Una
vez más estamos en el tiempo de Adviento, el tiempo de la espera, el tiempo que
invita a levantar la cabeza e impedir que la esperanza se acabe no obstante que
la llegada del “Novio” se retrase.
1985 años esperando su retorno y la fe sigue viva y la esperanza firme, porque
creemos en su promesa, porque sentimos su presencia de “Emmanuel” (Dios con nosotros) en el caminar de la Iglesia.
Ése
es el sentido de las fiestas: recordar el origen para poder ver con claridad la
meta y no desfallecer en el caminar. Aquél que se hizo hombre por amor a
nosotros, que anunció el Reino de Dios y lo inauguró con su muerte y
resurrección volverá a llevar a plenitud el Reino inaugurado por El y que la Iglesia poco a poco ha ido tomando
posesión de él en su caminar por la historia.
El
Evangelio de Lucas, que la liturgia de este domingo nos presenta para nuestra
reflexión, va en esta misma línea. El lenguaje apocalíptico de las
transformaciones cósmicas que tanto miedo suelen provocar en algunos cristianos indica solamente el dominio absoluto de
Dios en la naturaleza y en la historia de los hombres. La transformación
del sol, la luna y las estrellas y la indicación de que las potencias celestes
se tambalearán expresan la transformación radical de la historia del hombre y del
ambiente en el cual dicha historia se desenvuelve. La presencia activa de Dios
que en ellas se inicia lleva al mundo hacia la meta de una novedad desconocida.
El mundo debe cambiar, cambiará, está ya cambiando bajo el influjo de Dios que
se implica en la historia humana.
Los
que no creen, los que no esperaban; ante estas transformaciones desfallecerán
de miedo. En cambio los creyentes recibirán con alegría y gozo la llegada del
Hijo del Hombre, lleno de gloria y majestad porque saben que ha llegado el
momento de su liberación. El momento de la desaparición de todas las fuerzas
negativa contrarias al hombre: “Mira la
morada de Dios entre los hombres: morará con ellos; ellos serán su pueblo y
Dios mismo estará con ellos. Les
enjugará las lágrimas de los ojos. Ya no habrá muerte, ni pena, ni llanto, ni
dolor. Todo lo antiguo ha pasado...En cambio los cobardes e incrédulos, los
depravados y asesinos, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y embusteros
de toda clase tendrán su parte en el foso de fuego y azufre ardiente (que es la
segunda muerte) (Apoc. 21,3-4.8)
Hay
dos actitudes ante la venida del Hijo del hombre (este es el significado de la
palabra Adviento: venida, llegada). La de aquellos que esperan su llegada con
miedo porque saben “lo que se les echa
encima” (v.26), les espera un juicio
condenatorio. Y la de aquellos que le esperan con alegría pues saben que el
Reino de Dios en plenitud se acerca, cargado de bienes en abundancia.
Para
poder pertenecer al segundo grupo, Jesús nos hace una recomendación: Estar
atentos para que la mente no se nos embote con el vicio, las borracheras y las
preocupaciones de la vida. Estar vigilantes en oración constante (Cfr. 18,1ss),
pidiendo ser dignos de presentarnos ante el Hijo de Dios, con las manos llenas
de frutos y con humildad poder decir: “No
somos más que siervos, hicimos lo que teníamos que hacer”.
Que la celebración del Adviento disponga nuestro corazón para acoger al gran Rey que se manifiesta en la debilidad y sencillez de un niño y así nuestra esperanza en su segunda venida, lleno de gloria y majestad, se vea robustecida.
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