Este es el grito que resonó en nuestros oídos en la Vigilia Pascual y lo seguiremos escuchando a lo largo de toda la Pascua.
El testimonio de la comunidad primitiva en torno a la resurrección de Jesús es unánime y fue el centro de la predicación apostólica al grado que Pablo llega a exclamar: “Si Cristo no ha resucitado vana es su fe, pues continúan en su pecado” (Rom 15,17).
El Evangelio de este domingo es uno de tantos testimonios de la resurrección del Señor, que queda reforzado por la incredulidad de Tomás. Pero Analicémoslo detenidamente.
Juan nos dice que la parición de Jesús a sus discípulos fue el primer día de la semana, es decir, el domingo; estaba anocheciendo y estos se encontraban con las puertas atrancadas por miedo a los judíos. El miedo denota su inseguridad, la comunidad está atemorizada, oculta, sin valor para pronunciarse públicamente a favor del injustamente condenado. Jesús, luz del mundo, aparece en el momento de crisis de sus discípulos para iluminar su situación y devolverles la paz perdida. Algo parecido sucedió cuando los discípulos abandonaron a Jesús después de que éste se negó a ser el rey que ellos querían. Era de noche, dice el evangelio, cuando viéndolo andar sobre el agua se asuntaron. Jesús les dijo: “No tengan miedo, soy yo (Jn 6,20).
Jesús aparece en el centro de su comunidad, porque él es para ella la fuente de la vida, el punto de referencia, el factor de unidad, la vid a la que están unidos los sarmientos (Jn 15,5), el lugar donde brilla la gloria que ellos contemplan (1,14), el santuario de Dios que los acompaña en su camino (2,19). La comunidad cristiana está centrada en Jesús y solamente en él. El saludo de paz recuerda a sus discípulos su presencia en medio de ellos y su victoria, eliminando el miedo y la incertidumbre: “Ánimo, yo he vencido al mundo” (16,33).
La sola experiencia del resucitado transforma la tristeza de los discípulos en alegría, su miedo en confianza.
Jesús da el Espíritu a sus discípulos asociándolos de esta manera a su misión, a la vez que los capacita para la misma. El Espíritu es la sabia de la vida, que los identifica con Jesús, les enseña recordándoles su mensaje y los mantiene en su amor. Él les dará seguridad frente al mundo, haciéndoles conocer que Jesús está con el Padre y que el jefe del mundo este ha recibido su sentencia (16,10)
Con la donación de su Espíritu Jesús asocia a sus discípulos en su lucha contra el pecado, pero aquí el pecado no se concibe como una mancha, sino como una actitud del individuo: Pecar es ser cómplice de la injusticia encarnada en el sistema opresor. Cuando el individuo cambia de actitud y se pone a favor del hombre, cesa el pecado. De esta manera Jesús crea un espacio humano donde, en lugar de la injusticia, reina el amor mutuo; es la comunidad alternativa que permite a los hombres salir del sistema que los lleva a cometer la injusticia.
De esta manera la comunidad cristiana se convierte en la continuadora de la misión del Hijo: “dar testimonio del amor del Padre”. Él está en el centro dándole confianza y seguridad al mostrarle los signos de su victoria sobre el mundo que son a la vez la manifestación del amor de Dios a la humanidad.
La comunidad debe ser el lugar natural donde se manifiesta y se irradia el amor de Jesús vivo y resucitado. Tomás representa la figura de aquel que no hace caso al testimonio de la comunidad ni percibe los signos de la nueva vida que en ella se manifiestan. La fe de la comunidad reconoce en Jesús al Hombre – Dios y hacia esta fe desea conducir a todo aquel que entra en contacto con ella.
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