la desaparición». La ciencia, pues, es conocimiento objetivo, conocimiento de las cualidades objetivas de los cuerpos: y éstas son cualidades cuantitativamente determinables, esto es, medibles.
6) La ciencia describe la realidad; es conocimiento y no pseudofilosofía porque describe las cualidades objetivas (es decir primarias) de los cuerpos, y no las subjetivas (secundarias). Aquí encontramos un elemento central para el pensamiento de Galileo: esta ciencia descriptiva de la realidad, objetiva y mensurable, se vuelve posible porque el libro de la naturaleza «está escrito en lenguaje matemático». En el Ensayador se hay eltexto siguiente: «La filosofía está escrita en este libro grandísimo que continuamente tenemos abierto ante los ojos (quiero decir el universo), pero no se puede entender si antes no se aprende a entender la lengua y a conocer las letras en que está escrito. Está escrito en lengua matemáticas, y las letras son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, y sin estos medios resulta imposible que los hombres entiendan nada: sin ellos, habría más que un vano dar vueltas por un obscuro laberinto.» Estamos ante la explicitación del supuesto metafísico de cuño platónico de la ciencia de Galíleo. «Si se reclama un estado superior para la matemática, y si además se le atribuye un valor real y una posición dominante dentro de la física, se es platónico», escribe Koyré. Para este autor, es evidente Galileo y en sus discípulos, al igual que en sus contemporáneos y predecesores, «matemática significa platonismo», y «el Diálogo y los Discursos nos narran la historia del descubrimiento, o mejor dicho, del redescubrimiento del lenguaje de la Naturaleza. Nos explican la manera de interrogarla, es decir, contienen la teoría de aquella investigación experimental en la que la formulación de los postulados y la deducción de sus consecuencias precede y guía la observación. Esta, para Galileo por lo menos es una prueba de hecho. La nueva ciencia es para él una prueba experimental del platonismo».
7) La ciencia es conocimiento objetivo de las afecciones o cualidades cuantificables y mensurables de los cuerpos. Es un redescubrimiento del lenguaje del libro de la Naturaleza, libro «escrito en lengua matemática.». La ciencia es objetiva porque no se queda empantanada en las cualidades subjetivas o secundarias, y porque no se propone «determinar las esencias». Sin embargo, aunque a criterio de Galileo determinar la esencia empresa imposible y vana, en la filosofía galileana de la ciencia se integra un cierto esencialismo. El hombre no lo conoce todo; de las substancias naturales que conoce, desconoce su esencia verdadera e intrínseca, pero a pesar de ello el hombre posee algunos conocimientos definitivos revisables (en esto consiste el esencialismo de Galileo): «Conviene recurrir a una distinción filosófica, diciendo que el entender puede tomarse en dos modos, intensive o extensive; extensive, es decir en cuanto a la muchedumbre de los inteligibles, que son infinitos, el entender humano es nada aunque entienda mil proposiciones, porque mil comparado con una infinidad es igual a cero. Tomando empero el entender intensive, en tanto que dicho término conlleva intensivamente, esto es, perfectamente, una proposición, afirmo que el intelecto humano entiende algunas con tanta perfección y está tan cierto de ellas como pueda estarlo de la misma naturaleza; tales son las ciencias matemáticas puras, la geometría y la aritmética, de las que el intelecto divino conoce infinitas proposiciones más, porque las sabe todas, pero creo que en aquellas pocas que entiende el intelecto humano, el conocimiento se iguala al conocimiento divino en su certeza objetiva, porque llega a comprender su necesidad, y no puede existir una seguridad mayor que ésta.» Ahora bien, ya que los conocimientos geométricos y matemáticos son definitivos, necesarios y seguros; ya que, por otra parte, la Naturaleza está escrita en un lenguaje geométrico y matemático; y ya que el conocimiento es un redescubrimiento del lenguaje de la Naturaleza, es muy fácil de advertir la confianza que Galileo ponía en la razón y en el conocimiento científico. Este último es algo muy distinto de un mero conjunto de instrumentos más o menos útiles.
8) Evidentemente, limitarse a las cualidades objetivas o primarias de los cuerpos, a sus cualidades geométricas y mensurables, implica toda una serie de consecuencias: a) excluye al hombre del universo investigado por la física; b) al excluir al hombre, excluye un cosmos de cosas y de objetos que se encuentre ordenado y jerarquizado en función del hombre; c) excluye la indagación cualitativa en favor de la cuantitativa; d) elimina las causas finales en favor de las causas mecánicas y eficientes. En pocas palabras: el mundo descrito por la física de Galileo ya no es el mundo de que habla la física de Aristóteles. He aquí algunos ejemplos que ilustran la diferencia entre el mundo de Galileo y el de Aristóteles. En el Diálogo, Simplicio afirma que «ninguna cosa ha sido creada inútilmente ni está Ociosa en el universo», ya que vemos «esta bella ordenación de planetas, dispuestos en torno a la Tierra en distancias proporcionadas a producir en ella sus efectos en beneficio nuestro». Por lo tanto, sin dejar de lado el plan de Dios en favor del hombre, ¿cómo podrá «interponerse (...) entre el orbe supremo de Saturno y la esfera estrellada un espacio vastísimo sin ninguna estrella, superfluo y vano? ¿Con qué finalidad? ¿Para beneficio y utilidad de quién?» Salviati responde a Simplicio de inmediato: «Cuando dice que sería inútil y vano un espacio inmenso entre los orbes de los planetas y la esfera estrellada, carente de estrellas y ocioso, al igual que seria superflua tan gran inmensidad como receptáculo de las estrellas fijas, supera cualquier aprehensión nuestra, afirmo que es temerario convertir nuestro debilísimo razonamiento en juez de las obras de Dios y llamar vano o superfluo a todo lo que hay en el universo y que no nos sirve a nosotros.» El universo determinista y mecanicista de Galileo ya no es el universo antropocéntrico de Aristóteles y de la tradición. Ya no está jerarquizado y ordenado en función del hombre, y éste ya no constituye la finalidad de aquél. Está ordenado geométricamente, con un orden que se muestra ciego ante el hombre.
9) Una consecuencia ulterior de la noción galileana de conocimiento científico es la demostración de la vaciedad o, incluso, de la insensatez de islas y los conceptos aristotélicos. Tal es el caso, por ejemplo, de la idea de perfección de algunos movimientos y de algunas formas de los cuerpos. En opinión de los aristotélicos, la Luna no podía tener montañas y hondonadas porque éstas la habrían privado de aquella forma esférica y perfecta que corresponde a los cuerpos celestes. Galileo, no obstante, señala lo siguiente: «Este razonamiento es muy frecuente en las escuelas peripatéticas, pero dudo de que su principal eficacia consista únicamente en hallarse de manera inveterada en las mentes de los hombres, aunque sus proposiciones no sean necesarias ni hayan sido demostradas; creo, contrario, que muy vacilantes e inseguras. En primer lugar, que la figura esférica sea más o menos perfecta que las demás, no veo yo cómo puede afirmarse con carácter absoluto, sino sólo en relación con algo; como por ejemplo para un cuerpo que haya de girar por todas partes, la figura esférica es la más perfecta, por eso los ojos y las extremidades de los huesos del fémur han sido hechos por la naturaleza perfectamente esféricos; al contrario, en un cuerpo que deba permanecer estable e inmóvil, tal figura sería la más imperfecta de todas; y quien se sirviese de piedra esféricas para edificar murallas haría pésimamente, cuando las más perfectas son las piedras angulares.» Esta es la forma en que Galileo muestra la vaciedad de un concepto propuesto de manera absoluta, poniendo en tela de juicio su eficacia cuando se le coloca en el plano empírico y se relativiza. La idea de perfección sólo funciona cuando se habla de ella con relación a algo, es decir, en la perspectiva de un fin determinado: una cosa es más o menos perfecta según resulta más o menos adecuada a un fin prefijado o establecido. Y dicha perfección es un atributo controlable.
6.12. La cuestión del método: ¿experiencias sensibles y/o demostraciones necesarias?
En la carta a Madama Cristina de Lorena, Galileo escribe: «Me parece que en las disputas acerca de problemas naturales no habría que comenzar por la autoridad de los pasajes de las Escrituras, sino por las experiencias sensibles y las demostraciones necesarias.» Más todavía: «Parece aquello de los efectos naturales que la experiencia sensible nos pone a los ojos, o las necesarias demostraciones nos concluyen, no pueda ningún caso ser puesto en duda, y tampoco condenado, por aquellos pasajes de la Escritura cuyas palabras tuviesen un aspecto diferente.» En ésta frase se encierra el núcleo esencial del método científico según Galileo. La ciencia es lo que es —conocimiento objetivo con todos los rasgos específicos que hemos analizado antes— precisamente porque avanza de acuerdo con un método definido, porque comprueba y funda sus teorías a través de las reglas que constituyen el método científico. En opinión de Galileo este método no consiste sino que en las experiencias sensibles y en demostraciones necesarias. Las experiencias sensibles son aquellas experiencias que se realizan a través de nuestros sentidos, es decir las observaciones y, en especial, las que hacemos con la vista. Las demostraciones ciertas son las argumentaciones en las que, partiendo de una hipótesis (ex suppositione; por ejemplo, de una definición físico-matemática del movimiento uniforme), se deducen con rigor aquellas consecuencias («yo demuestro de forma concluyente muchos accidentes») que luego tendrían que darse en la realidad. Mediante el anteojo Galileo trataba de potenciar y perfeccionar la vista natural. Del mismo modo, sobre todo al llegar a una edad más avanzada, reconoció que Aristóteles en su Dialéctica nos enseña a ser «cautos al huir de las falacias del razonamiento, encauzándolo y capacitándolo para elaborar silogismos correctos y para deducir de las premisas (...) la conclusión necesaria»; Galileo hace decir a Salviati que «la lógica (...) es el órgano de la filosofía». Por lo tanto se da por un lado una llamada a la observación, a los hechos, a las experiencias sensorias o sensibles mientras que por el otro se produce una acentuación del papel de las hipótesis matemáticas y de la fuerza lógica que sirve para extraer las consecuencia a partir de ellas. Este es el problema en el que han tropezado los estudiosos: ¿qué relación existe entre las experiencias sensibles y las demostraciones necesarias?
No sólo se trata de un problema típico de la contemporánea filosofía de la ciencia, sino de un problema que ya existe en Galileo y que surge con toda claridad en sus escritos. En efecto, está fuera de toda duda el que Galileo fundamenta la ciencia sobre la experiencia. Se remite en esto a Aristóteles, quien «antepone (…) las experiencias sensibles a todos los razonamientos». Galileo, además, afirma inequívocamente que «lo que nos de muestra la experiencia y los sentidos, debe anteponerse a cualquier razonamiento, por bien fundado que éste parezca». Sin embargo, a pesar de estas declaraciones tan terminantes, hay bastantes casos en los que Galileo parece anteponer el razonamiento a la experiencia y acentuar la importancia de las suposiciones en perjuicio de las observaciones. Por ejemplo, en una carta dirigida el 7 de enero de 1639 a Giovanni Battista Baliani le comunica lo siguiente: «Volviendo empero a mi tratado sobre el movimiento, argumento ex suppositione acerca del movimiento, definido de la manera establecida; y aunque las consecuencias no correspondiesen a los accidentes del movimiento natural poco me importaría al igual que para nada deroga las demostraciones de Arquímedes el que en la naturaleza no se halle ningún móvil que se mueva en líneas espirales » Tal es el problema: por un lado, Galileo fundamenta la ciencia en la experiencia y, por el otro, parece condenar la experiencia en nombre del razonamiento.
Ante una situación de esta clase los interpretes y los especialistas en metodología científica han optado por los caminos más diversos. Algunos han visto en las experiencias sensibles y en las demostraciones ciertas una especie de antitesis entre experiencia y razón en cambio otros no consideran que se dé tal antítesis y sostienen, de manera más acertada, que en contraposición Galileo expresa «su plena conciencia (...) de la imposibilidad de confundir deducción matemática con demostración física». Algunos, acentuando el papel de la observación, han llegado a decir que Galileo era un inductivista. También ha habido quien defiende, en cambio que se trata de un racionalista deductivista, más confiado en los poderes de la razón que en los de la observación. No falta quien dice que o, de acuerdo con las conveniencias de cada momento, utiliza alternativamente y sin ningún prejuicio tanto el método inductivo como el deductivo.
Aquí no podemos detenernos en las vicisitudes de la noción galileana de método científico a lo largo de la edad moderna y de las controversias epistemológicas contemporáneas. No obstante, a los autores de éstas páginas les parece legítimo considerar que las experiencias sensibles y las demostraciones necesarias que se desarrollan a partir de suposiciones constituyen dos ingredientes que se implican recíprocamente y que juntos configuran la experiencia científica. Esta no es una mera observación ordinaria. Las observaciones ordinarias, entre otras cosas, pueden estar equivocadas. Galileo lo sabía perfectamente: a lo largo de toda su vida tuvo que combatir contra los hechos y las observaciones que se efectuaban a la luz (de las teorías) de lo que entonces era considerado como sentido común. La experiencia científica, empero, tampoco puede reducirse a una teoría o a un conjunto de suposiciones carentes de cualquier contacto con la realidad: Galileo quería ser físico, y no matemático. En efecto, en estos términos le escribe el 7 de mayo de 1610 a Belisario Vinta en una carta donde fija las condiciones de su traslado a Florencia: «Finalmente, en lo que concierne al título y motivo de mi servicio, desearía que al nombre de «matemático» Su Alteza añadiese el de filósofo, ya que estudiado más años de filosofía que meses de matemática pura.» Por lo tanto: experiencias sensibles y demostraciones necesarias, no unas u otra Unas y otras, integrándose y corrigiéndose recíprocamente, dan origen a la experiencia científica: ésta no consiste en una pura observación ni tampoco en una teoría vacía. La experiencia científica es el experimento. Aquí reside la gran idea de Galileo. Tannery y Duhem, entre otro han puesto de manifiesto que la física de Aristóteles, al igual que la de Buridán y la de Nicolás Oresme, estaba muy cercana a la experiencia del sentido común. En cambio, esto no se da en Galileo: la experiencia Galileo es el experimento, y «el experimento es un metódico interrogar a la naturaleza, que presupone y exige un lenguaje en el que se formulan las preguntas y un vocabulario que nos permita leer e interpretar las respuestas. Según Galileo, como es sabido, debemos hablar con la Naturaleza y recibir sus respuestas mediante curvas, círculos, triángulos, en un lenguaje matemático o, más precisamente, geométrico, no en el lenguaje del sentido común ni en el de los símbolos» (A. Koyré). En resumen, el método de Galileo consiste en «una síntesis muy adecuada de observación organizada y de razonamiento riguroso, que ha contribuido mucho al posterior desarrollo de la ciencia de la naturaleza» (A. Pasquinelli - G. Tabarroni).
6. 13. La experiencia es el experimento
La experiencia científica es, por lo tanto, experimento científico. En el experimento la mente no se muestra pasiva en absoluto. La mente actúa: formula suposiciones, extrae con rigor sus consecuencias, y a continuación comprueba si éstas se dan o no en la realidad. Geymonat escribe: «Es cierto que Galileo no pensó en recoger inductivamente de la experiencia los conceptos utilizados para interpretarla; en particular, no hizo tal cosa en lo que se refiere a los conceptos matemáticos. Su falta de interés por el origen de los conceptos utilizados para interpretar la experiencia constituye, quizás, el elemento en el que la metodología se separa de un modo más tajante de todas las formas de empirismo filosófico; de igual modo, su desinterés por las causas es el factor que le separa con mayor nitidez de las viejas metafísicas de la naturaleza.» La mente no se somete a una experiencia científica, la hace, la proyecta. Y la lleva a cabo para comprobar si es verdad una suposición suya: con objeto, pues, de «transformar una casualidad empírica en algo necesario, regulado por leyes» (E. Cassirer).
La experiencia científica está constituida por teorías que instituyen hechos y por hechos que controlan las teorías. Existe una integración recíproca, y una corrección y un perfeccionamiento mutuos. Aristóteles en opinión de Galileo, habría cambiado de opinión si hubiese visto hechos contrarios a sus propias ideas. Además, las teorías (o suposiciones) pueden servir para modificar o para corregir teorías consolidadas, que nadie se atreve a poner en discusión, pero que han aislado la observación a través de interpretaciones inadecuadas, creando así muchos hechos obstinados, pero falsos. Esto ocurre con el sistema aristotélico-ptolemaico: antes de Copérnico, todos veían que el Sol se elevaba al amanecer; después de Copérnico la teoría heliocéntrica nos hace ver en el alba la Tierra que baja. Veamos otro ejemplo de cómo una teoría puede modificar la interpretación de una observación de hechos. Sagredo, en los Discursos, al responder a las objeciones de carácter empírico que se formulan ante la ley por la cual la velocidad del movimiento naturalmente acelerado debe aumentar de forma proporcional al tiempo, afirma: «Al principio, esta dificultad me dio que pensar, pero poco después la eliminé; y lo hice por efecto de la misma experiencia que ahora os la suscita a vos. Vos decís: la experiencia parece mostrar que, apenas un grave abandona la quietud, entra en una velocidad muy notable; y yo digo que esta misma experiencia nos pone en claro que los primeros ímpetus del cuerpo que cae —por más pesado que sea— son muy lentos y muy tardos.» La discusión concluye en estos términos: «Véase ahora cuán grande es la fuerza de la verdad, ya que la misma experiencia que al principio parecía mostrar una cosa, si se la considera mejor nos asegura lo contrario.» Sin duda, «lo que la experiencia y los sentidos nos demuestran» debe anteponerse «a cualquier razonamiento, por bien fundado que éste parezca». No obstante, la experiencia sensata es fruto de un experimento programado, un intento de obligar a responder a la naturaleza.
6. 14. La función de los experimentos mentales
La idea de que en el pensamiento de Galileo la experiencia desarrolla una función secundaria y accesoria, ha sido sugerida por el hecho de que Galileo razona sobre experimentos que él no ha realizado y, a veces, resultan tan idealizados que no pueden llevarse a la práctica. Por ejemplo, es necesario suponer la ausencia de toda resistencia; hay que imaginar que el movimiento tiene lugar en el vacío; debemos pensar en planos casi incorpóreos y en cuerpos móviles que sean perfectamente esféricos, y así sucesivamente. Ahora bien, es preciso que primero definamos, y luego distingamos. Hay que definir dos cosas. Ante todo: en la carta dirigida a Baliani—en la que Galileo afirma que, aunque una teoría contraste con los accidentes, ello no hará que él la descarte— Galileo continúa diciendo lo siguiente. «Pero en esto habría sido atrevido, porque el movimiento de los graves y sus accidentes se corresponden con precisión a los accidentes que demostré en el primer movimiento definido por mí.» La teoría, matemáticamente perfecta—y por tanto poseedora de un valor por sí misma— resultó asimismo verdadera. Galileo la había construido precisamente para que resultase verdadera. En segundo lugar, hay que establecer que no es cierto —como se ha dicho y repetido— que, por ejemplo, los experimentos de los planos inclinados no hayan sido llevados a la práctica, ya que eran demasiados y no resultaban practicables. T. B. Settle, hace unos veinte años produjo los experimentos sobre los planos inclinados que Galileo había descrito con tanta minuciosidad, constatando que se cumplen dentro de los limites de precisión exigida por Galileo. Ahora hay que efectuar la distinción que hemos anunciado antes: se trata de la distinción entre experimentos practicables y experimentos mentales o imaginarios. Por lo que respecta a los primeros, ya hemos hablado lo suficiente: se trata de experimentos técnicamente realizables, en los que se controla una teoría basándose en sus consecuencias observables (por ejemplo, se prueba que el anteojo brinda imágenes verídicas; se prueba que existen montañas: en la Luna; se prueba la ley del movimiento uniformemente acelerado; se prueba que hay manchas en el Sol, etc.). Existen además los experimento mentales, y en los escritos de Galileo aparecen muchos. Prescindiendo de las idealizaciones geométricas (modelos geométricos de acontecimientos empíricos) que interpretadas sobre la realidad nos dicen en que grado esta se aproxima o se aleja de dichos modelos ideales (geométricos), se trata de experimentos que habría que llevar a cabo en condiciones que no se pueden dar y que resultan impracticables. Sin embargo, tales elementos no son inútiles, sino todo lo contrario. Lo importante es ver el uso que se hace de ellos. Y si su utilización no es apologética (o justificativa sino crítica, entonces —como señala Popper— pueden servir precisamente a la utilización crítica que el mismo Galileo hace de los experimento mentales.
«Uno de los experimentos imaginarios más importantes en la historia de la filosofía natural, que constituye al mismo tiempo una de las argumentaciones más sencillas e ingeniosas de la historia del pensamiento racional sobre el universo, se encuentra en las críticas de Galileo teoría del movimiento de Aristóteles. Prueba la falsedad de la suposición aristotélica de que la velocidad natural de un cuerpo más pesado es mayor que la de un cuerpo más ligero. Estos son los argumentos del personaje, que representa a Galileo: «Si tuviésemos dos móviles, cuyas velocidades naturales fuesen desiguales, es evidente que si juntásemos el más lento con el más veloz, este último sería arrastrado en parte por el más lento, y el lento sería acelerado en parte por el más rápido.» Así, «si esto es también es verdad que si una piedra grande se mueve, por ejemplo, con ocho grados de velocidad, y una más pequeña con sólo cuatro, si se juntan las dos, el conjunto de ambas se moverá con una velocidad inferior a grados: empero, las dos piedras juntas conforman una piedra mayor que la primera, la que se movía con ocho grados de velocidad. Por lo tanto este conjunto (mayor que la primera piedra sola) se moverá más lentamente que la primera sola, menor que ella, lo cual es contrario a vuestra suposición.» Como el razonamiento toma pie en esta suposición de Aristóteles, ésta se ve refutada: se ha comprobado que es absurda. En experimento imaginario de Galileo encuentro un modelo perfecto del mejor uso que se puede dar a los experimentos imaginarios. Se trata del uso crítico.» Galileo, que se veía obligado a destruir la base empírica de la concepción aristotélico-ptolemaica, tenía una gran necesidad de experimentos imaginarios como el que acaba de analizar Popper.
En realidad, «los aristotélicos proponen un argumento (el de la caída de la piedra desde una torre) que refuta a Copérnico recurriendo observación, Galileo invierte el argumento con objeto de descubrir las interpretaciones naturales que son responsables de la contradicción. Las inconciliables interpretaciones son substituidas por otras (...). De este modo, surge una experiencia enteramente nueva» (P. K. Feyerabend).
No distinguir entre experimentos practicables y experimentos imaginarios y no haber comprendido siempre el papel del experimento mental (función que, además, no sólo es crítica, sino que también puede ser heurística), han originado interpretaciones incorrectas o parciales. También ha sido origen de errores el haber identificado la experiencia científica con la mera observación (¿acaso es posible una observación pura?) La experiencia científica de Galileo es el experimento científico. Este consiste en el denso conjunto de teorías que instituyen hechos (hechos por la teoría) y de hechos que controlan teorías. Planteada la cuestión en estos términos, se comprende con facilidad en qué sentido y de qué forma Galileo fue el teorizador del método hipotético-deductivo. En la Crítica de la razón pura, Kant escribirá: «Cuando Galileo hizo rodar sus esferas sobre un plano inclinado con un peso que él mismo había elegido, y Torricelli hizo que el aire soportase un peso, que él sabía que era igual al de una columna de agua conocida (…) se dio una luminosa revelación ante todos los investigadores de la naturaleza. Estos comprendieron que la razón sólo ve aquello que ella misma produce según su propio designio, y que debe pasar adelante y obligar a la naturaleza a que responda a sus preguntas; y no dejarse guiar, por así decirlo, con las riendas de ella, si así no fuese, nuestras observaciones —hechas al azar y sin un designio preestablecido— no se encaminarían hacia una ley necesaria, que sin embargo es lo que la razón busca y de la cual tiene necesidad.»
7. SISTEMA DEL MUNDO, METODOLOGÍA Y FILOSOFÍA
EN LA OBRA DE ISAAC NEWTON
7.1. El significado filosófico de la obra de Newton
Galileo murió el 8 de enero de 1642. Ese mismo año, el día de Navidad nacía en Woolsthorpe -cerca del pueblo de Colsterworth, en el Linvolnshire— Isaac Newton. Newton fue el científico que llevó a su culminación la revolución científica, y con su sistema del mundo se configuró la física clásica. No fueron únicamente sus descubrimientos astronómicos, o matemáticos (de forma independiente de Leibniz, inventó el cálculo diferencial e integral) los que le otorgan un lugar en la historia de las ideas filosóficas. Newton, además, estuvo preocupado por importantes cuestiones teológicas y elaboró una cuidadosa teoría metodológica. Sin embargo, quizá lo más importante a nuestros efectos sea que, sin una comprensión adecuada del pensamiento de Newton, no estaríamos en condiciones de entender a fondo gran parte del empirismo inglés, ni tampoco la ilustración —sobre todo la francesa— y ni siquiera el mismo Kant. En realidad, como veremos enseguida, la razón de los empiristas ingleses, limitada y controlada por la experiencia, que ya no la deja moverse a su arbitrio en el mundo de las esencias, es precisamente la razón de Newton. Por otra parte, la temporada que Voltaire pasó en Inglaterra llegó a transformar sus ideas. Voltaire, que será el pensador más típico de la ilustración, «vio que allí los burgueses podían aspirar a todas las dignidades que la libertad no creaba incompatibilidades con el orden, que la religión toleraba la filosofía (...). La lectura de Locke le proporcionó una filosofía, la de Swift, un modelo, y la de Newton, una doctrina científica» (A. Maurois). La razón de los ilustrados es la del empirista Locke, razón que halla su paradigma en la ciencia de Boyle o en la física de Newton: ésta no se pierde en hipótesis sobre la naturaleza íntima o la esencia de los fenómenos, sino que, controlada de forma continua por la experiencia, busca y comprueba las leyes de su funcionamiento. Por último, tampoco hemos de olvidar que la ciencia de la que habla Kant es la ciencia de Newton, y que la conmoción kantiana ante los cielos estrellados es una conmoción ante el orden del universo-reloj de Newton. Kant, escribe Popper, creyó que la tarea del filósofo consistía en explicar la unicidad y la verdad de la teoría de Newton. Sin comprender la imagen de la ciencia newtoniana, resulta del todo imposible comprender la Crítica de la razón pura de Kant.
El libro más famoso de Newton son los Philosophiae naturalis principia mathematica, cuya primera edición se publicó en 1687. «La publicación de los Principia (...) fue uno de los acontecimientos más importantes de toda la historia de la física. Este libro puede ser considerado como la culminación de miles de años de esfuerzo por comprender la dinámica del universo, los principios de la fuerza y del movimiento, y la física de los cuerpos en movimiento en medios distintos» (I.B. Cohen). Y «en la medida en que la continuidad de la evolución del pensamiento nos permite hablar de una conclusión y de un nuevo punto de partida, podemos decir que con Isaac Newton acaba una fase en la actitud de los filósofos hacia la naturaleza y comienza otra nueva. En su obra, la ciencia clásica (...) consiguió una existencia independiente y a partir de entonces comenzó a ejercer todo su influjo sobre la sociedad humana. Si alguien quiere emprender la labor de describir este influjo con todas sus numerosas ramificaciones (...) Newton podría constituir el punto de partida todo lo que se había hecho antes no era más que una introducción» (E.J. Dijksterhuis).
7.2 Su vida y sus obras
Isaac Newton nació en 1642. En 1661, después de una adolescencia no demasiado halagüeña, ingresó en el Trinity College de Cambridge. Aquí recibió el estímulo de su profesor de matemática, Isaac Barrow (1630-1677), autor de unas influyentes Lectiones mathematicae y de otros escritos sobre matemática griega. Barrow se dio cuenta de la gran inteligencia de su discípulo, que en un tiempo bastante reducido había llegado a dominar todas las partes esenciales de la matemática de la época. En el período que corresponde al final de sus estudios, Newton ya había llegado al cálculo de las fluxiones, es decir, al cálculo infinitesimal, y lo utilizaba para solucionar algunos problemas de geometría analítica. Entregó su cuaderno de notas a Barrow y a unos pocos amigos más, para que lo leyesen mientras tanto, en 1665-1666, a causa de la peste Newton abandono Cambridge al igual que muchos otros profesores y alumnos. Volvió a Woolsthorpe a reflexionar en la pequeña casa de piedra, aislada en un extenso territorio. Según Da Costa Andrade, a pesar de las extraordinarias realizaciones de los años posteriores, éste fue el período más fecundo de la vida de Newton. Él mismo, en su ancianidad, recordaba en términos su extraordinario trabajo en Woolsthorpe: «Todo esto s. en los dos años de la peste, en 1665 y 1666, ya que en aquella época encontraba en la flor de la edad creadora y me ocupaba de la matemática y de la filosofía más de lo que haya hecho nunca después.» (La filosofía, o, filosofía natural, de Newton es lo que hoy llamamos «física».) En efecto en Woolsthorpe fue donde Newton tuvo la idea de la gravitación universal. Se hizo famosa la anécdota (que la sobrina de Newton contó a Voltaire quien después se encargó de difundirla) según la cual esa idea se le ocurrió mientras meditaba sobre la caída de una manzana, desde un árbol bajo cual estaba reposando. Al mismo tiempo, se dedicó a problemas de óptica, continuando con estos estudios después de su regreso a Cambridge. Después de haber adquirido una notable habilidad en el pulimento espejos metálicos, y dados los defectos que tenía el telescopio de Galileo. Newton construyó un telescopio reflector. En 1669 Barrow pasó a la cátedra de teología y cedió la cátedra de matemática al joven Newton. Este llevó a cabo sus experimentos sobre la descomposición de la luz a través de un prisma. Presentó la correspondiente memoria a la Royal Society en 1672; fue publicada, con el título de Nueva teoría en torno a luz y a los colores, en las «Philosophical Transactions» de la Royal Society. En este trabajo —al igual que en otro posterior, de 1675— Newton formulaba la audaz teoría de la naturaleza corpuscular de la luz, se cual la explicación de los fenómenos luminosos había de buscarse la emisión de partículas de diferentes tamaños: las partículas más pequeñas daban origen al violeta, y las más voluminosas, al rojo. Estas ideas «provocaron, también por parte de muy fastidiosos filósofos dogmáticos que no sabían ver en ello más que una opinión filosófica, una tempestad de polémicas que disgustaron a Newton. Este insistió vanamente en que no se podía deducir de su obra una nueva metafísica de la luz, sino únicamente una hipótesis (un modelo, diríamos hoy) que se proponía interpretar y sistematizar una serie de hechos experimentales» (G. Preti). La teoría corpuscular de la luz venía a competir con la teoría ondulatoria propuesta en su Traité de la lumiére por un físico holandés, el cartesiano Christian Huygens (1629-1695). Irritado y disgustado por tales polémicas, Newton no publicó su Optica hasta 1704. En cualquier caso, su trabajo en este campo le había otorgado el nombramiento de miembro de la Society (1672).
En 1671 el francés Jean Picard (1620-1682) había efectuado unas mediciones muy perfectas de las dimensiones de la Tierra; en 1679 Newton se enteró de la medida del diámetro terrestre que Picard había calculado. Volvió a analizar sus notas sobre la gravitación; rehízo sus cálculos, que en Woolsthorpe no daban resultados exactos, y esta vez, gracias a la nueva medida de Picard, los cálculos fueron correctos, con lo que la idea de la gravitación se convertía en teoría científica. Sin embargo, hallándose aún bajo la impresión de las acres polémicas anteriores, no publicó sus resultados. Continuó con sus lecciones de óptica, publicadas en 1729 con el título de Lectiones Opticae; sus lecciones de álgebra aparecieron en 1707, con el título de Arithmetica Universalis.
A comienzos de 1684 el gran astrónomo Edmond Halley (1656-1742) se reunió con sir Christopher Wren (1632-1723) y con Robert Hooke (1635-1703) para debatir la cuestión de los mopvimientos planetarios. Hooke afirmó que las leyes del movimiento de los cuerpos celestes se ajustaban a la ley de la fuerza inversamente proporcional al cuadrado de la diostancia. Wren concedió a Hooke dos meses de plazo para formular una demostración de la ley, pero éste no cumplió con el compromiso. En el mes de agosto Halley se trasladó a Cambridge para oír la opinión de Newton. Al preguntarle Halley cuál sería la órbita de un planeta atraído por el Sol con una fuerza gravitacional inversamente proporcional al cuadrado de la distancia, Newton contestó: una elipse. Lleno de alegría Halley preguntó a Newton cómo lo sabía. Y éste le contestó que lo sabía porque ya había hecho los cálculos correspondientes. Halley le pidió entonces que le dejase ver estos cálculos, pero como Newton no logró hallar los, le prometió que se los enviaría más tarde. Cuando lo hizo, iban acompañados de un opúsculo, el De motu corporum, que también envió a Halley. Éste comprendió de inmediato la grandeza del trabajo de Newton y le convenció de que escribiese un tratado que diese a conocer sus descu brimientos. Así nació lo que se consideraba como la obra maestra más importante de la historia de la ciencia, los Philosophiae naturalis principia mathematica. Newton puso manos a la obra en 1685. El manuscrito del primer libro fue enviado en el mes de abril de 1686 a la Royal Society, en cuyas actas encontramos —con fecha 28 de abril— la siguiente anotación: «El doctor Vicent ha presentado a la Sociedad el manuscrito de un tratado con el título Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, que el señor Isaac Newton dedica a la Sociedad y en el que se ofrece una demostración matemática de la hipótesis copernicana tal como la propone Kepler, explicando todos los fenómenos de los movimientos celestes por medio de la única hipótesis de una gravitación hacia el centro del Sol, decreciente de acuerdo con el inverso de los cuadrados de las distancias a éste.» A continuación fueron redactados los libros segundo y tercero. El mismo Halley encargó de publicar la obra. A esta altura, sin embargo, se desencadenó una controversia con Hooke, que reclamaba la prioridad en el descuento de la ley de la fuerza inversamente proporcional al cuadrado de la distancia. Newton se ofendió terriblemente: amenazó con no entregar a la imprenta el tercer libro de la obra, que hacía referencia al sistema del mundo. El conflicto se apaciguó más tarde y Newton incluyó en su obra una nota en la que se deja constancia que la ley del inverso del cuadrado sido propuesta antes por Wren, Hooke y Halley. Los Principia aparecieron en 1687. Dos años después Newton fue elegido como diputado en representación de la universidad de Cambridge y durante este período conoció a John Locke, con quien trabó una amistad sólida y sincera. Prosiguió sus estudios sobre el cálculo infinitesimal, publicando una parte en 1692. Se interesó vivamente por la química, «partiendo desde donde la había dejado Boyle y volviendo a utilizar sus conceptos. No obstante, su laboratorio, junto con muchísimos apuntes, se vio destruido por un incendio. Newton, que ya padecía un notable agotamiento, tuvo una gran crisis nerviosa rayana en la locura (1692-1694), de la cual nunca curó del todo. A partir de este momento está prácticamente acabada la historia del científico Newton» (G. Preti). Publicó sus obras inéditas y perfeccionó las ya editadas, volviéndolas a publicar otra vez. Al mismo tiempo dio comienzo a su prestigiosa carrera pública. En 1696 fue nombrado director de la Casa de la Moneda de Londres; tres años después llegó a gobernador de ésta. Desarrolló su labor con gran entusiasmo y adquirió así un auténtico prestigio nacional. En 1703 fue elegido presidente de la Royal Society. En 1704 publicó su Optica, en 1713 la segunda edición de los Principia y en 1717 segunda edición de la Optica. En febrero de 1727, Newton se desplazó a Londres desde Kensington (donde residía y que entonces era una aldea vecina a Londres, que hoy forma parte integrante de la ciudad), para presidir una sesión de la Royal Society. Al regresar a Kensington se sintió muy mal. No logró superar la crisis y falleció el 20 de marzo de 1727. Fue sepultado en la Abadía de Westminster. Voltaire asistió a su funeral como veremos al hablar de la ilustración, contribuyó en gran manera a dar a conocer en Francia el pensamiento de Newton.
7.3. Las reglas del filosofar y la ontología que presuponen
Al comienzo del libro III de los Principia, Newton establece cual reglas del razonamiento filosófico. Se trata sin duda de reglas metodológicas, pero como ocurre en toda metodología —ya que las reglas que explicitan cómo debemos buscar, presuponen qué debemos buscar— presuponen y se hallan entremezcladas con cuestiones de orden metafísico sobre naturaleza y sobre la estructura del universo.
«Regla 1. No debemos admitir más causas de las cosas naturales aquellas que sean al mismo tiempo verdaderas y suficientes para sus apariencias.» Esta primera regla metodológica constituye un principio de parsimonia en la utilización de hipótesis, una especie de navaja Ockham aplicada a las teorías explicativas. ¿Por qué hemos de proponernos obtener teorías simples? ¿Por qué no debemos complicar el aparato hipotético de nuestras explicaciones? Newton responde a este interrogar diciendo que «la naturaleza no hace nada inútil, y con muchas cosas hace inútilmente lo que se puede hacer con pocas; la naturaleza, en efecto, ama la simplicidad y no se excede en causas superfluas». Este es el postulado ontológico —el postulado de la simplicidad de la naturaleza— subyace en la primera regla metodológica de Newton.
Estrechamente interrelacionada con la primera está la «regla IL eso, a los mismos efectos debemos, en lo posible, asignar las mi causas. Por ejemplo, a la respiración en el hombre y en el animal; caída de las piedras en Europa y en América; a la luz del fuego de nuestra cocina y a la del Sol; a la reflexión de la luz sobre la Tierra y sobre los planetas». Esta regla expresa otro postulado ontológico: la uniformidad de la naturaleza. Nadie puede controlar el reflejo de la luz en los planetas, pero basándose en el hecho de que la naturaleza se comporta de manera uniforme en la Tierra y en los planetas, nos es posible decir también como actúa la luz en los planetas.
Veamos la «regla III: las cualidades de los cuerpos, que no admiten aumento ni disminución de grado y que se encuentran en todos los cuerpos pertenecientes al ámbito de nuestros experimentos, deben ser consideradas como cualidades universales de todos los cuerpos». Esta regla también presupone el principio ontológico de la uniformidad de la naturaleza. Newton afirma «Puesto que las cualidades de los cuerpos solo las conocemos a través de los experimentos, debemos considerar como universales todas aquellas que universalmente están de acuerdo con los experimentos y no pueden verse disminuidas ni eliminadas. No hemos de abandonar, sin duda, la evidencia de los experimentos por amor a los sueños y a las vanas fantasías de nuestras especulaciones; y no debemos abandonar tampoco la analogía de la naturaleza, que es simple y está en conformidad consigo misma.» La naturaleza, pues, es simple y uniforme. Estos dos pilares metafísicos rigen la metodología de Newton. Y una vez que se han fijado estos supuestos, Newton se dedica a establecer algunas cualidades fundamentales de los cuerpos, por ejemplo, la extensión, la dureza, la impenetrabilidad y el movimiento. Logramos establecer estas cualidades gracias a nuestros sentidos. «La extensión, la dureza, la impenetrabilidad, la movilidad y la fuerza de inercia del todo son una consecuencia de la extensión, la dureza, la impenetrabilidad, la movilidad y la fuerza de inercia de las partes; de aquí concluimos que las partes más pequeñas de todos los cuerpos también deben poseer extensión, ser duras, impenetrables, móviles y estar dotadas de propia inercia. Este es el fundamento de toda la filosofía.» Se trata del corpuscularismo. Llegado a este punto, sin embargo, Newton no podía evitar una cuestión importante: los corpúsculos de los que están hechos los cuerpos materiales, ¿son ulteriormente divisibles o no? Desde el punto de vista matemático, una parte siempre es divisible, pero ¿ocurre lo mismo en física? A este respecto, la argumentación de Newton es la siguiente «que las partículas de los cuerpos, divididas pero contiguas, pueden separarse entre sí es cuestión observable; y en tas partículas que permanecen indivisas, nuestras mentes están en disposición de distinguir partículas aún más pequeñas, como se demuestra en matemática. Empero, no nos es posible determinar con certidumbre si las partes que así se distinguen y que no están divididas entre sí, pueden dividirse efectivamente y separarse las unas de las otras por medio de los poderes de la naturaleza Sin embargo, si a través de un único experimento tuviésemos la prueba de que una partícula cualquiera no dividida rompiendo un cuerpo sólido y duro, se somete a una división, podremos concluir en virtud de esta regla que las partículas no divididas al igual que las dividas pueden ser divididas y efectivamente separadas hasta el infinito.» En consecuencia, a una seguridad matemática le corresponde —en lo que se refiere a la divisibilidad hasta el infinito de las partículas— una incertidumbre fáctica. Esta incertidumbre, empero, no se da en lo concerniente a la fuerza de gravitación. «Siendo universalmente evidente, mediante los experimentos y las observaciones astronómicas, que de todos los planetas que giran alrededor de la Tierra gravitan hacia ella y lo hacen en proporción a la cantidad de materia que contiene cada uno de ellos por `separado; que, por otra parte, nuestro mar gravita hacia la Luna; y que todos los planetas gravitan unos hacia otros; y que los cometas gravitan hacia el Sol, de igual manera; entonces, como consecuencia de esta regla, debemos admitir universalmente que todos los cuerpos están dotados de un principio de gravitación recíproca. Por esto, el argumento procedente de los fenómenos es más concluyente en lo que respecta a la gravitación que todos los cuerpos que en lo referente a su impenetrabilidad, porque de ésta no tenemos ningún experimento y ninguna manera de efectuar observaciones en los cuerpos celestes. No afirmo que la gravedad es esencial a los cuerpos: con los términos vis insita me refiero únicamente a su fuerza de inercia. Esta es inmutable. Su gravedad disminuye en relación a su alejamiento de la Tierra.»
Por lo tanto, la naturaleza es simple y uniforme. Partiendo de los sentidos —es decir, de las observaciones y los experimentos— pueden establecerse algunas de las propiedades fundamentales de los cuerpos: extensión, dureza, impenetrabilidad, movilidad, fuerza de inercia del todo y la gravitación universal. Estas cualidades se establecen a partir de los sentidos, inductivamente, a través de lo que Newton considera como único procedimiento válido para conseguir y fundamentar las proposiciones de la ciencia: el método inductivo. Llegamos así a la «regla IV: en la filosofía experimental las proposiciones inferidas por inducción general desde fenómenos deben ser consideradas como estrictamente verdaderas, o como muy próximas a la verdad, a pesar de las hipótesis contrarias puedan imaginarse, hasta que se verifiquen otros fenómenos que las conviertan en más exactas todavía, o bien se transformen en excepcionales.»
7.4. El orden del mundo y la existencia de Dios
Las reglas del filosofar están colocadas al comienzo del libro tercero de los Principia. Al final de este mismo libro hallamos el Scholium generale donde Newton enlaza los resultados de sus indagaciones científicas con consideraciones de orden filosófico-teológico. El sistema del mundo es una gran máquina. Las leyes del funcionamiento de las diversas piezas de esta máquina pueden hallarse de manera inductiva a través de la observación y el experimento. Se plantea, así, un nuevo interrogante de naturaleza filosófica, muy importante: ¿dónde se ha originado este sistema del mundo, este mundo ordenado y legalizado? Newton responde: «Este extremadamente admirable sistema del Sol, de los planetas y de los cometas sólo pudo originarse por el proyecto y la potencia de un Ser inteligente y potente. Y si las estrellas fijas son centros de otros sistemas análogos, todos éstos —ya que han sido formados por un proyecto idéntico— del sujetarse al dominio del Uno; sobre todo, porque la luz de las estrellas fijas es de la misma naturaleza que la luz del Sol, y la luz pasa desde cada sistema a todos los demás sistemas: y para que los sistemas de las estrellas fijas no caigan por causa de su gravedad, los unos sobre los otros, coloco estos sistemas a una inmensa distancia entre sí.»
El orden del universo revela, pues, el proyecto de un Ser inteligente y potente. Este Ser «gobierna todas las cosas, no como alma del mundo sino como señor de todo; y basándose en su dominio suele llamársele Señor Dios pantokrator regidor universal (...). El sumo Dios es un Ser eterno, infinito, absolutamente perfecto; pero un ser, aunque sea perfecto, no puede ser llamado Señor Dios si no tiene dominio (...). Y verdadero dominio se sigue que el verdadero Dios es un Ser viviente, inteligente y potente; y de sus demás perfecciones, que se trata de un supremo y perfectísimo. Es eterno e infinito, omnipotente y omnisciente.»
El orden del mundo muestra con toda evidencia la existencia de Dios sumamente inteligente y potente. Pero además de su existencia ¿qué otra cosa podemos afirmar acerca de Dios? «Al igual que el ciego no posee ninguna idea de los colores —responde Newton— tampoco nosotros tenemos idea alguna del modo en que Dios sapientísimo percibe y entiende todas las cosas. Carece por completo de cuerpo y de figura corpórea, por lo cual no puede ser visto, ni oído ni tocado; ni debe ser adorado bajo la representación de algo corporal.» De las cosas naturales, dice Newton, conocemos lo que podemos constatar con nuestros sentidos: figuras, colores, superficies, olores, sabores, etc.; pero ninguno de nosotros conoce «qué es la substancia de una cosa». Y si esto se aplica al mundo natural, con mucha mayor razón se aplicará a Dios: «mucho menos tendremos idea de la substancia de Dios». De Dios podemos decir que existe, que es sumamente inteligente y perfecto. Y esto lo podemos decir a partir de la constatación del orden del mundo, porque en lo que respecta a Dios «es función de la filosofía natural hablar de El partiendo de los fenómenos».
En consecuencia, la existencia de Dios puede ser probada por la filosofía natural basándose en el orden de los cielos estrellados. Sin embargo, los intereses teológicos de Newton fueron mucho más amplios de lo que podrían dar a entender los pasajes antes citados del Scholium generale. Entre los libros que Newton dejó a sus herederos se cuentan las obras de los Padres de la Iglesia, una docena de ejemplares distintos de la Biblia y muchos otros libros de tema religioso. Después de haber acabado los Principia, Newton se ocupó a fondo de las Sagradas Escrituras y en 1691 -en cartas intercambiadas con John Locke— discute acerca de las profecías de Daniel, entre otros temas. Después de su muerte se publicaron otras dos obras suyas: Informe histórico sobre dos notables corrupciones de las Escrituras, y las Observaciones sobre las profecías de Daniel y sobre el Apocalipsis de san Juan. Este último trabajo le costó un gran esfuerzo. En él, «se proponía vincular las profecías con los acontecimientos históricos que sucedieron después; por ejemplo, la bestia citada por Daniel tiene diez cuernos, en medio de los cuales aparece un cuerno más pequeño. Newton identificó estos cuernos con los distintos reinos y decidió que el cuerno más pequeño era la Iglesia católica. En sus cuidadosas referencias a los primeros tiempos de la Iglesia da pruebas de una profunda erudición» (E. N. Da Costa Andrade).
7.5 El significado de la sentencia metodológica: «hypotheses non fingo»
El mundo está ordenado: y «por la sapientísima y óptima estructura de Cosas y por las causas finales» estamos legitimados para afirmar la existencia de un Dios ordenador, omnisciente y omnipotente. «Hasta ahora —escribe Newton al final del Scholium generale— hemos explicado los fenómenos del cielo y de nuestro mar recurriendo a la fuerza de la gravedad, pero no hemos establecido aún cuál es la causa de la gravedad. Es cierto que ésta procede de una causa que penetra hasta el centro del Sol y de los planetas, sin que sufra la más mínima disminución de su fuerza; que en relación con la cantidad de las superficies de las partículas en cuales actúa (como suelen hacer las causas mecánicas); sino en relación con la cantidad de materia sólida que contienen aquéllas, y su acción se extiende hacia todas partes a inmensas distancias, decreciendo en razón inversa al cuadrado de las distancias. La gravitación hacia el Sol está compuesta por las gravitaciones hacia cada una de las partículas que componen el cuerpo del Sol; y alejándose del Sol, decrece exactamente en razón inversa al cuadrado de las distancias hasta la orbita de Saturno como se aprecia claramente a través de la quietud del afelio de los planetas, y hasta los últimos afelios de los cometas si estos afelios están en reposo.»
Existe pues, la fuerza de la gravedad. La observación nos da testimonio de ella Empero, hay una pregunta que no puede evitarse, si se quiere profundizar en la cuestión ¿cual es la razón, la causa, o si se prefiere, la esencia de la gravedad «En verdad —responde Newton— no he logrado aun deducir de los fenómenos la razón de estas propiedades de la gravedad, y no invento hipótesis » Hypotheses non fingo: es la celebre sentencia metodológica de Newton, que se cita tradicionalmente como irreversible llamada a los hechos y como decidida y justificada condena de las hipótesis o conjeturas. Sin embargo, es obvio que Newton también formula hipótesis, es famoso y su grandeza supera todas las fronteras no porque haya visto caer una manzana o haya observado la Luna; es célebre y es grande porque formulo hipótesis y las comprobó, hipótesis que explican por que la manzana cae al suelo y por que la Luna no cae sobre la Tierra, por qué los cometas gravitan hacia el Sol y por qué se producen las mareas. Entonces, si esto es así, ¿qué quería decir Newton mediante la palabra «hipótesis» cuando afirmaba «no inventar hipótesis»? Esta es la respuesta de Newton: «(...) y no invento hipótesis; en efecto, todo lo que no se deduce a partir de los fenómenos, debe ser llamado «hipótesis»; y las hipótesis, tanto las metafísicas como las físicas, ya versen sobre cualidades ocultas o mecánicas, no pueden ocupar un lugar en la filosofía experimental. En tal filosofía, se deducen proposiciones particulares a partir de los fenómenos, y a continuación se vuelven generales mediante la inducción. Así fueron descubiertas la impenetrabilidad, la movilidad y la fuerza de los cuerpos, las leyes del movimiento y de la gravitación. Para nosotros es suficiente con que la gravedad exista de hecho y actúe según las leyes que hemos expuesto, y esté en condiciones de dar cuenta con amplitud de todos los movimientos de los cuerpos celestes y de nuestro mar.» La gravedad existe de hecho; explica los movimientos de los cuerpos; sirve para prever sus posiciones futuras. Al físico le basta con esto. Cuál sea la causa de la gravedad es cuestión que rebasa el ámbito de la observación del experimento y, por lo tanto, está fuera de la filosofía experimental. Newton no quiere perderse en conjeturas metafísicas incontrolables. Tal es el sentido de su expresión hypotheses non fingo.
7.6 La gran máquina del mundo
Tanto en lo que concierne al método como en lo que se refiere a los contenidos, los Principia representan la puesta en práctica de aquella revolución científica que, iniciada por Copérnico, había hallado en Kepler y Galileo dos de sus más geniales y prestigiosas representaciones. Como sugiere Koyré, Newton recoge y plasma dentro de un todo orgánico y coherente la herencia de Descartes y de Galileo, y al mismo tiempo la de Bacon y Boyle. Efectivamente, al igual que para Boyle, en Newton «el libro de la naturaleza está escrito en caracteres y términos corpusculares, pero —como para Galileo y Descartes— es una sintaxis puramente matemática la que vincula entre sí a estos corpúsculos, otorgando de este modo un significado al texto del libro de la naturaleza». En substancia, las letras del alfabeto con el que está escrito el libro de la naturaleza están constituidas por un número infinito de partículas, cuyos movimientos se hallan regula dos por una sintaxis configurada por las leyes del movimiento y por la de la gravitación universal.
A continuación veremos las tres leyes newtonianas del movimiento, leyes que representan la enunciación clásica de los principios de la dinámica. La primera ley es la ley de la inercia, sobre la que había trabajado Galileo y que Descartes había formulado con toda exactitud. Newton escribe: «Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o de movimiento rectilíneo uniforme, a menos que se vea obligado a modificar dicho estado por fuerzas que se apliquen sobre él.» Newton ejemplifica así este principio fundamental: «Los proyectiles perseveran en sus movimientos hasta que no se vean entorpecidos por la resistencia del aire o no sean atraídos hacia abajo por la fuerza de la gravedad. Un trompo (...) no deja de girar, si no es porque se le opone la resistencia del aire. Los cuerpos más voluminosos de los planetas y los cometas, al encontrarse en espacios más libres y con menos resistencia, mantienen sus movimientos de avance y al mismo tiempo circulares durante un tiempo mucho más largo.» La segunda ley, ya formulada por Galileo, dice: «El cambio de movimiento es proporcional a la fuerza motriz que se aplica, y se da en la dirección de la línea recta según la cual ha sido aplicada la fuerza.» Una vez formulada la ley, Newton agrega las siguientes consideraciones: «Si una fuerza determinada genera un movimiento, una fuerza doble generará un movimiento doble, una fuerza triple, un movimiento triple, ya sea que aquella fuerza haya sido aplicada toda ella a la vez y de golpe, o bien de una forma paulatina y Sucesivamente. Este movimiento (que siempre se dirige en la misma dirección que la fuerza generadora), si el cuerpo ya estaba en movimiento, se añade o se substrae del primer movimiento, según que cooperen directa mente o que sean contrarios directamente el uno al otro; o bien se añade oblicuamente, si son oblicuos entre si, con lo que se produce un nuevo movimiento compuesto por lo que determinan ambos.» Estas dos leyes, junto con la tercera que expondremos enseguida, constituyen los elementos centrales de la mecánica clásica que se aprende en la escuela. La era ley, formulada por Newton, afirma que «a toda acción se opone siempre una reacción igual: las acciones recíprocas de dos cuerpos son iguales siempre, y dirigidas en sentido contrario». Newton ilustra así este principio de la igualdad entre acción y reacción: «Toda cosa que ejerza una presión sobre otra, o que atraiga a otra cosa, se ve presionada por la otra o atraída por ella. Si presionas con un dedo una piedra, también el será presionado por la piedra. Si un caballo tira de una piedra atada con una cuerda, también el caballo —por así decirlo— se ve tirado hacia atrás, hacia la piedra.»
Estas son, por tanto, las leyes del movimiento. Ahora bien, los estados de reposo y de movimiento rectilíneo uniforme sólo pueden determinarse en relación con otros cuerpos que estén en reposo o en movimiento. Puesto que no se puede llegar hasta el infinito en la referencia a nuevos sistemas de encuadramiento, Newton introduce las nociones de tiempo absoluto y de espacio absoluto, que suscitarán grandes debates y una viva oposición. «El tiempo absoluto verdadero y matemático, en sí y por su propia naturaleza, fluye de manera uniforme sin relación con nada externo, y por otro nombre se le llama duración; el tiempo relativo, aparente: y común, es la medida sensible y externa (...) de la duración a través del medio del movimiento, y se lo utiliza comúnmente en lugar del tiempo verdadero: es la hora, el día, el mes, el año.» «El espacio absoluto, que por su propia naturaleza carece de toda relación con nada externo, permanece siempre semejante a sí mismo e inmóvil.» Estos dos conceptos de tiempo absoluto y espacio absoluto no tienen significado operativo, conceptos incontrolables empíricamente y, entre otras críticas que se han alzado en su contra, se hizo célebre la de Ernst Mach, quien en el libro La mecánica en su desarrollo histórico-crítico afirmará que el espacio y tiempo absolutos de Newton son «monstruosidades conceptuales».
En cualquier caso, en el interior del espacio absoluto —que Newton llama también sensorium Dei— la maravillosa y hermosísima conjunción cuerpos se mantiene unida mediante la ley de la gravedad, que Newton expone en el Libro tercero de los Principia. Este libro, escribe Da Costa Andrade, «constituye un triunfo. Después de resumir el contenido de los dos primeros libros, Newton anuncia que basándose en los mismos principios pretende ahora demostrar la estructura del sistema del mundo, y consigue con tanta meticulosidad que todo lo que hicieron durante los doscientos años siguientes algunas de las mentes más capaces de la ciencia no fue más que una ampliación y un enriquecimiento de su obra». La ley de la gravedad señala que la fuerza de gravitación con que dos cuerpos se atraen es directamente proporcional al producto de sus masas, e inversamente proporcional al cuadrado de su distancia. Utilizando símbolos, esta ley se expresa mediante la conocida fórmula:
m1 m2
F=G—————
D2
donde F es la fuerza de atracción, m1 y m2, son las dos masas, D e distancia que separa las dos masas, y G una constante que se aplica a todos los casos: en la recíproca atracción entre la Tierra y la Luna, Tierra y una manzana, etc. Con la ley de la gravedad, Newton llegaba único principio que era capaz de dar cuenta de una cantidad indefinida de fenómenos. En efecto, la fuerza que hace que caigan al suelo una pie una manzana es de la misma naturaleza que la fuerza que mantiene a la Luna vinculada con la Tierra, y a la Tierra vinculada con el Sol. Esta fuerza es la misma que explica el fenómeno de las mareas (como efecto combinado de la atracción del Sol y de la Luna sobre la masa de agua de los mares). Con base en la ley de la gravitación, «Newton llegó a e: explicar los movimientos de los planetas, de los satélites, de los cometas, hasta en sus detalles más menudos, así como el influjo y el reflujo, el movimiento de precesión de la Tierra: todo un trabajo deductivo de grandeza única» (A. Einstein). De su obra «surgía un cuadro unitario del mundo unión sólida y efectiva entre la física terrestre y la física definitivamente el dogma de una diferencia esencial entre los cielos y la tierra, entre la mecánica y la astronomía, Y también se derrumbaba aquel mito de la circularidad que había condicionado durante más de un milenio el desarrollo de la física y que había pesado incluso sobre el razonamiento de Galileo: los cuerpos celestes se mueven de acuerdo con órbitas elípticas, porque actúa sobre ellos una fuerza que los aleja continuamente de la línea recta según la cual, por inercia, continuarían su movimiento» (Paolo Rossi).
7.7. La mecánica de Newton como programa de investigación
Al final del Scholium generale, Newton propone un claro programa de investigación en el cual la fuerza de la gravedad no sólo está en condiciones de explicar fenómenos como la caída de los graves, las órbitas de los cuerpos celestes o las mareas. Newton sostiene que dicha fuerza podrá dar cuenta en el futuro de los fenómenos eléctricos, ópticos o incluso fisiológicos. Newton añadía que «no es posible exponer estas cosas en pocas palabras, y no disponemos de los experimentos suficientes para una cuidadosa determinación Y demostración de las leyes con que opera este espíritu eléctrico y elástico». El propio Newton trató de llevar a cabo este programa a través de sus investigaciones en el campo de la óptica «cuando supuso que la luz estaba compuesta de corpúsculos inertes» (A. Einstein). La verdad es que, sigue diciendo Einstein, «Newton fue el primero que logró hallar una base formulada con claridad desde la que se podía deducir un gran numero de fenómenos mediante el razonamiento matemático, lógico, cuantitativo y en armonía con la experiencia Por eso, podía esperar correctamente que la base fundamental de su mecánica llegaría con el tiempo a suministrar la clave para la comprensión de todos los fenómenos. Sus alumnos pensaron lo mismo, con mayor seguridad que él, y también lo pensaron sus sucesores, hasta el final del siglo XVIII». La mecánica de Newton ha sido uno de los más poderosos y fecundos paradigmas o programas de investigación de la historia de la ciencia: después de Newton, para la comunidad científica «todos los fenómenos de orden físico deben ser referidos a las masas que obedecen a la ley del movimiento de Newton» (A. Einstein). La realización del programa de Newton seguirá avanzando durantete mucho tiempo, hasta que se encuentre con problemas que, para ser solucionados, exigirán una auténtica revolución científica, es decir, un cambio radical de las ideas fundamentales de la ciencia newtoniana.
La física newtoniana admite una razón limitada: la ciencia no tiene como tarea el descubrir substancias, esencias o causas esenciales. La ciencia no busca substancias, sino funciones; no busca la esencia de la gravedad sino que se contenta con que ésta exista de hecho y explique los lentos de los cuerpos celestes y de nuestro mar. Sin embargo, escribe Newton en la Optica, «la causa primera, ciertamente, no es mecánica». Tanto la razón limitada y controlada por la experiencia como el deísmo serán dos herencias centrales que la ilustración recibirá de Newton, mientras los materialistas del siglo XVIII tomarán como base teórica sobre mecanicismo cartesiano. Puesto que citamos el mecanicismo cartesiano, hemos de tener en cuenta que, mientras que para los cartesianos el mundo esta lleno para Newton no lo está, y entre los cuerpos actúa una acción a distancia. Los cartesianos, y también Leibniz, verán en estas fuerzas misteriosas que actúan a distancias indefinidas ni más ni menos que un retorno a las cualidades ocultas del pasado.
7.8. El descubrimiento del cálculo infinitesimal y la disputa con Leibniz
Durante sus primeros años de estudio en el Trinity College de Cambridge, Newton se dedicó de manera predominante a la matemática: aritmética, trigonometría y sobre todo geometría, estudiándola a través de lo Elementos de Euclides, que leyó con mucha facilidad, y de la Geometría de Descartes, con algo más de dificultad, por lo menos al principio. Como ya hemos dicho, en Cambridge, Barrow comprendió muy pronto las grandes cualidades que tenía su discípulo y apreció de manera especial sus nuevas ideas en el sector matemático. Cuando en 1669 recibió de él su escrito Analysis per aequationes numero terminorum infinitas, elaborado en los tres años anteriores, le cedió su cátedra en esa universidad. En realidad —cosa que es importante para la histórica controversia con Leibniz, que mencionaremos enseguida— los primeros escritos matemáticos de Newton son todavía anteriores. En cualquier caso, presumiblemente posterior en cuatro años al trabajo de 1669 el breve tratado Methodum fluxionum et serierum infinitarum, que sirve de coronamiento a sus primeras investigaciones. Se trata de estudios sobre los infinitésimos, es decir, sobre las pequeñas variaciones arbitrarias de determinadas magnitudes, sobre sus relaciones —que más tarde recibirán el nombre de «derivadas»— y sobre sus sumas, que serán llamadas «integrales». Para esto, geometría analítica de Descartes, en cuanto traducción de curvas y superficies en ecuaciones algebraicas, le sirvió como un magnífico instrumento. También empleó con gran aprovechamiento los estudios de Francois Viéte (1540-1603), y sobre todo la Isagoge in artem analyticam, en la que elaboraba teóricamente la aplicación del álgebra a la geometría mediante la introducción de los rudimentos del cálculo literal, con la correspondiente y adecuada escritura simbólica. Newton halló otras fuentes paras investigaciones matemáticas en la Clavis Mathematicae de William Oughtred (1574-1660) y en diversos escritos de John Wallis (1616-1703).
Los estudios sobre infinitesimales habían recibido su máximo impulso de los problemas geométricos, más específicamente, de los problemas de medición de las figuras sólidas: la estereometría. Bonaventura Cavalieri (1598?-1647) es la figura central de este terreno de estudio. En su Geometria indivisibilibus continuorum nova quadam ratione promota —que publicó en 1635 después de muchos años de preparación— establece principio que todavía hoy lleva su nombre, según el cual la relación entre las áreas o los volúmenes de dos figuras geométricas es igual a la que entre sus secciones indivisibles, obtenidas mediante los métodos oportunos. Otras aportaciones previas al estudio del cálculo infinitesimal procedían de Kepler, en su Nova stereometria doliorum vinariorum (1615); Evangelista Torricelli (1608-1647) fue un gran difusor y aplicador del método de Cavalieri; Pierre Fermat (1601-1665) otorga a este método una formulación matemática más perfecta y más rigurosa. Newton trabajo sobre estas bases, pero introduciendo desde un principio ciertas referencias concretas a la acústica y a la óptica, ramas de la física a cuyo estudio se dedicaba simultáneamente. Muy pronto, en sus investigaciones matemáticas se hará notar de forma determinante la matriz física.
Newton publicó más tarde, en 1687, al comienzo de su obra más importante —los Philosophiae naturalis principia mathematica— la primera síntesis referente al cálculo infinitesimal. Con posterioridad, aparecerán sus otras obras importantes sobre la cuestión: en 1711 se publica un escrito de 1669, titulado De analysis per aequationes numero terminorum infinitas; en 1704, y como apéndice al tratado de Optica, ve la luz el Tractatus de quadratura curvarum que había escrito en 1676; el ya citado opúsculo Methodus fluxionum er serierum infinitarum, redactado en latín en 1673, aparecerá en edición inglesa en 1736, como obra póstuma.
Veamos ahora la teoría, que el propio Newton denomina «de las fluentes y de las fluxiones». En sus primeros escritos se limita a ampliar y a desarrollar el estudio algebraico del problema, basándose sobre todo en los trabajos de Fermat y Wallis. Muy pronto, sin embargo, una intuición de tipo físico —y más exactamente, de carácter mecánico— le indicará el camino adecuado para solucionar el problema. Gracias a la aportación conceptual de esta rama fundamental de la física supera la noción según la cual las líneas no son más que un agregado de puntos, considerándolas en cambio como trayectorias del movimiento de un punto; por consiguiente, las superficies se transforman en movimientos de líneas, y los cuerpos sólidos, en movimientos de superficies. Por ejemplo, las superficies son descritas por movimientos proporcionales a la ordenada, mientras aumenta la abscisa con el transcurso del tiempo; esto hace que el incremento infinitesimal reciba el nombre de «momento», el área sea la «fluente» y la ordenada sea la «fluxión», en un instante dado.
Sobre esta base, introduce la notación
. . .
x y z
para indicar la velocidad de un punto en las tres direcciones coordenadas. Esto hace surgir distintos problemas, en especial dos: calcular las relaciones que existen entre las fluentes, coincidiendo las relaciones entre fluxiones, y viceversa. En el caso particular de la mecánica: conocido el espacio en función del tiempo, calcular la velocidad; y a la inversa, conocida la velocidad en función del tiempo, calcular el espacio recorrido. En términos actuales, se diría: derivar el espacio con respecto al tiempo, e integrar la velocidad en el tiempo. Sin adentramos demasiado en los detalles de carácter técnico, hemos de decir sin embargo que Newton logró demostrar muchas de las reglas de derivación y de integración más importantes; introdujo los conceptos de derivada segunda (derivada de la derivada; en el caso de la mecánica, la aceleración) y de derivada de cualquier orden; elaboró con rigor teórico el vínculo entre derivación e integración, e introdujo y solucionó las primeras ecuaciones diferenciales (es decir, con una función incógnita y consistentes en una igualdad entre expresiones que contienen la función incógnita y sus derivadas). Todo esto pone en evidencia la poderosa contribución conceptual efectuada por la mecánica para la elaboración de su nueva teoría matemática. En efecto, Newton poseía una concepción instrumenta de la matemática: para el no era más que un lenguaje que servía para describir acontecimientos naturales. Coincidía en esto con el pensamiento de Thomas Hobbes, mientras que George Berkeley, en 1734 —en la obra El analista, o discurso a un matemático incrédulo le acusará de falta de rigor. Quizá no sea algo casual el que la flotación newtoniana (que utiliza un punto sobre la variable, para indicar la derivada con respecto al tiempo) en la actualidad sólo se siga utilizando en el terreno de la mecánica racional, la física matemática y otros campos afines: resulta poco frecuente y tiende a desaparecer.
La teoría newtoniana, pues, se remite con toda claridad a sus orígenes específicos. Además, su formalismo (x, y, z, ... para las fluentes x, y, z, para las fluxiones, xo yo zo … para los momentos o diferenciales) es muy útil sin duda para quienes estudian la mecánica, en la que solo se deriva con respecto al tiempo, y cuyas derivadas poseen un significado previamente fijado (la derivada primera es la velocidad, y la derivada segunda, la aceleración), pero resulta poco flexible y básicamente estéril en otros sectores. Además, la formalización newtoniana carece de símbolo para la integral. Tales son, en substancia, las críticas que le formuló el otro gran fundador del cálculo infinitesimal: Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716).
Leibniz enfoca la cuestión desde una perspectiva fundamental distinta y, en ciertos aspectos, complementaria. Toma como punto de partida las notables aportaciones inéditas de Blaise Pascal y, sobre todo, la geometría analítica. Sobre esta base matemática, y no física, Leibniz plantea la derivada de un punto de una curva como el coeficiente angular de la recta tangente en ese punto (es decir, lo que hoy llamamos tangente trigonométrica del ángulo que forma ésta con el eje de las abscisas), considerando dicha recta tangente como una secante ideal en aquel punto y en otro punto infinitamente vecino al dado. Con dichas consideraciones está relacionada la conocida notación, tan difundida en la actualidad
d x d y
para los diferenciales de las variables x e y, y
d y
————
d x
para la derivada de y con respecto a x. Leibniz, además, introdujo una S mayúscula para simbolizar la integral, notación que se ha convertido en uso común. Por lo demás, su teoría no difiere mucho de la de Newton; en mayor o menor medida, en la elaboración posterior sus puntos de llegada son análogos. Le falta, sin embargo, un rigor matemático de fondo, y tal deficiencia la provoca el hecho de que aún no se haya elaborado teóricamente ni consolidado la necesaria noción de «límite». En realidad, las bases conceptuales de esta noción fundamental se hallaban ya en la Arithmetica infinitorum de John Wailis, a quien hemos mencionado antes; y si quieremos remontarnos hasta los orígenes, la idea está presente en el método de la exhaustión de Eudoxo (408-355 a.C.), aplicado con éxito por Euclides y Arquímedes a diversos problemas geométricos. Sin embargo, para un tratamiento riguroso de dicha noción y su planteamiento fundamentado en el análisis infinitesimal, habrá que esperar al siglo XIX, con Bernhard Bolzano (1781-1848) y Agustin-Louis Cauchy (1789-1857).
La obra de Leibniz corresponde a los años 1672-1673, es decir, posterior —o todo lo más, contemporánea— a la de Newton. No obstante, su obra fundamental, Nova methodus pro maximis et minimis item que tangentilbus se publicó en 1684, tres años antes que los Phiosophiae naturalis principia mathematica newtonianos. Alimentada por equívocos, entre Newton y Leibniz estalló una feroz disputa sobre la prioridad del descubrimiento. Se trató de una disputa muy poco elegante, en la que predominaron la animosidad y las acusaciones, y que además estuvo teñida de orgullo nacionalista. No es preciso, empero, que nos entretengamos más sobre tal controversia.
8. LAS CIENCIAS DE LA VIDA
8.1. Los avances de la investigación anatómica
Durante el siglo XVI se asiste a un gran florecimiento de la investigación anatómica, cuyos representantes más conocidos son Andrea Vesalio (1514-1564), Miguel Servet (1509-1553), Gabriele Falloppio (1523-1562), Realdo Colombo (aprox. 1516-1559), Andrea Cesalpino (1529-1603) y Fabrizio Acquapendente (1533-1619). El mismo año en el que Nicolás Copérnico publicó su De Revolutionibus, Vesalio —de origen flamenco y profesor en Padua— entregó a la imprenta su De corporis humani fabrica. Este libro, basado en las observaciones realizadas por su autor, «fue el primer texto preciso de anatomía humana que se haya presentado ante el mundo» (I. Asimov) Dado que ya se había inventado la imprenta, se difundió por toda Europa a través de millares de copias. Contenía ilustraciones muy hermosas; algunas de ellas habían sido realizadas por Jan Stevenzoon van Calcar, discípulo de Ticiano. Galeno había sostenido que la sangre pasaba dentro del ventrículo derecho del corazón hasta el izquierdo, atravesando la pared de separación llamada tabique. Vesalio, en oposición a Galeno, hizo notar que el tabique del corazón poseía una naturaleza muscular y densa. En la segunda edición de su obra (1555) negó rotundamente que la sangre pudiese atravesarlo: «Hasta no hace mucho tiempo, no habría osado alejar- siquiera en lo más mínimo de la opinión de Galeno —escribe Vesalio—. El tabique, sin embargo, no es menos espeso, denso y compacto que el resto del corazón. Por lo tanto, no veo cómo podrá la más mínima partícula pasar desde el ventrículo derecho hasta el izquierdo del corazón.» A pesar de todo, Vesalio no logró explicar el movimiento de la sangre. Miguel Servet, el reformador religioso que Calvino había enviado a la hoguera en 1553 y que había estado con Vesalio en París, supuso que la sangre circulaba desde el ventrículo derecho hasta el izquierdo pasando por los pulmones. Después de Server, Realdo Colombo —también profesor de anatomía en Padua— expuso la idea de que la respiración era un proceso de purificación de la sangre y no un proceso de enfriamiento. En la Restitutio Christianismi (obra que fue quemada junto con su autor, Servet, y de la que quedan tres ejemplares: uno en Paris, otro en Viena y otro en Edimburgo) se afirma: «La sangre se traslada desde las arterias pulmonares hasta las venas pulmonares mediante un prolongado pasaje a través de los pulmones, durante el cual adquiere un color carmesí», y se ve «purificada por los vapores fuliginosos a través del acto de la respiración». En el De re anatomica, Realdo Colombo escribe: «La sangre llega a los pulmones a través de la vena arteriosa; luego mezclada con el aire, pasa al corazón izquierdo a través de la arteria venosaa.» Andrea Cesalpino fue anatomista, botánico y mineralogista, y así mismo, fue profesor de anatomía en Pisa y Padua. En contra de la doctrina galénica, afirmó que los vasos sanguíneos tienen su origen en el corazón y en el hígado; también sostuvo que la sangre llega a todas las partes del cuerpo. En Padua también trabajó Fabrizio di Acquapendente, anatomista y embriólogo, que estudió las válvulas venosas, sin llegar empero a la circulación de la sangre. Falloppio, mientras tanto, como continuador de la tradición de Vesalio, describió los canales que van desde los ovarios hasta el útero y que hoy se denominan trompas de Falopio. Bartolomé Eustachio (1500 aprox.-1574), opositor de Vesalio y seguidor de Galeno, estudió entre otras cosas el conducto que va desde el oído hasta la garganta, llamado «trompa de Eustaquio».
8. 2. W. Harvey: el descubrimiento de la circulación de la sangre y el mecanicismo biológico
Lo dicho hasta ahora sirve para darnos una idea de los avances de anatomía durante el siglo XVI. Sin embargo, las investigaciones anatómicas cambiaron de signo cuando William Harvey (1578-1657) publicó en 1621 De motu cordis, donde se expone la teoría de la circulación de la sangre. Esto constituyó un descubrimiento revolucionario, por tres razones como mínimo: en primer lugar, significó un nuevo golpe, y de carácter decisivos la tradición galénica; en segundo lugar, se llegaba a un elemento clave para la fisiología experimental; en tercer lugar, la teoría de la circulación de sangre, aceptada por Descartes y por Hobbes, se convirtió en una de las bases más sólidas del paradigma mecanicista en biología. En efecto, aunque Harvey diga que «el corazón puede (...) ser correctamente designado principio de la vida y sol del microcosmos», organiza los resultados de la investigación anatómica precedente dentro de un modelo estrictamente, mecanicista: «Tal es (...) el verdadero movimiento de la sangre: (...) la sangre (...) por la acción del ventrículo izquierdo es expulsada fuera del corazón y distribuida a través de las arterias en el interior del organismo y en cada una de sus partes, al igual que por las pulsaciones del ventrículo derecho es impulsada y distribuida por los pulmones a través de la vena arteriosa; y de nuevo, a través de las venas, la sangre vuelve a la vena cava hasta la aurícula derecha, del mismo modo que, a través de la arteria venenosa, pasa desde los pulmones hasta el ventrículo izquierdo, en la manera que antes hemos indicado.» Se considera que el corazón es una bomba, las venas y las arterias son tubos, la sangre es un líquido en movimiento bajo presión, y las válvulas de las venas cumplen la misma función que las mecánicas. Provisto de este modelo mecanicista, Harvey ataca al médico francés Jean Fernel (1497-1559), quien —al examinar los cadáveres y comprobar que las arterias y el ventrículo izquierdo del corazón se ha había afirmado en su Universa Medicina (1542) que existía un cuerpo etéreo, un espíritu vital que llenaba esos lugares mientras el hombre tenía vida y que desaparecía con la muerte. Harvey dice que «Fernel, y no sólo Fernel, sostiene que estos espíritus son substancias invisibles (...). Nos hemos de limitar a afirmar que, a lo largo de las indagaciones anatómicas, jamás hemos hallado ninguna forma de espíritu en las venas, ni en los nervios, ni en ninguna otra parte del organismo».
La teoría de Harvey representa una aportación de primera magnitud a la filosofía mecanicista. Descartes extenderá a todos los animales la idea —ya expuesta por Leonardo y presente en Galileo— según la cual el organismo viviente es una máquina. Dicha idea servirá de fundamento a las investigaciones de Alfonso Borelli (1608-1679), miembro de la Accademia del Cimento, profesor de matemática en Pisa y autor de la gran obra De motu animalium, publicada póstumamente en 1680. Borelli, que será recordado por Newton en su obra principal, estudió la estática y la dinámica del cuerpo, calculando la fuerza desarrollada por los músculos al caminar, al correr, al saltar, al levantar pesos y en los movimientos internos del corazón. Así midió la fuerza muscular del corazón y la velocidad de la sangre en las arterias y en las venas. El corazón, para Borelli, funciona cómo el pistón de un cilindro, y los pulmones, como dos fuelles. Con los mismos objetivos, Borelli analizó también el vuelo de los pájaros, la natación de los peces y el arrastrarse de los gusanos.
8.3. Francesco Redi se opone a la teoría de la generación espontánea
Otro miembro de la Accademia del Cimento que contribuyó al desarrollo de las ciencias médico-biológicas fue el aretino Francesco Redi (1626-1698), quien con un experimento que se ha hecho famoso en la historia de la biología formuló lo que para aquellos tiempos constituía una crítica decisiva en contra de la teoría de la generación espontánea. En las Experiencias en torno a la generación de los insectos, Redi escribe «Según lo que os dije, los antiguos y los nuevos escritores, y la común opinión del vulgo, afirman que cualquier podredumbre de cadáver corrompido y toda inmundicia de cualquier otra cosa putrefacta engendra gusanos y los produce, queriendo yo hallar la verdad, a principios del mes de junio hice matar tres serpientes, llamadas culebras de Esculapio; apenas estuvieron muertas, las coloqué en una caja abierta, para que allí se pudriesen; no pasó mucho tiempo antes de que las viese todas cubiertas de gusanos con forma de cono, y sin patas, según podía verse; tales gusanos, a medida que deboraban aquella carne, iban creciendo de tamaño.» Redi presenta de esta manera la teoría de la generación espontánea, que en su tiempo ya poseía una venerable antigüedad. Repitiendo los experimentos, narra Redi, «siempre ví sobre aquellas carnes y sobre aquellos peces, y alrededor de los orificios de las cajas en que estaban colocados, no sólo los gusano, sino también los huevos de los que, como antes he dicho, nacen los gusanos. Estos huevos me hicieron recordar a aquellos otros que dejan las moscas sobre los pescados o sobre la carne y que después se convierten en gusanos; cosa que ya fue perfectamente observada por los compiladores del vocabulario de nuestra Academia y observan asimismo los cazadores en las fieras que matan durante los días estivales, y también los carniceros y las vendedoras que, para proteger durante el verano las carnes d tal inmundicia, las colocan en una fresquera y las cubren con paños blancos. Por lo cual, con mucha razón el gran Homero, en el libro decimonoveno de la Ilíada, hizo que Aquiles temiese que las moscas ensuciasen con gusanos las heridas del fallecido Patroclo, mientras él se disponía a vengarse de Héctor (...). Por eso su piadosa madre le prometió que, con divino poder, mantendría alejados de aquel cadáver los inmundos enjambres de moscas, y en contra del orden natural lo conservaría incorrupto y entero durante un año (...). Por esto comencé a dudar si por acaso todas las larvas que aparecían en las carnes procedían solamente de las moscas y no de las carnes mismas putrefactas; tanto más me confirmaba en dudas el ver que, en todas las generaciones que yo había provocado, antes de que las carnes se agusanasen, se habían posado moscas de la misma especie que la que luego nacía en ella; la duda, empero, habría sido vana si la experiencia no la hubiese confirmado. A mediados del mes de julio coloqué en cuatro frascos de boca ancha una serpiente, algunos peces río, cuatro anguilillas del Amo y un trozo de ternero lechal; luego, después de cerrar muy bien las bocas con papel y cordeles, sellándolas a la perfección, en otros frascos coloqué otras cosas semejantes y con frascos abiertos: no transcurrió mucho tiempo sin que estos segundos recipientes quedasen agusanados, y se veía cómo las moscas entraban y salían de ellos a su capricho. Empero, en los frascos cerrados no vi nacer una sola larva, aunque hubiesen transcurrido muchos meses desde el día que se encerraron allí los cadáveres; a veces se encontraba, por fuera del papel, algún huevo o algún gusanillo que ponía todo su esfuerzo y solicitud en tratar de hallar alguna grieta para entrar a alimentarse en aquellos frascos».
Volvamos a Harvey. La teoría de la circulación propuesta y comprobada por Harvey constituyó un avance de enorme trascendencia. Como sucede siempre, sin embargo, una teoría soluciona un problema y crea otros nuevos. La teoría de Harvey postulaba la existencia de vasos capilares entre las arterias y las venas, pero Harvey no los había visto. No podía verlos, ya que para ello se necesitaba el microscopio. Marcello (1628-1694), el gran técnico en microscopía del siglo XVII, observo en 1661 la sangre en los capilares de los pulmones de una rana. Malpighi investigador genial e infatigable. En 1669 fue nombrado miembro de la Royal Society: muy hábil en técnicas experimentales, estudió los pulmones la lengua, el cerebro, la formación del embrión en los huevos de la gallina, etc. En 1663 Robert Boyle (1627-1691) logró observar la dirección de los capilares inyectando líquidos coloreados y cera fundida. Anthony van Leeuwenkoek (1623-1723) padre de la microscopia (construyó microscopios hasta de 200 aumentos), pudo ver la circulación de la sangre en los capilares de la cola de un renacuajo y de la pata de una rana.
9. LAS ACADEMIAS Y LAS SOCIEDADES CIENTÍFICAS
9.1. La «Accademia dei Lincei» y la «Accademia del Cimento»
«Organizar y coordinar las investigaciones, convertir en estables y fecundas las relaciones entre la cultura de los mecánicos y técnicos y la de los teóricos y científicos; comunicar a un público lo más amplio posible los resultados de los experimentos y de las investigaciones; abrir posibilidades cada vez más numerosas de colaboración y de contrastación con base en estas exigencias —compartidas por Descartes y por Mersenne, por Boyle y por Leibniz— nacieron en Europa las primeras sociedades y academias científicas. Fuera de las universidades, controladas tradicionalmente por el poder eclesiástico, nacieron a lo largo del siglo XVII nuevos lugares de discusión y de investigación. Los grandes epistolarios de ese siglo documentan, por su parte, el grado tan notable en que se advertía la exigencia de una amplia colaboración intelectual, que superase las fronteras de los Estados y los particularismos de las culturas nacionales» (Paolo Rossi). La ciencia es un hecho social: lo es, porque siempre surge en el interior de una tradición cultural (con unos problemas específicos, un lenguaje, etc.); es social en sus aplicaciones; pero, sobre todo, lo es en su método de legitimación como ciencia, puesto que para que el conocimiento científico se transforme en tal, debe ser controlable, y el control es un asunto publico. La teoría científica aspira a tener validez para todos. Sólo puede satisfacerse tal pretensión si las consecuencias de la observación y de la experimentación de la teoría obligan a todos a aceptarla. En cambio, el saber filosófico —tal como se practicaba en las universidades, en los seminarios y en los colegios eclesiásticos— se configuraba y se entendía como fidelidad a la escuela o a la doctrina de un maestro y no como fiel aplicación de un método que exponga a la crítica publica las teorías, las técnicas de comprobación y los resultados de la investigación.
Justamente en contraposición a la enseñanza universitaria eclesiástica y confiesan comúnmente los oyentes e incluso los profesores que en el no se aprende otra cosa que los primeros términos y reglas, el camino y e modo de estudiar y de abrir los libros»), el jovencísimo príncipe Federico Cesi fundó en Roma, en 1603, a expensas suyas, la Accademia dei Lincei (Academia de los Linces), provista de biblioteca, un gabinete de historia natural y un jardín botánico anexo. En Del natural deseo de saber y fundación de los Linces para su consecución (1616), Cesi escribió que «al no existir una institución ordenada, una milicia filosófica para empresa tan digna, tan grande y tan propia del hombre como es la adquisición de la sabiduría, y de modo particular con los medios de las disciplinas principales, con esta finalidad e intención se erigió la Academia o verdadera asamblea de los Linces, para que —con una proporcionada unión de sujetos aptos y preparados para dicha obra— procure con buen orden suplir todos los errores y carencias que se han dicho antes, quitar todos los obstáculos e impedimentos y llevar a cabo este buen deseo, proponiendo el sagacísimo lince como continuo estímulo y recuerdo de la búsqueda de aquella agudeza y penetración del ojo de la mente, necesaria para conocer contemplando minuciosa y diligentemente, desde fuera y desde dentro lo que convenga, todos los objetos que se encuentran en el gran teatro de la naturaleza». Galileo formó parte de la Academia de los Linces. Esta acabó sus actividades en 1651 y, luego de algunos resurgimientos no demasiado significativos, volvió a funcionar en 1847.
No duró más de diez años la Accademia del Cimento (Academia del Experimento), fundada en 1657 por el príncipe Leopoldo de Toscana, amigo y discípulo de Galileo. Lorenzo Magalotti (1637-1712) —que fue miembro de esta Academia— nos dejó escrito que «fue propósito de nuestra Academia el experimentar no sólo con lo que nos haya sucedido nosotros, sino también con aquellas cosas que, por curiosidad provecho o por simple hallazgo, hallan sido escritas o hechas por otros; pues se ve que, bajo este nombre de experiencia, a menudo toman pie y ganan crédito a los errores. Esto fue lo que llevó al comienzo la mente perspicacísima e infatigable del Serenísimo Príncipe Leopoldo de Toscana, quien para decansar de los asiduos trabajos y de los solícitos cuidados que le comporta el ejercicio de su elevada condición, quiere esforzar el intelecto ascendiendo el empinado camino de los conocimientos más nobles. Habiendo sido muy fácil para el sublime entendimiento de su Alteza Serenísima comprender cómo el crédito que poseen los grandes autores mueve en la mayoría de los casos a los ingenios, los cuales, por un exceso de confianza o por reverencia a un nombre, no osan poner en duda lo que aquéllos proponen con autoridad, juzgó que debía ser obra de su gran ánimo contrastar con más exactas y más sensatas experiencias el valor de sus afirmaciones, y una vez conseguida la comprobación o el desengaño, otorgar este don tan deseable y tan preciado a cualquiera que se halle muy ansioso de los descubrimientos verdaderos». Estos «prudentes dictados del Serenísimo Protector nuestro», sigue diciendo Magalotti, no se proponían convertir a los académicos en «censores indiscretos de las doctas fatigas ajenas o en presuntuosos dispensadores de desengaños y de verdades, sino que la intención principal ha sido dar a otros la ocasión de reiterar con sumo rigor las mismas experiencias, en el modo que a veces hemos osado hacer nosotros». La ciencia es un hecho social: exige la comprobación pública, la «sinceridad» de «desapasionados y respetuosos sentimientos» y la intervención de muchas fuerzas («y para tal empresa se requieren otras fuerzas»).
A través del Diario original de las actas de la Academia, podemos apreciar que los académicos del Cimento fueron únicamente los siguientes: Vincenzo Viviani, Candido y Paolo del Buono, Alessandro Maisili, Antonio Uliva, Carlo Rinaldini, Giovanni y Alfonso Borelli, y como cretario, el conde Lorenzo Magalotti. Sin embargo, además de estas personas nombradas en el manuscrito, también fueron académicos Alessandro Segni (secretario de la Academia hasta el 20 de mayo de 1660, fecha en que le substituyó Lorenzo Magalotti), Francesco Redi y Carlo Roberto Dati. Entre los socios correspondientes en el extranjero hay que mencionar a Stenone y, en cierta forma, también a Huygens, con su epistolario sobre temas astronómicos dirigido al príncipe Leopoldo. El lema distintivo de la Academia fue la expresión «probando y volviendo a probar» investigaciones científicas de los académicos del Cimento abarcaron toda la gama de las ciencias naturales: fisiología, botánica, farmacología, zoología, mecánica, óptica, meteorología, etc. No podemos olvidar tampoco la gran atención que los académicos concedieron a la construcción de instrumentos cada vez más exactos: termómetros, higrómetros, microscopios, péndulos etc. El patrimonio instrumental de la Accademia del Cimento, que ha llegado hasta nuestros días, se conserva en el Museo de Historia de la Ciencia, de Florencia, y está constituido por 223 piezas, algunas de ellas incompletas. Al parecer, al morir Leopoldo (1675) había 1282 piezas de cristal. Muchos de estos instrumentos todavía existían en 1740, como atestigua Targioni-Tozzetti que los vio en una estancia contigua a la Biblioteca del Palazzo Pitti. En sus Noticias sobre los crecimientos de las ciencias físicas que ocurrieron en Toscana en el transcurso de los años LX del siglo XVII, G. Targioni-Tozzetti escribe: «Luego, los instrumentos eran infinitos, por así decirlo, todos los que se habían publicado en las Tablas de Cobre de los Ensayos, y casi el doble o más, no publicados. En 1740 vi la mayor parte de éstos, colocados dentro de magníficos armarios, en un salón junto a la biblioteca del real palacio de los Pitti, que era el mismo donde se celebraban regularmente las sesiones de la Accademia del Cimento (...). Otros fueron abandonados aquí o allá, y se dispersaron, o pasaron a otras manos, y otra gran parte se la llevó a su casa el señor Vayringe, maquinista de Su Majestad Católica, sin conocerlos al principio. Recuerdo a este propósito que, estando en una ocasión en casa del citado Vayringe, adonde acostumbraba a ir de vez en cuando, ya que me complacía sumamente la conversación de aquel valiosísimo mecánico y hombre honradísimo, él me hizo ver una masa inmensa y confusa de instrumentos del Cimento, de cristal, de metal, de madera, etc., y me preguntó si yo sabía para qué podían servir. Yo los reconocí de inmediato, le dije qué eran, y como desconocía por completo el nombre de la Accademia del Cimento, le hablé un poco de ella, y a la mañana siguiente le llevé los Ensayos y le hice encontrar las figuras, le expliqué las descripciones, que entonces no entendía del todo. Después de la muerte de Vayringe, los instrumentos del Cimento y de los otros hermosísimos que eran propiedad de Vayringe, una parte fue colocada en cajones por orden del Augustísimo Emperador Francisco, y enviada a Viena, y al parecer, regalada al Oran Colegio Teresiano; todos los demás fueron nuevamente colocados en el citado salón del palacio de los Pitti y en una estancia contigua. Luego, las tablas de cobre, tanto las publicadas en los Ensayos como algunas otras no publicadas y destinadas probablemente a una proyectada continuación de los Ensayos, se conservan en el Guardarropa Real (...). Hay que creer, por lo demás, que los instrumentos elaborados a expensas del príncipe Leopoldo fueron numerosísimos, porque el señor Vayringe me hizo ver un gran numero, muchos otros se habían ido rompiendo con el paso del tiempo o los habían robado, y el cardenal Leopoldo le había mandado muchos como regalo al papa Alejandro VII, con instrucciones sobre la manera de emplearlos, elegantemente redactadas por el conde Lorenzo Magalotti.»
9.2 La Royal Society de Londres y la Academia real de las ciencias de Francia
La Sociedad Real de Londres para la promoción de los conocimientos naturales (Royal Society of London for the Promotion of Natural Knowlede) nació como consecuencia de las reuniones celebradas a partir de 1645 por un grupo de partidarios de la filosofía nueva o filosofía experimental. En 1662 Carlos II concedió el estatuto (charter) que establece derechos y las prerrogativas de la Royal Society. El objetivo de la Sociedad consistía en redactar «informes fidedignos de todas las obras naturaleza» y redactarlos en un lenguaje austero y natural, un lenguaje de «expresiones positivas» y con «significados claros». La Sociedad quería un lenguaje que se acercase al de «los artesanos, los campesinos, los comerciantes», más que al de los «filósofos». Un lenguaje de esta clase era lógicamente, el lenguaje de las ciencias: la matemática, la anatomía magnetismo, la mecánica o la fisiología. Nullius in verba fue, y es, el lema de la Sociedad Real de Londres: «no es necesario jurar sobre las palabras de nadie». El fundamento de la ciencia no reside en la autoridad de un pensador, sino únicamente en las pruebas de los hechos: y «contra los hechos y los experimentos —dijo Newton, que fue miembro y luego secretario de la Sociedad Real— no se puede discutir». Desde 1662 hasta 1667 (año en que murió) fue secretario de la Sociedad Henry Oldenburg, quien inició en 1665 la publicación de las actas de la sociedad (las «Philosophical Transactions», que siguen publicándose en la actualidad). Las «Transactions» de la Royal Society constituyen el primer ejemplo que se da en Europa de revista periódica dedicada a temas científicos. Oldenburg inició su publicación con el convencimiento de que dar a conocer a los demás los descubrimientos científicos era un elemento necesario para el avance del conocimiento científico. Su intención era que las «Transactions» fuesen una invitación y un estímulo a que los estudiosos «investigasen, experimentasen y descubriesen nuevas cosas, a que se comunicasen recíprocamente sus propios conocimientos, contribuyendo así en el mayor grado posible al gran proyecto consistente en el enriquecimiento del conocimiento de la naturaleza y en el perfeccionamiento de todas las artes y las ciencias filosóficas». Y todo esto, «para gloria de Dios, honor y provecho de este reino, y bien universal de la humanidad».
Debido al interés del ministro Colbert, en 1666, bajo el reinado de Luis XIV, se constituyó la Academia real de las ciencias (Académie royales des sciences). Pertenece a Christian Huygens un famoso Mernoradum dirigido al ministro Colbert, en el que se afirma que «la ocupación mental y más útil» de los miembros de la Academia es «dedicarse a la historia natural según el plan trazado por Bacon». Este es el proyecto de Huygens en sus líneas maestras: experimentar sobre el vacío a través de bombas y determinar el peso del aire; analizar la fuerza explosiva de la pólvora dentro de un recipiente de hierro o de cobre lo suficientemente grueso; examinar la fuerza del vapor; examinar la fuerza y la velocidad de los vientos, y estudiar su utilización para la navegación y para las máquinas; analizar «la fuerza (...) del movimiento provocado por un golpe». Según Huygens, existen muchas cosas que, aunque sería muy útil conocerlas nos son del todo —o casi del todo— desconocidas: la naturaleza del peso, del calor, del frío, de la luz, de la atracción magnética, la respiración animal, la composición de la atmósfera, la manera en que crecen la plantas, y así sucesivamente.
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