Pbro. Lic. Salvador M. González M.
Dos son
los milagros narrados por San Marcos en el Evangelio de este día: La curación
de la mujer con hemorragias y la resurrección de la hija de Jairo. Ambos nos
invitan a reflexionar en los dos grandes problemas que aquejan al creyente: La
enfermedad y la muerte.
El hombre, a lo largo de su historia, se ha visto atacado
por distintas enfermedades, muchas de ellas incurables, (pensemos en el cáncer,
el sida, la diabetes, la artritis, el mal de Parkinson, sólo por nombrar
algunas) y otras, que si no lo son, no por eso dejan de ser menos dolorosas.
La muerte ha sido siempre el “coco” de la humanidad. Los
investigadores de todos los tiempos han buscado incansablemente la forma de
eludirla, pero nunca la han encontrado. Irremediablemente es un paso que, tarde
que temprano, el hombre tiene que dar.
Un grupo de personas comentaban cierto día el tema del
cielo y que era necesario morir para poder llegar allá, pero fueron
interrumpidos por un anciano: “Yo a esta vida, les dijo, no lo pongo ningún
defecto, así es que no me hablen de eso que todavía no tengo tiempo de
morirme.” Pero el hecho es que queramos o no, tendremos que morirnos y entre
más jóvenes seamos y más felices nos sintamos en esta vida, más difícil será
afrontar el trance de la muerte. Y es entonces cuando surge la pregunta: ¿Por
qué el hombre tiene que morir? ¿Por qué tiene que enfrentar la enfermedad que
es tan dolorosa?
En Ocasiones encontramos personas que queriendo confortar
a alguien en su enfermedad le dicen: “Acepta con resignación los sufrimientos
que el Señor te manda; tu enfermedad es una prueba que Dios te pone. Recuerda
al santo Job que sufrió con tanta paciencia.” También es común escuchar que se
dice a una viuda o a la madre que ha perdido a su hijo: “Dios lo ha llamado. Es
que lo necesitaba y por eso se lo llevó.”
Sin embargo, la Palabra de Dios nos dice todo lo
contrario: “Dios no hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los
vivientes…” “Dios creó al hombre para que nunca muriera, porque lo hizo a
imagen y semejanza de sí mismo; más por envidia del Diablo entró la muerte en
el mundo y la experimentan quienes le pertenecen” (Sab. 1,13; 2,23-34). El profeta Ezequiel
hace una afirmación más directa: “¿Acaso quiero yo la muerte del pecador,
oráculo del Señor, y no que se convierta de su conducta y viva?” (18,23).
Por lo tanto, según la Biblia, Dios no ha creado ni la
muerte ni la enfermedad. Él es el Dios de la vida, el Padre amoroso que ha
creado al hombre para que tenga vida en plenitud. La muerte y la enfermedad son
consecuencia del pecado del hombre y de la envidia del Diablo.
Los milagros de Jesús vienen a confirmar lo ya escrito en
el Antiguo Testamento: Cura a los enfermos y resucita a los muertos. Con esto
reafirma que su Padre es el Dios de la vida que quiere que el hombre posea la
vida en plenitud y que sea plenamente feliz.
Por tanto, urge una corrección en nuestro modo de hablar
y de pensar, ya que Dios no envía ni la muerte ni la enfermedad. Si éstas
fueran voluntad de Dios, Cristo no hubiera curado a la hemorroísa ni resucitado
a la hija de Jairo, pues, sería oponerse a la voluntad de Dios. Él solo busca
ayudarnos a sobrellevar estos males que su Padre Dios no quiere. Es por eso que
viene a anunciar la Buena Noticia de que ha vencido a la muerte y que gracias a
Él podemos poseer la plenitud de la vida si creemos en Él: “El que cree en mí,
aunque muera, vivirá” (Jn 11,15). Con su victoria Cristo ha dado un nuevo
sentido a la muerte. Ésta ya no es el fin, sino el paso que tenemos que dar
para alcanzar la plenitud de la vida. Vida para la cual fuimos creados desde el
principio.
La curación de la hemorroísa y la resurrección de la hija
de Jairo nos presentan el punto de vista de Dios ante estos dos problemas del
hombre.
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