AMADOS DE DIOS
Pocos días como hoy concurren las lecturas con tanta fuerza y evidencia para afirmar el núcleo de la revelación: “Dios es amor” (1Jn 4, 7). Quizá no valoramos la expresión suficientemente, por ser manida y estar un tanto gastada, como si fuera fórmula aprendida del catecismo.
Y sin embargo, cuando uno experimenta en propia carne que Dios no lleva cuentas del mal, que perdona y “no hace distinciones” (Act 10, 34 ), seas de la nación que seas, que te quiere por ti mismo, se llega a ser consciente de que el amor de Dios no depende de la propia respuesta, ni siquiera de la fidelidad que tengamos, porque “en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados (1Jn 4,10).
Si descubres que el amor con el que eres amado, no es de compromiso, ni pasajero, sino que Jesucristo afirma: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor” (Jn 15, 9), ¿qué resistencia cabe ante tal derroche de amor y declaración de fidelidad?
Te puedo asegurar que si en algún momento de tu vida percibes en tu corazón la brisa del amor divino, quedarás conmovido como el profeta, postrado por sobrecogimiento, al mismo tiempo que sentirás la anchura interior y el abrazo envolvente de la misericordia.
Deja que entre en ti la declaración de amor más sincera, estable, gratuita, regeneradora, fiel, permanente, la declaración divina, y nada será igual. La existencia de cada uno de nosotros transcurre en la diferencia entre mendigar amor o en sabernos amados, en caminar heridos de nostalgia, o remecidos de agradecimiento.
¡Qué distinto es levantarse cada mañana, sabiendo que alguien te mira, te espera, te acompaña, te quiere, de no saber para qué ni para quién vives!
“Tú eres amado”. Te puedo asegurar que estas palabras cambiaron mi vida, aunque por torpeza a veces las olvide, pero cuando se han grabado en el corazón en momentos de intensa soledad, siempre cabe volver a ellas. Se reconoce que son sinceras, restauradoras, discretas y, como cuando después de una gran sequía vuelven las lluvias suaves y templadas, todo el ser se estremece y le parece soñar, pero es verdad. ¡Somos amados!
No desperdicies la generosidad de Dios, de ella depende que gustes la felicidad posible en esta vida. Te lo deseo.
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